Tal vez muchos de los que hemos estudiado América Latina en el periodo contemporáneo éramos esclavos inconscientes de la teoría de la modernización, y asumimos que tarde o temprano la región iba a converger con sus vecinos del norte, o con Europa occidental, en la construcción de economías capitalistas más prósperas y democracias consolidadas, aunque el camino fuese largo y sinuoso. Ahora resulta que estamos al revés: en la era de Donald Trump el resto del mundo democrático está empezando a asemejarse a América Latina o, más bien, a algunos de sus peores rasgos históricos.
Empezamos con el populismo. América Latina inventó el populismo urbano, con Juan y Evita Perón, con José María Velasco Ibarra en Ecuador y con algunas fases de la larga carrera de Getúlio Vargas en Brasil. La tradición siguió en este siglo con Cristina y Néstor Kirchner en Argentina, Rafael Correa en Ecuador y Andrés Manuel López Obrador en México, entre otros. Juntaron un discurso nacionalista –la defensa retórica del pueblo “auténtico” contra la oligarquía– con un capitalismo amiguista que rara vez representó una amenaza real a los poderes económicos privados. Cuadraron ese círculo con actitudes autoritarias derivadas de la idea de que solo el líder podría verdaderamente representar al pueblo. Por lo tanto, las instituciones públicas, como el sistema judicial, no podían tener un poder autónomo.
Trump está avanzando por ese camino (en compañía de gente como Viktor Orbán en Hungría). En contra de la separación de poderes que siempre ha estado en el corazón de la democracia norteamericana, está enarbolando la primacía, sin ataduras, del poder ejecutivo en Estados Unidos ayudado por un Partido Republicano sumiso y una Corte Suprema cuya mayoría simpatiza con él. El compromiso retórico de su movimiento maga con el hombre del Main Street (a quienes apuntan son, por supuesto, hombres) va de la mano con su alianza con los billonarios de Silicon Valley.
Al igual que los pasados líderes populistas latinoamericanos, Trump es proteccionista; véanse sus aranceles extravagantes. Cuando despidió a la directora de la agencia de Estadísticas Laborales porque no le gustaron sus datos, estaba haciendo un eco explícito de la Sra. Kirchner, quien por años maquilló la estadística oficial de la inflación en Argentina. Luego está el asedio de Trump a la Reserva Federal en aras de una política monetaria más laxa. En eso también hay un eco de Argentina o de Brasil bajo la presidencia de Dilma Rousseff.
El patrimonialismo –la confusión del interés público y el interés privado– es otra característica tradicional de los liderazgos políticos latinoamericanos. Sérgio Buarque de Holanda, en su ensayo Raízes do Brasil, habló de “la invasión de lo público por lo privado, del Estado por la familia” como un distintivo de la cultura política de su país. La familia Trump, con su uso de la presidencia para avanzar sus negocios, desde propiedades hasta criptomonedas, está actuando en forma patrimonial sin la más mínima vergüenza.
Está, también por parte de Trump, el uso de las fuerzas de seguridad para fines políticos: el envío de tropas a las calles de Washington D. C., la amenaza de hacer lo mismo en Chicago y el uso del ICE (US Immigration and Customs Enforcement) para aterrorizar a los inmigrantes. Infinidad de líderes latinoamericanos han hecho uso semejante de sus fuerzas armadas para la represión interna.
Si bien Trump está liderando la latinoamericanización del mundo hay también ecos en Europa. Durante abril, en Francia, grupos de narcotraficantes, de forma coordinada, atentaron contra una docena de cárceles. En dicho país, más de setenta personas fueron asesinadas en peleas entre mafias en los últimos dos años. Hay gente “que está intentando desestabilizar al Estado francés a través de la intimidación”, declaró Gérald Darmanin, quien en ese momento era el ministro del Interior. En su último informe anual, la fiscalía española ha advertido del incremento del uso de la violencia y armas de guerra por parte de narcos en el sur del país. Hasta hace poco se pensaba que esos problemas eran privativos de Ecuador, Colombia, Brasil o México.
Por mucho tiempo América Latina ha sido considerado el continente de la desigualdad extrema del ingreso. Sigue siéndolo, a pesar de una mejoría en lo que va de este siglo. En Europa la desigualdad se incrementó durante los veinte años previos a la gran recesión de 2007-09, según un estudio del World Inequality Lab. La gran diferencia con América Latina es que en Europa los impuestos y el gasto público sirven para reducir la desigualdad. En la medida en que el gasto social europeo se está volviendo insostenible –motivo de la caída de dos gobiernos franceses en dos años– esto podría cambiar. En Estados Unidos la desigualdad de los ingresos se ha incrementado constantemente desde los años ochenta. El “Big Beautiful Bill” del presupuesto de Trump, con su manutención de la reducción de los impuestos para los ricos y sus recortes de beneficios para los pobres, lo va a agravar.
En las últimas décadas las democracias latinoamericanas han superado, por lo menos en parte, algunos de sus vicios. Los bancos centrales se han mantenido independientes y han sido más eficaces que los del norte en controlar el brote inflacionario desatado por la pandemia. El patrimonialismo a veces ha sido castigado. Cristina Kirchner está condenada a seis años de arresto domiciliario por corrupción y varios expresidentes peruanos están en la cárcel. Mientras que Donald Trump quedó impune por el asalto violento al Capitolio de sus seguidores en 2021, Jair Bolsonaro enfrenta un juicio y probable condena por un intento de golpe de Estado e insurrección después de su derrota electoral.
La experiencia latinoamericana muestra que el populismo y el patrimonialismo llevan a la inestabilidad política y económica y debilitan el imperio de la ley. En este nuevo y alarmante mundo en que estamos, hace falta que alguien formule una teoría de la desmodernización. ~