Una de las políticas nucleares del llamado “cambio estructural de la salud”, que se implementó a principios de los años ochenta del siglo pasado, fue la descentralización e integración de las agencias que ofrecían servicios de salud de primero y segundo nivel a la población sin seguridad social. Estas agencias incluían a los Servicios Coordinados de Salud Pública, que tenía a su cargo la Secretaría de Salud, y el programa IMSS-Coplamar, que administraba el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). El gobierno federal anunció esta política en 1982 y anticipó la creación de 32 Servicios Estatales de Salud (Sesa). El plan era que la descentralización concluyera en 1986. Sin embargo, tomó más tiempo del esperado y se llevó a cabo en dos etapas. La primera dio inicio en 1984 y se demoró por las enormes resistencias del IMSS de sumar al proceso descentralizador al IMSS-Coplamar. Otra de las razones que dificultaron su avance fue que varias entidades no contaban con las capacidades gerenciales necesarias para prestar por su cuenta los servicios de salud y se sentían más cómodas operando con el apoyo de la Secretaría de Salud federal. Además, la crisis que estalló a mediados de los ochenta redujo la dotación de recursos, plazas e insumos que se les proporcionarían a los estados descentralizados y había el temor de que esto impidiera que los nacientes Sesa llevaran a cabo el cambio propuesto en los términos acordados. Esta etapa concluyó, cuatro años después, con la descentralización de catorce estados. La segunda etapa, que arrancó en 1995, enfrentó menos obstáculos y terminó a finales de los noventa con la descentralización de las dieciocho entidades restantes.
La implementación de la descentralización fue desigual y su saldo no puede calificarse de espectacular, pero tuvo méritos indiscutibles. En primer lugar, estableció un formato más horizontal en la relación de la federación con los estados. En segundo lugar, transfirió la identificación de necesidades y la definición de prioridades a las autoridades estatales, que conocían mejor que sus contrapartes centrales el perfil de salud de su población y las demandas locales. En tercer lugar, fortaleció la prestación local de servicios sobre todo porque la respuesta a las necesidades de salud resultó más ágil y oportuna. En cuarto lugar, la descentralización obligó a las entidades federativas a mejorar sus sistemas de planeación y administración. Una quinta y última ventaja, que se consolidó con el establecimiento del Seguro Popular (SP) –cuyo financiamiento incluía una aportación solidaria estatal por persona afiliada a este seguro–, fue que incrementó la movilización local de recursos para la salud. A nivel central, la descentralización tuvo la virtud de haberle quitado cargas administrativas y operativas a la Secretaría de Salud, lo que le permitió concentrarse en sus tareas de rectoría, que incluyen la planeación estratégica, la gestión financiera y la regulación. El principal problema que tuvo la descentralización fue que la pobre capacidad fiscal de los estados los mantuvo con un alto nivel de dependencia respecto de la federación y con un margen estrecho de maniobra en la implantación de políticas de salud propias.
Hasta 2018, los servicios de salud para la población no asalariada los prestaban los 32 Sesa, que recibían recursos de la Comisión Nacional de Protección Social en Salud para financiar los servicios personales de salud a los que tenían derecho los afiliados al SP y de la Secretaría de Salud para apoyar la nómina y financiar las actividades de salud pública. La actual administración federal, sin embargo, decidió desaparecer el SP y sustituirlo por el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi), que se encargaría de operar centralmente los servicios de salud de primero y segundo nivel para la población sin seguridad social. Con ese fin, se firmarían acuerdos de coordinación con los estados para que los Sesa cedieran la operación de sus servicios a la nueva institución. Veintiséis de las 32 entidades se sumaron a esta iniciativa.
Pero el proyecto insignia de salud de la 4T fracasó. Como lo documentó el Coneval, la carencia por acceso a servicios de salud se agravó con el establecimiento del Insabi, al pasar del 16.2% de la población (20.1 millones de personas) en 2018 al 39% (50.4 millones) en 2022. Nunca en la historia de nuestro sistema de salud se había producido un retroceso en cobertura de atención de esa magnitud.
Ese descalabro obligó al gobierno federal a transferir la responsabilidad de prestar servicios de salud a la población sin seguridad social, también de manera centralizada, a los Servicios de Salud del Instituto Mexicano del Seguro Social para el Bienestar o IMSS-Bienestar (IMSS-b). A la recentralización le llamaron, eufemísticamente, “federalización” y a ella se han sumado veintitrés entidades. Esto supone la transferencia de 707 hospitales y casi catorce mil centros de salud, y la basificación de por lo menos cuarenta mil trabajadores.
El principal problema del IMSS-b es que consolidó el carácter segregado del sistema de salud, que impide a los afiliados a esta nueva institución utilizar las clínicas, hospitales y centros de alta especialidad del IMSS regular. Esto creó un subsistema de salud bien financiado para los trabajadores formales y un subsistema subfinanciado para los pobres; un IMSS de primera y otro de segunda. Pero, además, como ya he señalado, reinstaló la centralización de los servicios a los que tiene acceso la población no asalariada. Son varios los problemas que generará esta recentralización.
En primer lugar, restablecerá el vínculo de subordinación que los estados tenían con la federación en los años ochenta del siglo pasado. La actual administración decidió recentralizar porque los funcionarios de la 4T se sienten más cómodos ejerciendo de manera vertical su autoridad. A ellos no les gustan las relaciones de pares y las negociaciones. Lo suyo es el despotismo burocrático.
El segundo problema es que excluirá de la toma de decisiones a los actores locales, que conocen mejor las necesidades de su población que los funcionarios federales y están más familiarizados con las redes operativas de los estados. Los prestadores locales de servicios de salud, además, le rendirán cuentas al director general del IMSS y ya no al gobernador. El tercer riesgo tiene que ver con la falta de oportunidad con la que se habrá de responder a las demandas locales de salud, debido a la vastedad y diversidad de la geografía nacional.
El cuarto inconveniente es el incremento de la segmentación y la burocracia por la coexistencia de dos conductos de relación con los estados, unos recentralizados y otros descentralizados. El quinto problema es la caída en los aportes estatales a la salud. Con la desaparición del SP se esfumó la obligación de las entidades de contribuir al financiamiento de los servicios de salud con una cuota estatal. Aunque se trataba de montos mucho menores al subsidio federal, no eran despreciables: 29,600 millones de pesos en 2018.
La sexta complicación es la transferencia de casi todos los recursos para la atención de la salud de la población sin seguridad social de la Secretaría de Salud al IMSS-b, lo que de facto implica la entrega del poder del sector salud al IMSS, una institución extraordinariamente endogámica. Parte de la triste herencia del equipo de salud de la 4T será una Secretaría de Salud ya no solo desprestigiada –por el fracaso del Insabi y el pésimo manejo de la pandemia–, ahora también devaluada.
En resumen, la recentralización de los servicios de salud es una mala idea porque contradice la intención del presidente López Obrador de conformar un sistema de salud como el de Canadá, Reino Unido y los países escandinavos, ya que todos ellos han descentralizado la prestación de los servicios de primero y segundo nivel. A lo que apunta más bien esta medida es a restaurar el modelo que imperaba en el México de partido único del siglo pasado: vertical, burocrático y autoritario.
El remedio que México necesita para aliviar el trauma colectivo que representó la pandemia es un nuevo sistema de salud que garantice a todos los mexicanos, independientemente de su condición laboral, el acceso a los mismos servicios de salud con protección financiera. Esta es una tarea de mediano plazo. En lo inmediato, hay varias medidas que la siguiente administración deberá tomar en su primer año de gobierno para reconstruir lo destruido en los últimos cinco. Una de ellas es dar marcha atrás a la recentralización de los servicios de salud para la población sin seguridad social. La nueva descentralización deberá acompañarse de reglas claras para el uso de recursos y de mecanismos de transparencia consistentes con las mejores prácticas administrativas. ~
Investigador del Centro de Investigación en Sistemas de Salud del Instituto Nacional de Salud Pública.