Mi primer examen llegó una lluviosa tarde de marzo de 2017 cuando me escoltaron hacia el Despacho Oval. Sentado detrás del Resolute desk [el escritorio Resolute], el presidente Donald J. Trump se negó a levantarse para darme la mano a mí y a mis dos compañeros del Financial Times. Le agradecí que hubiera sacado tiempo, y también que se hubiera suscrito al periódico que dirigía.
“No pasa nada”, me respondió. “Perdiste. Y yo gané.”
De un plumazo, Trump había replanteado nuestra reunión como una competición: el FT como el representante de la élite progresista global, él como el victorioso populista nacionalista. Presumió de sus más de cien millones de seguidores en Twitter, Facebook e Instagram y admitió que no necesitaba acudir a los medios de fake news como el nuestro. Mi objetivo había sido aplicar una práctica periodística básica: la entrevista como una manera de obtener información. Pero él quería pelea, y se autoproclamó vencedor de antemano.
La agresividad de Trump me provocó rechazo. Pero, más adelante, los papeles se invirtieron. Los periodistas pudimos escribir nuestro artículo. La mayoría de los comentaristas políticos consideraban al recién investido presidente como una persona malvada, peligrosa y delirante. Les habría gustado que nuestra entrevista a toda página concluyera con unas palabras que indicaran eso. Retrospectivamente –y teniendo en cuenta los esfuerzos descarados de Trump por anular los resultados de una elección presidencial legítima– siento simpatía por esa opinión. Pero entonces pensaba, y sigo pensando ahora, que el buen periodismo implicaba darle una oportunidad al presidente para que se explicara.
Cuatro años después, mi evaluación templada suena como el ejemplo clásico de la tradición periodística que da espacio a los dos lados de la historia, incluso si un lado parece detestable o, peor, está promoviendo desinformación. En la era Trump, el concepto bothsidesism o “ambosladismo” se ha vuelto algo derogatorio, y el diccionario Merriam-Webster dice que es cuando “un periodista o tertuliano parece dar más credibilidad a una causa, actividad o idea que es realmente objetable, y así establece una especie de equivalencia moral que permite a esa causa, actividad o idea ser tratada con seriedad”.
¿Cómo deberían los medios de comunicación enfrentarse a figuras políticas como Trump o mi propio primer ministro, Boris Johnson, que merecen respeto por ostentar un alto cargo público pero violan las normas de sinceridad que acompañan a esos cargos? Del mismo modo, ¿cómo podemos evitar que la cobertura mediática escéptica se convierta en sesgo? Y ¿cómo, en una época de hiperpartidismo, pueden los periodistas preservar un grado de distancia profesional?
Estas preguntas van más allá de la práctica periodística. Van al corazón de nuestra herencia liberal democrática, que está a su vez en peligro. El intercambio de ideas abierto y racional es una parte esencial de esa herencia. Expresar empatía –de dónde viene tu posición– forma parte de ese espíritu de indagación cuyas raíces se remontan a la Antigua Grecia, la cuna de la democracia. Los críticos de la estrategia del “ambosladismo” en el periodismo quizá consideran esta práctica cobardía moral y complicidad con el mal. Pero aspira justo a lo contrario.
Durante mis últimos años como director del FT reflexioné profundamente sobre estas cuestiones. El Brexit y la victoria de Trump en 2016 desafiaron nuestros valores centrales de internacionalismo liberal promercado y capitalismo democrático. Los periodistas eran presionados para que eligieran un bando. La victoria de los partidarios del Brexit en el referéndum de junio de 2016 supuso un shock para los periodistas proeuropeos como yo. La tentación de contraatacar creció aún más cuando nuestros adversarios nos comenzaron a llamar antipatriotas remoaners*
((Un juego de palabras entre remain, permanecer, y moan, quejarse. (Nota del traductor.)
))
que estaban en el lado incorrecto de la historia.
A pesar de tener que aguantar muchas diatribas personales, seguí defendiendo la distinción entre el apoyo del FT a la permanencia en la Unión Europea y sus informaciones sobre el Brexit y sus consecuencias. Abandonar toda pretensión de ecuanimidad en favor de un partidismo sin trabas iba en contra de mis instintos más básicos y, sobre todo, contra los intereses de nuestros lectores. Después de trabajar durante décadas en periodismo, desde una redacción penosa en Escocia, sigo fiel a la idea de que la exactitud, el equilibrio y el contexto son el ABC del buen periodismo.
Para ser claros, mi compromiso con la idea del “ambosladismo” se volvió difícil de defender en la Era Digital. Las líneas tradicionales entre los hechos y las opiniones se volvieron difusas, y aumentó la presencia de gigantes de la información como Facebook que se consideraban simples plataformas pero que de facto son medios que toman decisiones, a través de sus algoritmos, sobre la información que ven cientos de millones de personas cada día. Los periodistas también eran ambiguos. La mayoría seguía reivindicando la neutralidad de su profesión, pero muchos desarrollaron rápidamente sus propias marcas personales (cuya popularidad medían a través de sus seguidores de Twitter) y mezclaron visiones personales con periodismo.
Una de las consecuencias de la ley de la selva en las redes sociales es que los medios de comunicación sufren una mayor rendición de cuentas que antes. Esto puede ser bueno. Los movimientos #MeToo y Black Lives Matter, por ejemplo, han obligado a los directores de periódicos a reflexionar más sobre los artículos que solicitan, y a preguntarse por la diversidad en sus redacciones en términos de equilibrio de género y etnia.
En un influyente artículo de opinión en el New York Times titulado “Una reflexión sobre la objetividad, liderada por periodistas negros”, el periodista ganador de un Pulitzer Wesley Lowery conectó las actitudes progresistas sobre la diversidad en las redacciones con la cuestión de la “claridad moral” en el trabajo periodístico. “Los periodistas negros están desvelando públicamente años de agravios acumulados, exigiendo un reconocimiento tardío para una profesión que generalmente ha ignorado sus problemas; en muchas redacciones, periodistas y editores están presionando para que se produzca un cambio de paradigma con respecto a cómo los medios definen sus operaciones y cuáles son sus ideales.”
Las dificultades surgen cuando el énfasis en la diversidad no se aplica a la diversidad de opiniones; cuando la reivindicación de “claridad moral” e “integridad periodística” se convierte en intolerancia y censura. Se ha señalado a editores, columnistas e incluso algunos reporteros, y no han sido solo activistas externos sino sus propios compañeros.
Quizás el caso más notable fue el despido de James Bennet, el director de opinión del New York Times. Su salida en junio del año pasado se produjo tras publicar un artículo del senador republicano de Arkansas Tom Cotton en la que pedía el despliegue de tropas en ciudades estadounidenses tras la muerte de George Floyd en manos de la policía. Muchos en la redacción del Times explotaron, y un gran número de compañeros de Bennet dijo que publicar esa pieza había puesto en peligro a periodistas negros.
Una parte de la tensión en las redacciones es generacional, como ha señalado la periodista Bari Weiss, que dimitió del Times un mes después del despido de Bennet. Weiss dijo en Twitter que la polémica había mostrado la división que hay entre unos jóvenes que defienden que la idea del “solo un lado” (onesideism) es legítima y aquellos mayores de cuarenta que se aferran a nociones liberales como el libre intercambio de ideas.
Si bien el deseo de claridad moral en la era Trump ha sido comprensible, el intento de promover un periodismo más activista corre el riesgo de polarizar a la gente aún más, conducirla hacia fuentes de noticias autocomplacientes, y rendirse ante la idea de que la imparcialidad, y no digamos la objetividad, no puede existir. En estas circunstancias, es importante recordar que la búsqueda de la objetividad es un fenómeno relativamente reciente, y que yace en el núcleo de lo que se consideró “periodismo liberal”.
La objetividad en el periodismo estadounidense no comenzó como un principio elevado; fue un cálculo comercial con el objetivo de maximizar los ingresos publicitarios. En los años veinte, se produjeron numerosas fusiones y cierres de periódicos. Las publicaciones que sobrevivieron tuvieron que atraer a una audiencia más grande porque “el partidismo explícito en las noticias podría alienar a grandes sectores de su audiencia objetivo”, según Matthew Pressman, autor de On press. The liberal values that shaped the news [Sobre la prensa: los valores liberales que moldearon las noticias].
Pero después de la Segunda Guerra Mundial, los periodistas se toparon con los límites de la objetividad. Los periodistas estadounidenses, enfrentados a la propaganda anticomunista y las mentiras de Joe McCarthy, se dieron cuenta de que no podían ya simplemente trabajar como taquígrafos que transcribían lo que decía y hacía la gente poderosa. Tenían que aportar contexto y análisis. La idea de ser menos rígidos se fortaleció durante la guerra de Vietnam, cuando sucesivos presidentes, desde Kennedy a Johnson y Nixon, ocultaron sistemáticamente la amplitud del despliegue militar.
El periodismo comenzó a permitir cada vez más un grado de juicio profesional, pero no la opinión personal. Sin embargo, había numerosos periodistas, de Hunter S. Thompson a William F. Buckley, que consideraban que los principios de neutralidad y objetividad eran algo naíf o una manera de ocultar el sesgo. No podemos ignorar tampoco la reciente influencia de las teorías académicas posmodernas, que asumen que la verdad es una cuestión de perspectiva, y que lo que las sociedades y las élites deciden que es objetivo son en realidad mitos y medias verdades cuyo propósito es preservar estructuras de poder opresivas.
Al final, internet no solo acabó con las reivindicaciones de una objetividad periodística pura, sino que también erosionó la noción de “fuente fiable”, sea esta un presentador de televisión respetado al estilo de Walter Cronkite o un periódico establecido como el New York Times. Internet también acabó con las barreras a la distribución y al acceso, lo que produjo una explosión de noticias y opiniones. El papel de la prensa establecida como vigilante de la información terminó. Todo se aceleró e internet comenzó a recompensar la velocidad y las polémicas, todo medido con clics.
En mitad de esta revolución, era tentador abandonar las tradiciones y prácticas periodísticas. Exigir múltiples fuentes y aspirar a la ecuanimidad y la imparcialidad parecía algo anticuado mientras crecía la influencia de formas de expresión sin restricciones como los blogs. En esta época, mi compromiso con el “ambosladismo” estaba en constante prueba al ser director del FT, un cargo que tuve desde 2005 hasta finales del año pasado.
Pero me mantuve fiel a esa posición, y todavía hoy lo sigo siendo. Muchas de las viejas reglas deberían aplicarse a los nuevos medios, a pesar de que el formato periodístico ha cambiado y el debate político a su alrededor se ha vuelto infinitamente más intenso.
A las nuevas generaciones de jóvenes periodistas impacientes les diría: escuchadme un momento. Lo que propongo es un mundo que no tiene nada que ver con defender el statu quo.
1. Aprovecha la tecnología para mejorar las formas tradicionales de verificación. La estrategia de verificación tecnológica, liderada por el medio intrépido de investigación Bellingcat, implica el análisis de enormes bases de datos que se acumulan en redes sociales, y aspira a verificar la información con herramientas en línea como YouTube y Google Maps. Este enfoque ayudó a periodistas del New York Times a identificar bombardeos rusos de hospitales en Siria, y su periodismo puntero fue premiado con un Pulitzer. Tiene el beneficio añadido de que demuestra, de manera irreprochable, que los hechos realmente existen.
2. Adapta el formato periodístico. En el FT, lanzamos un innovador blog financiero en línea llamado FT Alphaville que reclutó a jóvenes periodistas, muchos de ellos formados para ser reporteros de a pie. También invitamos a reporteros con conocimientos especializados para escribir columnas en la sección de noticias, lo que el exdirector del Washington Post Marcus Brauchli denomina “comentario reporteado”. Esto no solo redujo la división que existe entre los periodistas “de batalla” y los columnistas de élite; también abrió una nueva carrera a periodistas que, gracias a Twitter y otras redes sociales, están cada vez más preocupados por su propia “marca”.
3. Conserva los mismos estándares editoriales en toda la redacción. Una de las consecuencias involuntarias de la división entre noticias y opinión en las redacciones estadounidenses es que lo que los periodistas pueden hacer o decir está más vigilado que lo que pueden decir o hacer los columnistas, que tienen mayores licencias tanto al defender determinadas causas como al interpretarlas. Esta es una fórmula problemática. Hacer que el director ejecutivo sea responsable de ambas secciones, como ocurre en la prensa británica, quizá sea un paso demasiado grande para los medios estadounidenses que todavía funcionan con una división formal entre las secciones de noticias y las de opinión. Sin embargo, aquellos que escriben piezas de opinión deben estar sujetos a una verificación de datos igual de exhaustiva, algo que también debe producirse con los colaboradores externos, incluidos los políticos con poder.
4. La importancia de “un segundo par de ojos”. Uno de los desarrollos recientes más perniciosos en el periodismo no es la desaparición de los periódicos –una consecuencia inevitable de la revolución digital– sino el vaciamiento de las redacciones. El resultado ha sido un debilitamiento de la función de “revisión”, bajo la cual los periodistas (y columnistas) tienen que estar sujetos al menos a un segundo par de ojos que les hacen rendir cuentas, justo en una época en la que los periodistas sienten una presión competitiva por publicar online de manera inmediata. Esto ha provocado un declive de la precisión factual. También una generación de periodistas se ha formado creyendo que sus palabras no deberían pasar por ningún filtro antes de llegar a los lectores, y que lo contrario es censura. “Lo digital no solo permite la velocidad, recompensa la velocidad”, dice Stacy-Marie Ishmael, una experiodista del FT que ahora es directora editorial del Texas Tribune. “Pero la velocidad puede inhibir el juicio. De alguna manera tenemos que reintroducir la fricción en ese proceso.”
5. Un compromiso con los reportajes profundos y originales. Uno de los grandes mitos de la época de los nuevos medios es que el periodismo está muerto y vivimos en una era de hechos alternativos. Los reportajes de investigación siguen siendo un aspecto vital del periodismo contemporáneo. En ese sentido, nunca hemos vivido una mejor época para ser periodista, porque hay muchas áreas que ya no se cubren. El “ambosladismo” en su mejor versión significa más hechos verificados, más contexto y una mayor sensación de proporción.
Pero volvamos al examen inicial: Donald J. Trump. Casi cuatro años después de mi primer encuentro con él en el Despacho Oval –observando a sus simpatizantes arrasar el edificio del Capitolio, incitados por el entonces presidente– pude entender por qué algunos estarían de acuerdo en acabar con la práctica de buscar los dos lados de cada historia. El intento de parar la confirmación de la victoria de Joe Biden fue un ataque a las instituciones democráticas estadounidenses, y reafirmó algunas de las peores predicciones sobre Trump.
Pero el periodismo –reflejar lo que otra gente dice o piensa– no equivale a apoyar un punto de vista particular. Al recopilar hechos y opiniones variadas uno tiene que adherirse al principio de ecuanimidad, un estándar por debajo de la objetividad. Lo más importante es que la ecuanimidad no significa una neutralidad estricta. Como tal, no descarta el juicio moral, incluido un veredicto sobre la insurrección en Washington.
El problema con la idea de “un solo lado” es que encaja los hechos alrededor de un relato. Es un producto de la ideología, de la creencia de que algo es cierto porque debe ser cierto. Esto no solo recuerda a los planes quinquenales de la Rusia soviética, es también la esencia del trumpismo, y un ejemplo de ello es su falsa reivindicación de victoria en las elecciones de 2020.
Los principios de integridad –especialmente la imparcialidad y el respeto por otras opiniones– son los ideales que hacen falta para esta época tan compleja, no para las buenas épocas cuando todo el mundo está de acuerdo. Si sacrificamos nuestra disposición a escucharnos unos a otros, perdemos la habilidad de participar en un intercambio de ideas que es necesario para que los gobiernos representativos funcionen.
Los periodistas tienen un papel esencial a la hora de informar y, sí, a veces también de actuar como mediadores en este debate. La aspiración de un periodismo factual es la precondición para recuperar la confianza del público. Es una tarea monumental, pero es también parte de la misión esencial del periodismo. Abandonar el “ambosladismo” significa por lo tanto una abnegación de nuestro deber, lo que conduce a la degeneración de la propia democracia. ~
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Traducción del inglés de Ricardo Dudda.
Publicado originalmente en Persuasion.