No es vaga la ambición

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Antonio Ortuño

La vaga ambición

Madrid, Páginas de Espuma, 2017, 120 pp.

La mayoría de las colecciones de narrativa breve encuentran su lógica en el tema. Algunas versan sobre violencia, animales, viajes o, de plano, asuntos varios. Desde que el libro de cuentos empezó a existir como proyecto con personalidad propia –hará unas pocas décadas– se superó la idea de que solo podían ser reuniones de textos dispersos. Claro que existe el escritor que apoda libro de cuentos al hecho de agrupar sus publicaciones de aquí y allá. Pero sospecho que los lectores buscan otra cosa. Una ambición. El lector contemporáneo aprecia, además del cuento en sí, una visión conjunta, un plan maestro, una estructura que justifique su convivencia.

La vaga ambición es el mejor libro de cuentos de Antonio Ortuño (Zapopan, 1976). Y el listón estaba alto: El jardín japonés y La señora Rojo, lecturas disfrutables, de gran calidad, poseen escritura ágil, redondez notable y humor ácido. Sin embargo, esta nueva incursión del autor en la narrativa breve se distingue por la macroestructura del libro, que ordena y potencia las estructuras de los textos individuales, y lo vuelve una maquinaria mucho más compleja que el mero amontonamiento de piezas, nacidas sin parentesco, puestas en fila medio al vuelo.

Arturo Murray es el protagonista de estos cuentos; mejor: es los protagonistas de estos cuentos. Los libros de cuentos que intentan vertebrarse por un personaje fallan cuando tal repetición resta individualidad a las historias. Sin novedad en la situación humana que narran, semejan más ser capítulos deshilvanados de una novela que cuentos. Y este no es, ni de cerca, el caso.

Los cuentos, se dice, se apoyan en la anécdota, mientras que la novela lo hace en los personajes. Falso. La vaga ambición cuenta historias donde lo más importante es la revelación que recibe el personaje, que lo hace cambiar, lo confronta consigo mismo, y que provoca que experimente una modificación, violenta o tersa, a raíz de la experiencia inédita.

Así, el niño de “Un trago de aceite”, raptado por su padre aspiracional y bueno para nada, reconoce en su incipiente escritura una clave para sobrevivir a las humillaciones cortesía de su progenitor. “El caballero de los espejos” lo protagoniza un jovencito intimidado por su primo mayor, quien lo encierra en un ropero porque se atrevía a tener sueños; años después, durante el velorio de su madre, Murray vuelve a confrontar a su abusador y experimenta un revival del encierro infantil; pero en la disyuntiva “Las armas, buen señor, las armas o las letras” el escritor descubre la oportunidad de vengarse. En “Quinta temporada”, debido a sus hábitos consumistas, el escritor toma el encargo de coescribir, de la mano de un equipo de guionistas que más parece una empresa multinacional sexi que un equipo intelectual, los capítulos finales de la serie de moda, Reinos desaparecidos –trasunto de Game of thrones–; el relato cuenta la transformación de un creador en un maquilador, el retroceso de creador a famoso, estatua de sí mismo: inmóvil y soberbio.

En el cuento “Provocación repugnante” leemos una muestra de la escritura de Arturo Murray. Walter y Mijaíl son dos escritores –Benjamin y Bulgákov, respectivamente– y salen del teatro: el primero es un espectador; el otro, el estresado dramaturgo en escena. Ambos fuman en el nevado paisaje urbano, mientras en la soledad de sus conciencias evalúan sus situaciones vitales, y dan golpes de ciego al toparse con el desamor y la censura. Humanos y erráticos, son el espejo de la grandeza que refleja y magnifica la ausencia de talento de los siglos por venir.

Es hacia el final del libro cuando el personaje se planta en pie de guerra. En la mejor pieza del conjunto, “El príncipe con mil enemigos”, se cuentan, con precisa ironía, los pequeños descalabros del escritor promedio: piquetes de alacrán, presentaciones en salas semivacías, manifestantes femeninas de terso y expuesto vientre que interrumpen lecturas para pronunciarse al respecto de una guerra extranjera. Y, encima, un maldito cáncer mata lentamente a la madre, la única persona que creyó en Murray: “que escribiera contra todos, me decía, y a pesar de todos. Que no les llevara la paz sino la espada”, y cuya enfermedad lo tiene de gira permanente, a la caza de honorarios. La apoteosis de la humillación ocurre cuando lo invitan al programa nocturno de moda: “me llevaron a maquillaje y me microfonearon (estoy seguro de que así se dice ‘me jodieron’ en alguna parte)”.

“La batalla de Hastings” provee un cierre genial. Se trata de la charla motivacional que nunca dirá un general, que se sabe derrotado, a sus guerreros, los asistentes a su taller, vencidos de antemano: “Somos invasores despreciables y egoístas que se dan ánimos apoyándose en una belleza mentirosa, que no les pertenece y no fue pensada para ellos. La mentira y la usurpación, si son sugestivas, si son hermosas y nos engañan, nos ponen el llanto a los ojos y música a la garganta.” Declaración de principios, mapa mental de la desesperanza y un cuento de gran calado.

En estas páginas conviven el inocente que empieza su camino, el desengañado que piensa que algo ha salido terriblemente mal, el kamikaze que descubre su motivación, el honorable capitán que se hunde con su barco. Antonio Ortuño desdobla con maestría la vida de un hombre que ha decidido entregarse a la escritura. Una vida que no se agota pronto. Nos cuenta las máscaras y los rostros que ha usado, por obligación o voluntad. Todos son el mismo. Arturo Murray es legión. Ejército discontinuo, roto. Y cuenta sus historias, porque no tiene otra cosa mejor que dar. Porque con eso basta y sobra. ~

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