Transiciones narrativas de la democracia

Con el decaimiento de los valores que fueron fundamentales en el año 2000, resulta imprescindible hacer una revisión crítica al México de las últimas dos décadas. La extinción de las prácticas autoritarias no depende solo de la creación de instituciones, sino de la consolidación de una robusta cultura democrática.
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¿Qué expectativas incumplidas de la democracia han llevado a los ciudadanos a elegir la hegemonía de un solo partido? ¿Por qué las instituciones democráticas y la narrativa de la transición parecen no haber tenido peso al momento de votar? ¿Podrían las elecciones del pasado junio representar un punto de quiebre para el régimen democrático? Estas son algunas de las interrogantes que rondan a la oposición política en México. Una oposición que, a pesar de sus esfuerzos, no logró persuadir a la ciudadanía de que su proyecto político era mejor al del actual gobierno.

La victoria electoral del partido gobernante ha dejado claro que la democracia –como régimen político, ideología y paradigma– ha perdido parte de su capacidad para crear consenso, resolver conflictos, generar confianza y explicar la realidad. No obstante, dicha pérdida de legitimidad y la disminución del potencial político de la narrativa democrática están lejos de implicar la inminente desaparición de la democracia mexicana. En todo caso, los resultados electorales apuntan a la necesidad de reformular la manera en la que se ha pensado, construido y defendido este orden, comenzando con una revisión crítica de la transición.

Una evaluación minuciosa e incisiva de nuestra historia reciente evidenciaría que el principal peligro de la democracia no es el presidente, su partido o la ciudadanía que apoya su proyecto. El problema más urgente que enfrenta la democracia mexicana es superar y sobrevivir la condición deficitaria e iliberal que la acompaña desde su origen. Al identificarse tanto los logros como las deudas de la transición, sería impensable seguir afirmando que la vulneración de la democracia mexicana proviene de un solo partido o actor político. Este argumento repetido hasta el cansancio por la oposición no solo es inexacto y reduccionista, también ha demostrado ser ineficaz en el esfuerzo por fortalecer y expandir esa democracia que tanto se desea salvaguardar.

Rafael Rojas ha sugerido recientemente que incluso los diagnósticos más moderados de la oposición tienden a descalificar a un gobierno que ha llegado legítima e institucionalmente al poder y no invitan al diálogo o a la resolución democrática de las diferencias. La respuesta a las decisiones iliberales del gobierno y al acoso ejercido desde Palacio Nacional se ha hecho en el mismo tono; esto solo ha contribuido al desarrollo de un ambiente de desconfianza y polarización. En esta defensa de la democracia pareciera no haber espacio para la crítica o la duda, pues se da por consumada la instauración de un régimen autoritario y se llama a una resistencia que parece instalarse fuera de los márgenes de la democracia misma. Sin embargo, ha quedado claro que no basta oponerse a las prácticas iliberales, es necesario también ofrecer alternativas en las que amplios sectores de la sociedad se vean reflejados.

El partido en el poder, dada la falta de propuestas atractivas de la oposición, se ha logrado presentar como un significante vacío en el que la ciudadanía ve atendidas sus preocupaciones más inmediatas. A diferencia de la oposición, Morena ha sabido aprovechar la cultura del antagonismo para interpelar a esa parte de la población mexicana que no se ve representada en la narrativa democrática ni en sus instituciones. Y es que se debe reconocer que la democracia mexicana, al ser deficitaria e iliberal, no funciona igual para todos los sectores de la sociedad ni está presente en vastas regiones del territorio nacional. La procuración de justicia, la seguridad y la igualdad de derecho alcanzan a cada vez menos personas.

Esto no es una sentencia de muerte: la democracia está en constante desarrollo y la revalorización de sus instituciones es posible. Con esta meta presente, sería beneficioso reexaminar la narrativa dominante que surgió durante la transición democrática, puesto que los debates generados durante este periodo aún influyen en la concepción que se tiene de la política, lo ciudadano y lo institucional. Recordemos que, durante el último par de décadas del siglo XX, el paradigma democrático se consideró la mejor apuesta para entender el cambio político y ayudó a asentar la maquinaria democrática a través de la consolidación de un sistema político multipartidista y la creación de leyes e instituciones reguladoras.

Durante esos años, la democracia fue valorada como la forma de organización social idónea y se adoptó como concepto límite para institucionalizar la realidad social. Fue en este periodo de optimismo democrático en el que se apostó a la ciudadanización de las instituciones, la protección de los derechos humanos y la creación de organismos claves para la democracia como el Instituto Federal Electoral. La fe en la ciudadanía, la exaltación de la tradición republicana, así como la sobreestimación del poder transformador del proyecto democrático son algunos rasgos distintivos de esta narrativa transicional dominante. Bajo este espíritu optimista de fin de siglo fue muy difícil sopesar la posibilidad de que la naciente democracia mexicana no cumpliría las altas expectativas que había generado.

La resaca de ese optimismo no tardó en llegar. En el año 2000 se hizo evidente que la mera creación de instituciones democráticas no era suficiente para que las prácticas y valores democráticos prosperaran. Y, para empeorar la situación, a este déficit en la cultura democrática se sumó el incremento de la desigualdad y de una violencia criminal sin precedentes que no ha dejado de escalar con el paso de los años, convirtiéndose en uno de los más grandes obstáculos para el pleno desarrollo de la democracia.

Aunque la narrativa transicional fue clave para entender y encauzar el cambio político, a inicios del siglo XXI comenzó a ser insuficiente para dilucidar cómo era posible que la sociedad mexicana adquiriese rasgos cada vez más iliberales al mismo tiempo que prosperaba la competencia electoral, se ampliaba la alternancia partidista en todos los niveles de gobierno y se alcanzaba el objetivo de descentralizar el poder político. Es en este sentido en el que se debe subrayar que la permanencia de la narrativa transicional no necesariamente implica que su utillaje conceptual siga vigente. En los últimos dos decenios gran parte de las explicaciones que se desprenden de dicha narrativa parecen estar dislocadas de la realidad, tan alejadas del suelo de la experiencia que, en lugar de explicar los fenómenos políticos contemporáneos, los obscurecen.

El propósito de este ejercicio crítico no es menospreciar los méritos y el legado de la transición democrática. Al contrario, reconocer que nuestra democracia ha sido deficitaria desde su origen posibilita la creación de estrategias más eficientes para combatir prácticas iliberales. Una auténtica crítica democrática a la democracia acepta que las prácticas autoritarias no desaparecieron con la transición y, por tanto, no comenzaron con el sexenio de López Obrador ni con el triunfo electoral de Morena. Asimismo, habría que reconocer que el Estado de derecho no se pondrá en riesgo a partir de las reformas constitucionales venideras, sino que lleva décadas sin un marco legal adecuado para su defensa.

Si el objetivo es ampliar la democracia y garantizar la fortaleza de sus instituciones, y no solo vencer electoralmente al partido en el poder, este ajuste de cuentas con nuestra transición es urgente. Quizás así se tenga más claro por qué es totalmente comprensible y racional que la ciudadanía haya optado por una hegemonía partidista. Los últimos resultados electorales no son prueba de que la sociedad mexicana desprecie la democracia, sea ignorante o manipulable. Más bien iluminan lo difícil que es vivir día con día en una democracia que, pese a brindar libertades políticas, es incapaz de garantizar derechos civiles básicos como el derecho a la vida, a la libertad de movimiento o a la igualdad ante la ley.

Hoy día, para reducir la distancia entre la democracia que queremos y la que tenemos en realidad, debemos revisar nuestra transición y buscar categorías que combatan los reduccionismos y fomenten el diálogo democrático entre el mayor número de posturas políticas. Quizás la presente coyuntura sea una oportunidad para saldar una deuda de la transición y comenzar a luchar incansablemente por la creación de reformas institucionales que eviten que cualquier poder político utilice el sistema judicial y de seguridad para fines partidistas. Sin duda será complicado dar con puntos de encuentro entre las principales fuerzas partidistas, la sociedad civil, las instituciones y la intelectualidad. Pero en eso consiste la democracia, en mantener el diálogo pese a nuestras diferencias. ~

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es doctora en ciencias sociales y políticas por la UNAM. Su más reciente libro es Aquellos que dejamos de ser. Ficción y nación en México (Siglo XXI, 2019).


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