Foto: Javier Narváez. Flavio González Mello en la Academia Mexicana de la Lengua / Cortesía de la AML

La solemnidad cómica

En su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, Flavio González Mello sorprendió a los asistentes con un discurso en forma de monólogo cómico. Roger Bartra, en la respuesta que aquí publicamos, se pregunta por el significado de este gesto vivaz en medio de un acto protocolario y también sobre el lugar que ocupa la risa en la experiencia humana.
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De forma insólita y creativa, el dramaturgo Flavio González Mello decidió que su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua fuese un monólogo cómico donde un payaso pronuncia un discurso al ser nombrado doctor honoris causa por la Universidad. El propio Flavio se colocó una nariz roja de payaso y sacó una serie de objetos, como una pistola y un cráneo, para representar él mismo la comedia que escribió y que se titula El payaso erudito. Flavio me pidió que yo diera el discurso de respuesta que debe pronunciar algún miembro de la AML como forma de bienvenida. Ello ocurrió el 19 de junio de 2025 en la sede de la Academia. Seguramente la comedia de Flavio se representará en algún teatro. Mi respuesta es la que transcribo a continuación.

Quiero iniciar comentando que estamos dándole la bienvenida a nuestra Academia a dos personajes. En primer lugar, al extraordinario dramaturgo que es Flavio González Mello, autor de muy notables obras de teatro. En segundo lugar, ha llegado Poquelín, el payaso erudito que ha dado una conferencia magistral sobre el arte de la comedia. Flavio González Mello está entrando a la Academia como miembro de número no solo por el mérito de haber escrito obras de gran calado como 1822, el año que fuimos imperioLascuráin o la brevedad del poderEdip en Colofón e IA inteligencia actoral, para citar solo algunas. Es además un excelente guionista y un muy buen director de televisión, cine y teatro. Flavio está destinado sin remedio a la silla XXXII, pues ha quedado atrapado en una solemne obra de tipo trágico cuyo final (que en este caso es feliz) ya está escrito. Si se tratase de una comedia tendría la posibilidad de escapar gracias a una garrafal metida de pata, como él lo ha dicho. Pero ha podido aliviar su destino solemne con una obra cómica, un monólogo, como la que representó el otro personaje que ha llegado, el payaso Poquelín, que es la reencarnación de un gran escritor de comedias francés del siglo XVII, Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière.

A nadie se le escapa la situación paradójica en la que nos encontramos, donde en medio de la más solemne ceremonia de ingreso a nuestra Academia, aparece la figura de un payaso que se ríe del doctorado honoris causa que le ha otorgado la Universidad. Esta situación insólita nos lleva a reflexionar sobre la condición de los académicos, los universitarios y los profesores que vivimos en un medio en el que la solemnidad extiende su manto y donde nos encontramos con numerosas ceremonias realizadas con gran pompa y gravedad para celebrar toda clase de honores, promociones, titulaciones y nombramientos con que los académicos suelen marcar el paso por las pautas tradicionales de deberes, compromisos, conmemoraciones y obligaciones. Podemos comprender que la rigidez y seriedad de las ceremonias académicas está impuesta por la ejecución de rituales que incluyen el señalamiento de formas de hablar y de vestir. Como soy antropólogo, no se me escapa que se trata de ritos guiados por reglas para rendir culto a valores que se juzgan superiores. Los antropólogos no solamente consideramos como rituales las prácticas propias del culto religioso, sino también aquellas actividades muy formales y serias que no tienen propósitos utilitarios definidos, pero que parecen adoptar un carácter casi sagrado.

Muchas veces los ritos académicos tienen algo de sacrificio, son una cierta práctica de abnegación y martirio, generalmente simbólica, pero que también pueden implicar un arduo esfuerzo. En ello son similares a los rituales religiosos, aunque tienen un carácter laico. Son también una expresión de la pertenencia a una comunidad o una tribu, definida entre otras cosas por sus mitos. Desde luego, a estos rituales los caracteriza la solemnidad con que se ejecutan. En este punto dramático y con visos trágicos interviene la comedia para ayudarnos a descubrir que la solemnidad del drama oculta muchas veces una situación cómica que nos alivia y nos ayuda a entender las complejidades y contradicciones de la trama pomposa que cubre muchas actividades, no solo las académicas, las intelectuales y las artísticas, sino también las políticas y jurídicas, en parlamentos, palacios, cortes y tribunales. Podemos comprender la pertinencia de introducir un payaso en una sesión solemne de nuestra Academia, y que nos explica la poética de la risa, es decir, la tragedia de ser cómico. El payaso erudito nos hace comprender que la risa es algo muy serio. En la conferencia cómico-erudita hemos visto una secuencia de personajes insólitos, como el bufón ignorante de Sócrates que aparece en una comedia de Platón, el haragán de Hamlet que se pasa toda una obra diciendo que va a vengar al asesino de su padre, pero no mueve un dedo para ello. Se agregan Edipo, un arquetipo cómico acuñado por un famoso bufón vienés; el payaso andante toscano, Dante, que va contando chistes sobre un personaje que desde el principio de la obra se ha extraviado y que viaja en compañía de su patiño, Virgilio, por los barrios del infierno. No nos sorprende que aparezcan los dos payasos presuntuosos que esperan a Godot. No los menciona Poquelín, pero la lista podría alargarse mucho si agregásemos a esos políticos hinchados cuyos discursos solemnes son con frecuencia payasadas como para matarnos de la risa.

Hubo un filósofo francés muy solemne y que se tomó muy en serio la risa. Estoy seguro de que el payaso Poquelín lo conoce, aunque no lo citó en su discurso. Me refiero a Henri Bergson, famoso Premio Nobel, quien además de reflexionar sobre el libre albedrío, la memoria y la evolución, tuvo la ocurrencia de escribir un librito, que publicó en 1900, sobre la risa, donde explica cómo esta hace posible la convivencia entre los humanos. Sostiene que aparece como ridícula toda imagen que sugiere que vivimos en una mascarada social. Afirma que “el lado ceremonioso de la vida social encerrará siempre un cómico latente que no espera más que una ocasión para manifestarse a plena luz”. A Bergson todos los ceremoniales le sugieren que hay un mecanismo que se superpone a la vida: cuando olvidamos el grave objeto de una solemnidad o de una ceremonia, vemos a los que toman parte en ella como fantoches. Lo cómico se deriva de que el cuerpo vivo adquiere la rigidez de una máquina. Para que una ceremonia resulte cómica, cree Bergson, solo se necesita que nos fijemos en su forma ritual sin pensar en el motivo. Como las ceremonias son al cuerpo social lo que el traje al cuerpo de un individuo, pierden su gravedad y solemnidad cuando nuestra imaginación olvida su propósito. “Nadie ignora –escribe Bergson– cuánto se prestan al humor cómico todos los actos sociales de una forma definida, desde una simple distribución de premios hasta una sesión de tribunal. Cuántas más sean las formas y las fórmulas, tanto más tendremos ya hechos para encajar allí lo cómico.”

De este modo lo cómico surge cuando la rigidez de la máquina ceremonial se ve interrumpida con algún movimiento del cuerpo vivo o una manifestación de sus necesidades. Bergson condensa la idea en la siguiente fórmula: “Es cómico todo incidente que atrae nuestra atención sobre la parte física de una persona cuando nos ocupamos de su aspecto moral.” Así, según Poquelín, Nietzsche fue un bigotón cuya obra sobre el origen de la comedia se perdió. Nos reímos, dice Bergson, cuando un personaje interrumpe su perorata para quejarse de que le aprieta el calzado o le viene estrecho el vestido. Es cómico ver a una persona a la que le estorba su cuerpo y parece buscar un lugar donde tirarlo. Por ello, continúa Bergson, los poetas trágicos evitan toda referencia al cuerpo de los héroes, que siempre declaman de pie. Si se sientan, el cuerpo se adelanta al alma y la forma predomina sobre el fondo. Dice Bergson: “El cuidado constante de la forma, la explicación maquinal de las reglas, crean una especie de automatismo profesional comparable al que imponen al alma las costumbres del cuerpo, tan ridículas como ese cuidado de la forma.” Por ello cita a Molière. El doctor Diafoirus en El enfermo imaginario afirma que “no estamos obligados a tratar a las gentes más que con arreglo a las formas”. Y en otra de las comedias de Molière, El amor médico, el doctor Bahys exclama: “Más vale morir según las formas, que salvarse con menoscabo de ellas.” En la formalidad se agazapa lo cómico.

Para comprenderlo, basta dar un vistazo, sin el menor ánimo crítico, a las formalidades que establecen los estatutos de nuestra Academia. En las llamadas sesiones solemnes, como esta en la que recibimos a Flavio y a su payaso, los estatutos establecen que “los académicos vestirán traje oscuro y portarán la venera y el distintivo de la corporación”. El traje oscuro, aunque nos recuerda un funeral, señala que la ocasión es solemne y que no es conveniente recibir con colores llamativos alegres al nuevo académico. Además, hay que llevar la venera. Y aquí me imagino a Poquelín buscando la palabra en el diccionario de la Real Academia Española y señalando que la extraña palabra viene del latín y hace alusión a Venus, la diosa romana del amor, algo que parece desconcertante. Más cómico resulta ver que la palabra se refiere a una concha de molusco, acaso la que dio nacimiento a Venus, como se puede ver en el gran cuadro de Botticelli. Pero lo más importante es que esa concha que llevamos colgada del cuello es un distintivo que traen “los caballeros de cada uno de los órdenes”. En el mismo diccionario Poquelín ha encontrado que la dicha “orden de los caballeros” es una “dignidad que, en el acto de investidura de caballero, se concedía a los varones nobles que prometían vivir virtuosamente y defender con las armas la religión, al rey, a la patria y a los agraviados y necesitados”. Vaya, resulta que es una señal de prepotencia varonil fanática, belicosa, patriótica pero misericordiosa. Nuestra Academia no nos pide tanto, ni su uso tiene las connotaciones machistas y clasistas de la definición académica. Solo señala que debemos limpiar, fijar y dar esplendor (se asume que a las palabras, no a las personas que nos rodean). Como lo ha señalado Bergson, estas formalidades llevan implicaciones cómicas. Ya no sabemos qué es lo que llevamos colgando, si es un alarde de antigua caballerosidad machista, una señal erótica relacionada con temas venéreos, el anuncio de un lavadero o un llamado a atar palabras para que no se escapen y obligarlas a brillar o a chillar.

Hasta aquí la intervención de Poquelín. Ahora vamos a cosas serias. Recordemos que el cómico es un carácter melancólico. Es bien sabido que, desde que nacieron, los bufones, arlequines y payasos han estado sumidos en la tristeza. Esto no podía faltar en la comedia del payaso erudito, que debe acordarse de tomar su dosis de fluoxetina, medicamento con el que se trata la depresión. El payaso es un personaje de la comedia de caracteres, la cual se encuentra en las antípodas de la tragedia empapada de solemnidad. Quiero al respecto convocar a un personaje trágico que exaltó el valor de la comedida de caracteres. Me refiero al filósofo Walter Benjamin, que acabó suicidándose cuando se encontró atrapado en los Pirineos entre el nazismo que avanzaba en Francia y el franquismo que había derrotado a la democracia en España. Benjamin escribió en 1919 un notable ensayo sobre la oposición entre destino y carácter, es decir, entre tragedia y comedia. En su interpretación, no hay acción trágica que no proyecte una sombra cómica. No cree que si conocemos los detalles de un carácter ello nos permite conocer su destino. El destino encarna en la tragedia y el carácter se ubica en la comedia, donde se representa con rasgos sencillos, sin complicaciones psicológicas. Benjamin dice que el héroe de la comedia está lejos del laberinto de culpas que atrapa al héroe trágico. El propio Benjamin osciló entre el caos que circunda a los caracteres melancólicos y el orden impuesto por el destino trágico. El destino implica una inmensa complicación en la persona atenazada por la culpabilidad, considera Benjamin. En el carácter la complicación se convierte en simplicidad y el fatum en libertad, pues “el carácter del personaje cómico no es el espantajo que agitan los deterministas, es la antorcha cuyos rayos vuelven visible la libertad de sus actos”.

Esta llama de la libertad ilumina toda la obra de Flavio, que explora las múltiples dimensiones en las que el destino amenaza e intenta atrapar al libre albedrío. Este destino peligroso puede ser el mal paso al que se refiere en su comedia, que lleva al suplicio de convertir al personaje en motivo de escarnio por un chiste fallido. El peligro trágico amenaza al payaso, que ha metido una bala en el revólver que tiene en la mano y con el que pretende suicidarse. Pero el revólver solo hace clic. No cae el destino sobre él y tampoco cae el último chiste.

Quiero terminar con toda solemnidad diciendo que don Flavio González Mello es muy bienvenido a la Academia y que sus miembros celebramos con gran seriedad la llegada de un comediante. No sabemos si aquí le espera un destino oculto a nuestras miradas que pondrá a prueba su oficio. Yo creo que, si eso ocurre, saldrá bien librado del reto. ~


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