En junio de 1971 regresé a México después de haber vivido en Venezuela, Inglaterra y Francia durante cuatro años. Yo había huido del México represivo de Díaz Ordaz, el más odioso de los presidentes priistas del siglo XX. En noviembre de ese año Carlos Fuentes publicó su libro Tiempo mexicano, un conjunto de reflexiones muy inteligentes. Lo leí enseguida, pues quería entender en qué tiempo vivía México después de cuatro años de ausencia. Del libro de Fuentes me atrajo su visión de la identidad nacional, a la que me pareció que miraba con los ojos del poeta William Blake al definir la paradoja final del tiempo mexicano con esta frase: “el instante es retenido y eternizado dentro de su fugacidad”. Me desconcertó mucho una de sus afirmaciones: “mientras el progreso norteamericano ha producido basura, el retraso mexicano ha producido monumentos”. Otras dos cosas me atrajeron del libro de Fuentes. Su recuerdo del asesinato del dirigente campesino Rubén Jaramillo en 1962 y su explicación de la matanza del 10 de junio, Jueves de Corpus, que acababa de suceder pocos días antes de mi regreso a México.
Las páginas que dedicó Fuentes a la muerte de Rubén Jaramillo me conmovieron mucho, pues yo había formado parte del grupo que ese líder agrario había fundado en el estado de Morelos, cuando yo era estudiante de antropología. Jaramillo se había levantado en armas en los años cincuenta. Había aceptado una amnistía, llamaba a ocupar tierras y seguía pensando en la necesidad de convocar a un alzamiento armado. En aquella época los jóvenes estudiantes estábamos muy influidos por la reciente Revolución cubana. En mayo de 1961 un grupo de estudiantes jaramillistas habíamos viajado a Arcelia, un pueblo de Tierra Caliente en el estado de Guerrero, con el propósito de estimular un alzamiento guerrillero campesino contra el gobierno. Fue una locura y por poco nos atrapa el ejército. Exactamente un año después Jaramillo, su esposa embarazada y sus tres hijos fueron asesinados cerca de las ruinas de Xochicalco. Me emocionó mucho que un escritor como Carlos Fuentes recordara con palabras conmovedoras su muerte.
El otro tema abordado por Fuentes que me impactó en aquel momento fue su explicación de la matanza del 10 de junio, sobre la cual había un intenso debate intelectual. Se discutía el carácter del gobierno del presidente Luis Echeverría, a quienes muchos veían como responsable de la agresión a los estudiantes y que estaba ligado a la terrible represión de Tlatelolco en 1968, pues había sido el encargado de la política interior del nefasto gobierno de Díaz Ordaz. Su explicación no me gustó: sostenía que la agresión a los estudiantes que se manifestaban pacíficamente no había sido organizada por el presidente sino por el ala derechista y represiva del propio gobierno, que le habría tendido una trampa a Echeverría. La explicación estaba en la lógica de la definición del tiempo mexicano en 1971. Se vivía la disyuntiva de democratizar o reprimir. Los intelectuales, decía Fuentes, “no pueden ser ciegos ante la posibilidad de un fascismo local que los condene a la tiranía del pensamiento, a la corrupción, al silencio, a la cárcel o al exilio”. La alternativa era la apertura democrática que, escribió, había “consagrado verbalmente” el presidente. Los jóvenes intelectuales de aquella época no creíamos en las palabras de Echeverría. El gran amigo de Fuentes Fernando Benítez expresó en 1972 el carácter de la disyuntiva con más crudeza: dijo que no había más alternativas que Echeverría o el fascismo. La generación del 68 soñaba con otro camino, la plena democracia política, desconfiaba de una “apertura” que no iba mucho más allá de la promesa de no reprimir, promesa de la que desconfiábamos después de la matanza del Jueves de Corpus.
Según Fuentes, México había pasado del tiempo de Quetzalcóatl al tiempo de Pepsicóatl. Como escribió, “al tiempo mítico del indígena se sobrepone el tiempo del calendario occidental, tiempo del progreso, tiempo lineal”. En Fuentes, como en Octavio Paz, se percibía la influencia del pensamiento de Mircea Eliade, que hablaba de dos mitos contrapuestos, las cosmogonías del hombre arcaico y los terrores de la historia moderna. A Fuentes le desagradaba el tiempo de “nuestra señora la Pepsicóatl”, el tiempo de plástico, industrial y brutalmente urbanizado de la sociedad de consumo. Aspiraba Fuentes a un modelo propio de desarrollo, creado en México, pero reconocía que aún no se había cristalizado. El tiempo mexicano estaba marcado por la imposible vía de Quetzalcóatl y la indeseable ofrecida por la serpiente de cola. Así que proponía inventar un modelo nacional de vida como síntesis novedosa de los flujos temporales que habían empapado a México. Quería una reconquista del olvidado programa de la Revolución y un retorno de la semilla europea. En su libro, Fuentes mezcló sus recuerdos juveniles con las evocaciones históricas. Lo peculiar del tiempo mexicano son sus obsesiones míticas por reciclar simultáneamente todos los pasados para usarlos no se sabe si racional o estoicamente. Retomó con gran entusiasmo las ideas de Octavio Paz sobre la identidad nacional y el mito de las máscaras.
Para Fuentes había llegado la hora de fortalecer la intervención nacionalista en la economía, la nacionalización de los servicios públicos, la planificación racional a largo plazo, la justa distribución de ingreso, el cumplimiento de la reforma agraria y el sometimiento de la burguesía a los planes nacionales. La democracia política no aparecía en la lista. Era como una vuelta al programa cardenista. El movimiento estudiantil de 1968 había marcado la hora de la democracia, de manera balbuceante, pero Fuentes no la incluyó en su programa y el presidente Echeverría tampoco la contempló. Fuentes se percató de la situación y evocó lo que pensaba la burocracia en la época de la dictadura porfirista: los mexicanos no pueden gobernarse a sí mismos democráticamente y necesitan a un padre que los guíe benévolamente. Y dice Fuentes que eso lo seguían pensando tanto los priistas como los banqueros. El tiempo mexicano se dividía en dos flujos alternativos: el curso de las reformas democráticas o la vía de la dictadura virtual. Por un lado estaban las palomas y contra ellas los halcones. Traducido a términos mexicanos, había cenzontles que luchaban contra zopilotes. Fuentes advertía claramente que el socialismo democrático no era una opción previsible o posible.
Yo, en la época en que se publicó Tiempo mexicano, tampoco era muy adicto a la democracia representativa, pero por otras razones: vivía en una esfera marxista, aunque ya erosionada por mis experiencias fuera de México, donde la vida democrática me había revelado otras alternativas. Fuentes no aspiraba a una democracia formal para México; quería una apertura política del gobierno nacionalista revolucionario que frenase la represión y permitiese ciertas libertades. Pero estaba convencido de que en México, por su atraso y por su dependencia con respecto a Estados Unidos, no era aún posible una democracia como la europea. De hecho, muy pocos en la intelectualidad de aquella época creían posible una alternativa democrática con diversidad de partidos y con elecciones no corruptas. Yo apenas comenzaba a entender, gracias a que había vivido dos años en Venezuela, que el subdesarrollo y la dependencia no eran un impedimento para que existiese una democracia multipartidista avanzada.
Muchos años después, hacia 1985, volví a leer el libro de Fuentes. Estaba escribiendo La jaula de la melancolía, un libro que debía contener un capítulo con reflexiones sobre las nociones de tiempo asociadas a la identidad nacional del mexicano. Cité la idea expresada por Fuentes sobre los dos tiempos sobrepuestos, el indígena y el occidental, para comentar que así era, efectivamente, pero con una importante salvedad: que el tiempo occidental también es un tiempo mítico. Sus mitos son diferentes a los de las culturas prehispánicas y son precisamente los del progreso, la línea, el futuro y el calendario gregoriano. Lo que más me importó fue destacar el hecho de que uno de los mitos centrales del tiempo occidental es la invención de otro tiempo mítico ligado a un edén primitivo y opuesto a las nociones modernas del acaecer histórico. Así que, desde mi perspectiva, el libro de Fuentes formaba parte de la mitología moderna, junto con los libros sobre la identidad mexicana de Octavio Paz, Samuel Ramos y muchos otros. La idea de un tiempo indígena era, desde mi punto de vista, un invento de la modernidad que no reflejaba la realidad vivida en las sociedades prehispánicas, cuyas visiones del tiempo fueron múltiples, aunque la destrucción de sus culturas había dejado pocos rastros de sus concepciones y sus experiencias cotidianas. Mi conclusión fue la siguiente: “La cultura del hombre moderno requiere de mitos: los hereda, los recrea, los inventa. Uno de ellos es el mito del hombre primigenio, que fecunda la cultura nacional y al mismo tiempo sirve de contraste para estimular la conciencia de la modernidad y el progreso nacionales… una de las características fundamentales del ser primigenio es que habita en una peculiar dimensión melancólica en donde el tiempo transcurre con lentitud y mansedumbre.”
He hablado de mis dos lecturas de Tiempo mexicano. Ahora, para esta conmemoración, lo he leído por tercera vez. Encuentro que de manera extraña el libro tiene una inquietante actualidad, pues nos abre la puerta a aquella época en que el populismo priista gobernaba al país. Aquellos tiempos mexicanos tan lejanos vuelven a ser convocados por un gobernante que invoca la dimensión mítica indígena como una fuerza nacional opuesta a la modernidad capitalista, una modernidad a la que ve simplemente como la maligna expresión del neoliberalismo. El capitalismo de hoy es deplorable, sin duda, pero el capitalismo de hace cincuenta años era aún más lamentable, a pesar de la presencia de un poderoso Estado interventor… o tal vez a causa de esa aplastante presencia autoritaria. El libro de Fuentes nos recuerda una época de nacionalismo exaltado con fe revolucionaria en la que la democracia no logró pasar por la hendidura que se abrió. Fue necesario esperar un largo y penoso cuarto de siglo para que esta vez una transición, y no una rendija, abriese paso a una nueva época. El recuerdo de aquel trágico Jueves de Corpus de hace cincuenta años, junto con su entorno turbio y amenazador, nos debe ilustrar sobre los peligros de una restauración del viejo tiempo mexicano. ~
Intervención en la Cátedra Interamericana Carlos Fuentes de la Universidad Veracruzana el 18 de mayo de 2021 para conmemorar los cincuenta años de la publicación de Tiempo mexicano.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.