Putin puede perder, pero el putinismo sobrevivirá

El líder ruso puede perder la guerra, pero su ideología permanecerá: ahora se alinea con el supremacismo blanco, el chovinismo francés, la nostalgia del Imperio otomano, el nacionalismo en India o China. A menudo sus seguidores dicen que se oponen a Occidente, pero en realidad combaten el liberalismo.
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El mayor desafío al orden mundial no es la figura de Vladímir Putin. Es más bien un síndrome, un conjunto de tendencias políticas que se están aglutinando en todo el mundo y que podría describirse como putinismo. A primera vista, países como India, Francia, Hungría, Israel, China, Turquía o incluso Estados Unidos parecen un grupo variopinto, cada uno con una historia distinta. Sin embargo, poderosas fuerzas políticas en cada uno de estos países son presas de una visión del mundo que no se encuentra tan lejos del putinismo. Y el peligro para el mundo es que el putinismo puede sobrevivir a la caída de Putin.

El hilo conductor de estos países no es solo la admiración por el fenómeno de Putin. Donald Trump, Viktor Orbán, y ahora la fuerza ascendente en la política francesa, Marine Le Pen, han sido todos admiradores de Putin. Los intereses de Turquía no se alinean con los de Rusia respecto a Ucrania, pero Recep Tayyip Erdogan también admiraba a Putin. La posición del gobierno de la India puede llevar un barniz de sofisticación, pero el brote de simpatía por Putin entre las élites militares, diplomáticas y económicas de la India es tan sorprendente como nauseabundo. La deriva derechista de la política israelí tiene algo que ver con la inmigración procedente de Rusia. Puede que los chinos desconfíen de las consecuencias de la guerra de Ucrania, pero comparten los objetivos de Putin lo suficiente como para no querer que cambie su comportamiento.

A primera vista, el putinismo podría parecer una peculiar aflicción rusa: producto de un sentimiento de humillación tras la disolución de la Unión Soviética, avivado por un régimen autoritario. Pero sus principios clave son ampliamente compartidos. El más obvio es el antioccidentalismo, el objetivo declarado de desplazar la hegemonía occidental. Esto podría, en sí mismo, no ser algo malo. Pero en este caso, Occidente no es tanto una idea geográfica o cultural como una concepción ideológica. En esta construcción, Occidente es un sustituto de “liberal”. Fusiona el antioccidentalismo y el antiliberalismo. Si estás en contra de Occidente, te opones al liberalismo, y si odias a los liberales te opones a Occidente. Eso explica, en cierto modo, por qué Trump, Le Pen y Orbán se alinean con Putin. Ellos también quieren rescatar a Occidente de su asociación con el liberalismo, y construirlo como una entidad más cultural o racial. También explica la contradicción interna de las actitudes del hindutva hacia Occidente. Puede que estratégicamente cortejen el poder de Occidente, pero también están en contra de la hegemonía occidental: con eso se refieren simplemente al poder ascendente de las ideas liberales.

La asociación de la idea de Occidente con el liberalismo es uno de los errores más potentes de la historia intelectual. Occidente solo ha sido liberal de forma intermitente, y los argumentos más sólidos a favor del liberalismo no tienen su origen en la experiencia cultural occidental, sino en las exigencias de la libertad y la dignidad humanas. Pero esa fusión de Occidente y el liberalismo permite a los antiliberales ponerse el disfraz del anticolonialismo y el antioccidentalismo. Les permite atacar el liberalismo mientras parecen héroes nacionales. Occidente tiene muchas cosas por las que contestar: racismo, imperialismo, explotación. Pero en esa visión del mundo, el antioccidentalismo es simplemente un dog whistle para ser antiliberal: permite ocultar el autoritarismo y el supremacismo étnico bajo el manto de la virtud.

En segundo lugar, hay una afinidad en sus actitudes hacia el tiempo histórico. Putin puede tener la fantasía de crear la Gran Rusia que se remonta a Pedro el Grande. Pero esas fantasías de deshacer el pasado borrando el presente de otros pueblos o minorías no son únicas. China se imagina a sí misma recreando su posición como Reino del Medio; India se ve aterrorizando a sus minorías para recrear la fantasía de una historia india sin un pasado musulmán; Turquía siempre ha estado fascinada por el neootomanismo, y las referencias a una Gran Hungría, cuyas fronteras políticas no son el actual producto apolillado del sistema de Estado-nación, fueron abundantes en las elecciones húngaras. Es un mundo de fantasía, pero puede dar licencia para el control y la purificación en su nombre.

A la vez existe una hostilidad hacia el pasado reciente, una ambivalencia respecto al mundo posterior a 1989. En Rusia esta hostilidad es, por supuesto, evidente. Pero incluso los países a los que les fue bien en esa fase neoliberal de reforma económica y globalización, ahora tan denostada, son ambivalentes respecto a esa época en términos políticos. Esa reforma económica vino acompañada de lo que en este relato es un debilitamiento político. Este debilitamiento adoptó dos formas. La primera es la reducción del Estado a objetivos cotidianos como el crecimiento económico. El mundo posterior a 1989 no fue solo un mundo de desregulación económica, sino un lugar en el que el Estado se desvincula de sus fines más elevados, o del cumplimiento de sus fines nacionalistas definidos en términos étnicos. También muestra una debilidad política fundamental: una falta de voluntad para afirmar el control sobre la cultura, la sociedad civil y la economía, todo ello en nombre de alguna idea de libertad. No es casualidad que sean las constelaciones políticas que ascendieron inmediatamente después de 1989 las que están siendo diezmadas. En las elecciones francesas, Macron ya se había desviado hacia la derecha, pero lo que llama la atención es la caída del centro y de la izquierda. Sin embargo, la difusión de la “izquierda liberal” post-1989 en Francia, en Israel, en la India o en Hungría, como si fuera una especie de antiguo régimen que había que derrocar, es bastante sorprendente.

En tercer lugar, hay una clara comodidad ante la violencia. Otras ideologías la han utilizado. Y hay diferencias en los contextos institucionales que permiten su uso. Pero en el putinismo, la amenaza de violencia, interna o externa, o su despliegue intermitente, es en sí misma el signo del éxito. Es útil para aglutinar el sentimiento nacionalista, es una cruda afirmación del privilegio étnico, y un signo de una venganza masculina de la humillación.

Hay una obsesión por la demografía, la composición étnica de las poblaciones. Hay una sospecha permanente de lo extranjero y lo cosmopolita. En un fenómeno un poco extraño, lo que une a estos países es que todos odian la figura de George Soros, emblema ahora de la mano extranjera. Pretenden modificar la relación entre la sociedad civil y el Estado: se espera que la sociedad civil sirva a los fines del Estado en lugar de ser autónoma por derecho propio. Hay una incomodidad con el pluralismo, un desprecio por la moderación, un desdén hacia la libertad y la confusión de la implacabilidad con el éxito. Puede que Putin pierda, pero el putinismo está ascendiendo como ideología, alineándose ahora con el supremacismo blanco, el chovinismo francés, la afirmación de la derecha israelí, los sueños otomanos, la agresión china o la agresión hindú. Quieren derribar a Occidente, pero lo que realmente quieren derribar es el liberalismo. ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón. Publicado.

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ha sido profesor de teoría política en
Harvard. Es editor y columnista del Indian Express


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