Imagen: James Rattray, Dominio público, via Wikimedia Commons

Paz en Afganistán

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Durante los años que fue embajador en la India (1962-1968), Octavio Paz fue también el primer embajador mexicano (concurrente) ante el reino de Afganistán. Pasó ahí largas temporadas, y presentó sus credenciales ante el rey Mohamad Zahir Sha, hoy exiliado en Roma. En su primer informe, Paz escribió que el rey era un hombre "que sabe escuchar y muestra interés por lo que pasa fuera del continente asiático (algo que, por desgracia, no puede decirse de los dirigentes indios y aún menos de los singaleses)". Paz y el rey Zahir Sha tenían la misma edad.
      Alguna vez escuchamos a Paz contar uno de sus viajes. Su chofer ascendía al noreste desde Delhi, atravesaba Pakistán por Lahore e Islamabad, pasando por las ruinas de Taxila, y se introducía a tierra afgana por el Khyber Pass, esa legendaria hendidura de alto cartón reseco que se disputaron Alejandro, Gengis Kan y Tamerlán. Los ingleses sufrieron en Afganistán, en 1820, una de las peores melladuras en la corona imperial: veinte mil soldados muertos de frío y hambre en retirada hacia la India. Desde el paso de Khyber que fascinó a Kipling, ardiente en verano y gélido en invierno, se avizora el Nowshak, vértebra occidental del esqueleto himalayo. En alguna ocasión, rumbo a Kabul, se descompuso el carro del embajador. A poco de estar en la indefensión del camino solitario, apareció a caballo un grupo de pachtunes. Por alguna razón tan inescrutable como feliz, el jefe del grupo decidió prestar ayuda a los viajeros y hasta proteger parte de su recorrido.
      Paz alude en su obra, aquí y allá, a Afganistán. Visitó el museo de Kabul y admiró el arte grecobudista. Estuvo en Banián y vio los Budas gigantescos que los talibán volaron hace poco. Al este, llegó casi hasta la frontera con Irán: uno de los poemas de Ladera este (1968), "Felicidad en Herat", lo dice desde el título. El poeta llega ahí "sin idea fija", que es tal como se escribe. En el balcón de un minarete en ruinas, entre la pedacería incandescente del paisaje, experimenta unos minutos de felicidad: "…Vi al mundo reposar en sí mismo./ Vi las apariencias./ Y llamé a esa media hora:/ Perfección de lo finito".1
      Curioso escenario para esa beatitud: un mundo desplomado en un hoyo del tiempo; ruinas de ruinas sobre una tierra "de camellos muertos". "Paso de Tanghi-Garu" es una postal de nueve versos: tierra tasajeada, cabras negras y una imagen feliz: montes de mica. En ese escenario, "la muerte nos piensa". Dice Paz en sus notas que Tanghi-Garu "está en el antiguo camino de Kabul a Peshawar, hoy transitado apenas por los nómadas y uno que otro viajero curioso" (él, obviamente). En un viejo mapa de la Británica veo a Tanghi, en el lado de Pakistán, en la zona ahora llena de refugiados, ¿los pensados por la muerte?
      "Sharj Tepé" alude en trece versos a una "colina famélica" donde se halla "el cementerio de los hunos blancos". Es decir que, hacia el norte, Paz llegó a la frontera con la entonces urss. En sus notas, Paz explica que en ese sitio a orillas del Oxus —el río de Herodoto, hoy llamado Amu-Darya, que traza la frontera norte del país— la Expedition Française descubrió una ciudad helenística fundada por Alejandro. Ahí está el cementerio de "hunos blancos". Pensé que Paz se refería a los kafir feringhee, "los europeos infieles". No es así: se refiere a una tribu nómada que destruyó la civilización greco-iranio-budista.
      La primera estrofa de "Viento entero" (en Hacia el comienzo, 1964-1968), uno de los grandes poemas de Paz, describe el mercado de Kabul con su río, el Sarobi:
      
     Molino de sonidos/ el bazar tornasolea/ timbres motores radios/ el trote pétreo de los asnos opacos/ cantos y quejas enredados/ entre las barbas de los comerciantes/ alto fulgor a martillazos esculpido/ En los claros de silencio/ estallan/ los gritos de los niños/ Príncipes en harapos/ a la orilla del río atormentado/ rezan orinan meditan.2
      
     "Viento entero" gira sobre un ritornello: "el presente es perpetuo". Desde ese eje, el poema derrama hacia diferentes espacios y tiempos que fluyen en un solo río verbal. Presente perpetuo, perfección de lo finito…: Paz estaba obsesionado con la experiencia del tiempo detenido y con su plausible expresión poética (como en Blanco, 1966, o en El mono gramático, 1970). Afganistán es uno de esos espacios: una tierra genitora, original, atemporal suma de tiempos. Otro escenario afgano en el mismo poema: la "Garganta de Salang", una verija del Amu-Darya más allá de cuya ribera norte "humeaban las casitas rusas" y se escuchaba "el son de la flauta uzbek". Mi desvencijado mapa no registra el sitio. Allende la frontera, sin embargo, el nombre penoso de la primera ciudad uzbeka: Stalinabad. ¿Cómo se llamará hoy?
      Si en la poesía paciana de esta década la India es la niña-madre cachonda y abundante, Afganistán es la madre desolada: planicies de sol y piedra en un tiempo petrificado. Es la vertiente muerta de la ladera este: pedacería amarga de la historia. En Vislumbres de la India, Paz decía de Afganistán: "¿Qué es lo que ha quedado de toda esa sangre derramada y de todas esas disputas filosóficas y religiosas? Apenas un puñado de fragmentos…"3 La misma pregunta y la misma respuesta. –

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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