Casa Rorty XLVI: Una cuestión de legitimidad

¿Puede un gobierno legal democráticamente elegido convertirse en ilegítimo como consecuencia de sus actos?
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Vivimos tiempos interesantes, por desgracia; si la teoría política se pone de actualidad, es que algo no funciona bien en las sociedades humanas. Se me dirá que el recurso a la teoría política nunca ha dejado de ser oportuno, por lo que no conviene idealizar el pasado ni creer que vivimos momentos excepcionales. Y es verdad. Pero no deja de ser cierto que la democracia liberal se encuentra sometida hoy a tensiones de gran intensidad, como atestiguan el éxito del populismo en sus distintas formas y la crecida del extremismo político. Sobre todo: a diferencia de lo que había venido sucediendo en las últimas décadas, son los líderes electos de las democracias los que ponen en cuestión la validez de los principios sobre los que se asientan nuestros regímenes constitucionales; no se trata de partidos antisistema ni de movimientos sociales iracundos, sino de presidentes que se desplazan en coche oficial.

Sin ir más lejos, la semana pasada tuvimos nuevas noticias del deslizamiento iliberal que sufren las democracias estadounidense y española a manos de dirigentes que proceden de familias ideológicas bien distintas: el republicano Donald Trump y el socialdemócrata Pedro Sánchez. En el primer caso, aunque lo hayamos olvidado ya después de los ataques sobre Irán, el ejecutivo federal siguió con su campaña de detenciones masivas de unos inmigrantes a los que acusa de permanecer ilegalmente en el país, lo que ha creado un conflicto de competencias con el estado de California; las manifestaciones de protesta se descolgaron con un original eslogan que remite al mito fundacional de la república y conecta con la teoría política de la modernidad: No Kings. En lo que a España se refiere, las escandalosas revelaciones acerca de la corrupción anidada en el interior del gobierno, que han provocado ya el cese de los dos últimos secretarios generales del PSOE, no condujeron al presidente del gobierno a dar explicaciones sino todo lo contrario: Pedro Sánchez ha decidido redoblar su apuesta, negar cualquier responsabilidad política y afirmar que no convocaría elecciones anticipadas porque eso conduciría al triunfo de la oposición.

Veamos. Los manifestantes californianos aluden con su pancarta a la naturaleza republicana de los Estados Unidos, cuyo origen se encuentra en la rebelión contra una monarquía británica cuya legitimidad no es democrática sino religiosa: concentrando en sus manos una cantidad de poder que el diseño constitucional norteamericano no le otorga pese a tratarse de un régimen presidencialista y por ello proclive al populismo, Donald Trump estaría comportándose como un rey medieval que se comporta como un tirano. Pero conviene recordar que el monarca que así se conducía dejaba de ser un dirigente con la autoridad necesaria para recibir el apoyo de sus súbditos; al consagrar el derecho no escrito a la resistencia contra el tirano, los primeros contractualistas –como Jean Bodin– no hacían más que llevar al papel lo que ya podía suceder en la práctica. O sea: en un régimen premoderno en el que no se celebran elecciones, el tirano puede ser expulsado del poder si una conspiración palaciega –releamos a Shakespeare– o una revuelta popular llegan a buen término. Era entonces cuestión de tiempo que se difundiese la idea según la cual el poder solo es legítimo cuando el pueblo lo consiente, inversión revolucionaria que convierte al súbdito en ciudadano.

¿Y qué sucede cuando el gobierno democráticamente elegido deja de comportarse con arreglo a las normas constitucionales o vulnera las convenciones democráticas, sin dejar de convocar elecciones en tiempo y forma? O lo que es igual: ¿qué pasa con la legitimidad cuando las democracias se encuentran en un estado iliberal en el que no han dejado todavía de ser democracias sin haberse convertido ya en autocracias?

Legal y legítimo

En un artículo publicado tras la segunda comparecencia de Pedro Sánchez en Ferraz, en la que abandonó la tonalidad contrita de su primera aparición pública y se mostró desafiante una vez más, Ricardo Dudda señala que el líder socialista ha escogido “el camino de la tiranía”. En lugar de reconocer su responsabilidad política y dimitir de inmediato, como haría sin duda un dirigente escandinavo, Sánchez decidió huir hacia delante pese a que los hechos que la opinión pública va conociendo arruinan el relato que ha servido para justificar la excepcionalidad sobre la que el socialista ha fundado la legitimidad de sus sucesivos gobiernos. Remata Dudda:

Pedro Sánchez es un presidente ilegítimo. Y no hay nada antidemocrático en esa opinión, a pesar de que cada vez que se repite salen voces oficialistas a gritar: “¡Golpismo! ¡Golpismo!”. Es un presidente ilegítimo porque sabe perfectamente que debe abandonar el poder y no lo hará.

No es el único que ha recurrido a esta categoría. Rafa Latorre escribía en su columna del pasado miércoles que la negativa de Sánchez a convocar elecciones supone la constatación de que “no existe ni una mayoría social ni una mayoría parlamentaria que legitime al Gobierno que preside”; en su cuenta de X, Francisco Longo señalaba que tanto el lenguaje como los actos de Sánchez “erosionan su legitimidad”. Discrepaba por su parte José María Lassalle, quien afirmaba en la cadena SER que “resistir en el Gobierno por resistir es legítimo, porque convocar elecciones sería perderlas”; él mismo añadía, no obstante, que lo apropiado para Sánchez es presentar una cuestión de confianza ante quienes le apoyaron hace dos años.

Las apelaciones a la legitimidad en nuestro debate público, por lo tanto, se han hecho frecuentes. Cabe recordar que cuando Sánchez presentó su moción de censura contra el gobierno de Mariano Rajoy, una coalición negativa organizada junto con las fuerzas políticas destituyentes, sus fieles insistían en la legitimidad que posee por definición la investidura de un líder político en la democracia parlamentaria cuando recaba suficientes apoyos; poco importaba que el PSOE apenas tuviera 84 diputados o que se apoyase para ganarla en partidos que acababan de atentar contra el orden constitucional en el marco del procés separatista. ¡Quizá por eso insistían tanto! Y aun luego se ha discutido si es legítimo desarrollar políticas de envergadura constitucional después de haber mentido al electorado sobre ellas durante la campaña electoral.

Nos las vemos así con un asunto espinoso: ¿qué otorga legitimidad a un gobernante? ¿Bajo qué condiciones puede decirse que la ha perdido? ¿Acaso es posible que un gobierno legal que ha sido democráticamente elegido se convierta en gobierno ilegítimo por efecto de su desempeño? ¿Nos sirve de algo esta categoría, más allá de servir como Kampfwort o palabra de combate en la lucha política? ¿Debemos preocuparnos, en fin, por la legitimidad?

Es un tema clásico de la ciencia política, ya que las teorías contractualistas desde Bodino en adelante no tienen otro tema que la legitimidad y sus condiciones de posibilidad. Las concepciones premodernas de la legitimidad tienen poco que ver, al menos en apariencia, con las que manejamos desde el siglo XVII: el soberano derivaba su legitimidad de Dios o del orden cósmico o natural de las cosas y todos los miembros de la comunidad política –antes del pluralismo liberal– debían participar de una misma religión; el nostálgico Rousseau todavía intentará fundar el orden democrático sobre una religión cívica. De ahí que las guerras de religión fracturasen a las sociedades europeas después de la Reforma protestante; el católico solo consideraba legítimo al monarca protestante y viceversa. No hace falta ser muy listo para comprobar que esa polaridad reaparece hoy bajo los ropajes de la polarización: la izquierda puede considerar ilegítimo al gobernante de la derecha y al revés.

Después de la Paz de Westfalia, se instituyó una cierta libertad religiosa y el orden civil se desvinculó paulatinamente del religioso, lo que supuso la renovación el contractualismo liberal y se materializó en instituciones destinadas a dar salida a la pluralidad de valores propia de las sociedades abiertas: del parlamento a la prensa libre, pasando por los órganos contramayoritarios y los derechos del ciudadano. Eso no quiere decir que la legitimación religiosa haya desaparecido: subsisten los regímenes teocráticos y aún quedan dictaduras de corte ideológico; la legitimidad ad intra de los líderes partidistas contiene innumerables elementos cuasirreligiosos. ¿Y qué eran los totalitarismos de entreguerras sino religiones políticas empeñadas en la homogeneización de la sociedad?

Aunque la legitimidad es una categoría fundamental de la teoría política, debemos a un ilustre sociólogo –Max Weber– la más influyente de sus aproximaciones. Weber se ocupa de estudiar la dominación a lo largo de la historia y plantea una incómoda paradoja: es un hecho constatable que las sociedades humanas han otorgado legitimidad a líderes y regímenes de muy distinta clase, que solo tienen entre sí en común el hecho de su aceptación colectiva. Según leemos en Economía y sociedad, legendaria compilación de escritos weberianos, la “creencia en la legitimidad” de quien manda es el factor decisivo de la obediencia en cualquier comunidad política. O sea que legítimo es aquello que consideramos legítimo porque así ha sido en la práctica desde el principio de los tiempos. A estos efectos, nada diferencia al chamán del presidente democrático: ambos mandan porque creemos que sus mandatos son legítimos.

Es verdad que Weber habla de “dominación”, pero no lo hace en el sentido fuerte de la posterior Escuela de Fráncfort; para el sociólogo alemán dominación solo es “probabilidad de encontrar obediencia dentro de un grupo determinado para mandatos específicos (o para toda clase de mandatos)”. Y como no todas las dominaciones son iguales, porque mucho es lo que diferencia al chamán del presidente democrático, conviene distinguirlas en función de sus pretensiones de legitimidad. Por este camino, tenga paciencia el lector, llegaremos enseguida a la democracia liberal y a líderes como Sánchez o Trump. Porque Weber constata que el poder de mando se ha venido justificando por medio de tres tipos de legitimidad, que aparecen entremezclados en la realidad empírica: legal-racional, tradicional, carismática.

Tres legitimidades

Por legitimidad tradicional hay que entender la creencia en la santidad de los usos y costumbres en vigor, así como en los atributos de aquel que está llamado a ejercer el dominio en virtud de la costumbre; se obedece a la persona antes que a las normas; se aceptan las decisiones del gobernante por el peso de la tradición y por el valor que se otorga a su arbitrio. Resultan de aquí formas de dominación tales como el patrimonialismo, el feudalismo o el sultanismo.

Contrasta la legitimidad tradicional con aquella otra que entra en juego con la modernidad: esa legitimidad racional que se basa en la creencia en la validez de las reglas y normas establecidas racionalmente de acuerdo con criterios impersonales y formales. Nadie da órdenes en nombre de su autoridad personal, sino que se apela a la norma impersonal; la autoridad del dirigente proviene del cargo y no de su persona. Es el caso de la burocracia, pero también de la democracia liberal en su conjunto, ya que la creencia subyacente a esta es la validez del “imperio de la ley”. La democracia liberal es un “gobierno de leyes, no de personas”, de acuerdo con la fórmula de John Adams; al menos, eso nos gusta pensar. Pero no han de confundirse la legalidad (normas) con la legitimidad (creencias socialmente compartidas); las segundas no pueden existir sin la primera.

Atención: en un régimen de dominación racional, el cargo electo que no es funcionario “obedece al orden impersonal por el que orienta sus disposiciones”, lo que quiere decir que los ciudadanos no obedecen a la persona del soberano, sino a las ordenaciones impersonales del sistema. De ahí que no estemos obligados a cumplir cualquier mandato, sino solo aquellos que el soberano está autorizado a emitir dentro de la “competencia limitada, racional y objetiva” que le otorgan las normas. Pero Weber no aclara qué pasa cuando el mandatario de turno –un Trump, un Sánchez– retuerce las leyes en su beneficio, deformando la racionalidad del sistema: en casos de este jaez, el orden impersonal se personaliza de hecho y la dominación racional habría de perder su legitimidad. En otras palabras, la creencia popular en la legitimidad del mandatario habría de verse sacudida a la luz de la evidencia; si eso no sucede y una mayoría de ciudadanos persiste en su creencia, caben dos posibilidades: que el ciudadano no comprenda bien lo que está sucediendo o que otro tipo de legitimidad –la carismática– haya contaminado el principio de la dominación legal-racional.

¡Por allí resopla! La dominación carismática se basa en la creencia por parte de los dominados en las facultades sobrenaturales o mágicas, heroicas o intelectuales, retóricas o de revelación, atribuidas al jefe o caudillo. Explica Weber: “En el caso de la autoridad carismática se obedece al caudillo carismáticamente calificado por razones de confianza personal en la revelación, heroicidad o ejemplaridad, dentro del ámbito en que la fe en su carisma tiene validez”. El concepto de carisma proviene de la terminología paleocristiana y no está de más recordar que Hobbes habla en su Leviatán de un poder capaz de mantener a los seres humanos in awe –o sea impresionados, subyugados, intimidados– y que el mismísimo Carl Schmitt propondrá a la Iglesia católica como modelo de una representación política de potente contenido emocional y base de un liderazgo político en el que sea reconocible “el pathos de la autenticidad”.

Entre los tipos puros del liderazgo carismático, Weber menciona al profeta y al guerrero, pero también al gran demagogo; Napoleón sería el perfecto ejemplo del dominador carismático plebiscitario. No en vano, el fundamento del carisma es emocional y no racional, pues se basa en una confianza que con frecuencia es ciega y fanática; a los dominados por el carisma ajeno Weber los llama “adeptos”, como si fueran miembros de una secta. Pero la validez del liderazgo carismático depende  del reconocimiento por parte de los dominados; un reconocimiento que se mantendrá vivo si el mandatario corrobora con sus actos las cualidades de su carisma. A diferencia de los otros dos tipos de dominación, la carismática tiene carácter extracotidiano y no se sujeta a reglas discursivamente analizables; su hábitat es la excepcionalidad revolucionaria. Otra cosa es que, andando el tiempo, el carisma se rutinice por medio del establecimiento de mecanismos de sucesión que aseguren la pervivencia de la comunidad. Es interesante que Weber descarte la motivación económica del líder carismático: este no desea enriquecerse, sino acaparar el poder y hacerse con los medios que permiten ejercerlo.

Dictadores electorales

Dicho esto, ¿quién se atrevería a afirmar que la legitimidad carismática no juega un papel determinante en las democracias de masas? En este mismo blog ya se trajo a colación que el propio Weber concluyó que el sufragio universal había transformado la competencia partidista, ya que los seguidores del partido esperan la victoria del líder carismático: el efecto demagógico de la persona del líder ha de ganar votos y escaños para que el partido llegue al poder y se amplíen las posibilidades de que su aparato encuentre la retribución esperada. ¿Les suena? Hay más: Weber interpreta la victoria de Gladstone en Inglaterra como la entrada en la política de un elemento plebiscitario-cesarista: el “dictador del campo de batalla electoral”. Este dictador electoral –entendido como alguien que concentra el poder en su persona– arrastra a las masas y se sitúa por encima del Parlamento; los diputados son “prebendados políticos” que forman parte del aparato partidista. Destaca asimismo el discurso demagógico como criterio clave para la selección de líderes: de un discurso que se dirigía a la inteligencia, señala, pasamos a uno que utiliza medios emocionales con el fin de seducir a las masas. 

Hay mucho de eso. Porque el carisma es esencial en las elecciones y hay líderes electos de corte cesarista que acentúan su papel crucial en la toma de decisiones; estas últimas se justifican a menudo por la excepcionalidad de la situación –Trump dice que América está en crisis y Sánchez que viene la ultraderecha– o son ellas mismas –de los aranceles a la amnistía– de tipo excepcional. La diferencia es que el líder carismático en un régimen liberal suele revestir sus decisiones con un lenguaje democrático, encubriendo su auténtica fundamentación; aunque esta última puede ser a veces genuinamente ideológica: todo indica que Trump cree de verdad en los aranceles. Por lo general, los rituales democráticos se mantienen intactos –pues se celebran elecciones– y parecen respetarse los procedimientos impersonales que definen la legitimidad legal-racional; asunto bien distinto es que se amañen los contratos, se incurra en constante fraude de ley o se capture el Tribunal Constitucional. En este caso, la democracia liberal está siendo vaciada por dentro; sea de ello consciente el electorado o no.

Para verificar si los líderes de corte populista o cesarista ejercen en la práctica una dominación carismática de carácter singular –pues su mandato se inserta en un orden político basado en la legitimidad racional de carácter impersonal– no basta con fijarse en lo que dicen y hacen, sino que hemos de fijarnos en la respuesta de los gobernados. Si estos mantienen su apoyo al líder que se desvía de los principios constitucionales o transgrede los límites a los que su mandato está constreñido, lo que en el caso español alcanza incluso a la elemental exigencia de honestidad en el manejo del dinero público por parte de un gobierno, es posible que la legitimidad carismática tenga mucho que ver en ello. Al fin y al cabo, se profesa fe en el dictador de masas que ha ganado la batalla electoral. Y no hay mayor potencia carismática que la capacidad para llevar el partido al poder: los adeptos no necesitan de más razones para sostener con su apoyo al líder, considerado legítimo en atención a sus cualidades especiales; sus decisiones no serán por ello objeto de cuestionamiento, salvo que puedan afectar directamente al bolsillo de los votantes. Pero ni siquiera aquel PSOE de Zapatero que promulgó el famoso “decretazo” desapareció del mapa: aunque perdió el poder, conservó millones de votos.

En cualquier caso, hay pensadores posteriores a Weber que se han ocupado de la legitimidad de la democracia acentuando la dimensión prescriptiva del concepto. En particular, Habermas ha señalado que si bien la democracia solo puede basarse en el consentimiento de los gobernados, de ahí no cabe deducir que lo único que en ella cuente sean las preferencias populares. Si decimos que una democracia se legitima exclusivamente a través del respeto a los procedimientos legales, nada impediría la dictadura de las mayorías. No es casualidad que los líderes populistas y cesaristas invoquen la victoria electoral como fuente de toda legitimidad, a la manera de un salvoconducto para la toma de decisiones «soberana» emancipada de cualquier límite o control externo.

Por el contrario, dos principios de legitimación de carácter co-original –ninguno de ellos es viable sin el otro– concurren en la democracia liberal, según nos recuerda Habermas: el principio democrático de la soberanía popular y el principio constitucional del imperio de la ley. Ambos deben ser respetados por igual; quien no lo haga habría de perder su legitimidad a ojos de los ciudadanos. Adviértase que el filósofo alemán prescribe en vez de describir: nos dice lo que sería lógico que sucediera si de verdad compartimos una misma creencia acerca de la legitimación de la democracia, pero no está en su mano –ni en la de nadie– asegurar que eso sucederá cuando un Trump o un Sánchez se hacen con el poder.

O nosotros o el caos

¿Es Pedro Sánchez, a día de hoy, un presidente legítimo? Su legitimidad de origen inicial es cuestionable desde el punto de vista de las convenciones democráticas: encabezó una coalición negativa contra Rajoy en la que aglutinaba a fuerzas destituyentes y se mantuvo en el poder durante un año pese a contar con apenas 84 diputados. Posteriormente, Sánchez mejoró sus resultados, quedándose siempre lejos de la mayoría absoluta y optando por montar dos coaliciones en minoría; la última legislatura viene precedida de su derrota ante el PP de Feijóo y solo una amnistía a todas luces improcedente hizo posible a su investidura. El resultado es un mandato en el que Sánchez se ha mostrado incapaz de gobernar, ya que carece de apoyo parlamentario estable; ni siquiera ha presentado unos Presupuestos, a pesar de que la Constitución fija inequívocamente el deber de hacerlo. Ha llegado a decir que su gobierno seguirá adelante “incluso sin el concurso del poder legislativo”, declaración incompatible con la esencia de una democracia parlamentaria.

Por si su desempeño iliberal fuera poco, las revelaciones sobre la corrupción dentro de su partido han restado toda verosimilitud al discurso instrumental con que Sánchez justificó la moción de censura que lo catapultó a la Moncloa. Tal como señala Dudda, el líder socialista sabe que los usos democráticos reclaman su dimisión y la convocatoria de unas elecciones sin su concurso; si no lo sabe, debería saberlo. Pero se aferra al poder echando mano de un argumento radicalmente antidemocrático: facilitar la alternancia es irresponsable, ha dicho, porque la oposición no debe gobernar. Se ha señalado con razón que el argumento es incongruente: sabedor de que la mayoría social es otra, el político madrileño se niega a convocar elecciones… diciendo que representa a millones de personas que son favorables al gobierno. Asoma por ahí el carácter excepcional del liderazgo carismático; la supervivencia de la democracia depende de Sánchez y muchos de sus votantes han llegado a creérselo.

Desde el punto de vista procedimental, Sánchez sigue siendo un presidente legítimo. Pero si introducimos en la ecuación la materialidad constitucional, o sea el respeto a los principios de legitimación identificados por Habermas, la cosa está menos clara. Sánchez no respeta los valores constitucionales –el partido coloniza el Estado y las decisiones del Gobierno se subordinan a la conveniencia personal del líder del partido– y no hay mejor prueba de ello que la amnistía que hace posible el arranque de la legislatura. Ni siquiera una cuestión de confianza cambiaría las cosas: la coalición formada por PSOE y Sumar no coopera con sus socios, sino que se deja chantajear por estos y lo hace encaminando al sistema en su conjunto en una dirección –una confederalidad contraria a los principios constitucionales– para la que no tiene mandato electoral y que además carece del apoyo social exigible a un cambio sistémico de esa envergadura. Solo si identificamos de manera estrecha legitimidad democrática y legalidad procedimental, pues, conservaría Sánchez su legitimidad de ejercicio. Dudo, sin embargo, que Habermas estuviera de acuerdo. No Kings!


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