Guillermo Arriaga
Salvar el fuego
Ciudad de México, Alfaguara, 2020, 664 pp.
Quiero hacer un breve ejercicio comparatista entre Salvar el fuego, de Guillermo Arriaga, y dos novelas que la preceden y con las que a mi juicio dialoga (independientemente de las intenciones del autor): Libertad (2010), de Jonathan Franzen, y La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes. Los aspectos que me interesa destacar son, por una parte, los niveles narrativos; el punto de vista. Y, por otra, las relaciones y tensiones entre la trama novelesca y las realidades cognitiva y social: algo que José Revueltas llamó realismo dialéctico y a lo que Fuentes parece referirse (en entrevista con Emmanuel Carballo) cuando describe su propia estética como un “realismo simbólico”.
Aunque las voces narrativas y la frecuencia temporal de los relatos difieren, subrayo algunas coincidencias entre Salvar el fuego y la novela de Franzen. Ambas inician con una prolepsis (muy breve la de Arriaga, extensa la del estadounidense) que ofrece un atisbo al desenlace de la historia. En ambas, sendas voces femeninas (Marina, que narra en primera persona, y Patty, que habla de sí misma en tercera persona encarnada a través de un diario terapéutico) intentan dilucidar las tensiones entre su vida doméstica (una vida económicamente estable, regida por éticas y estéticas burguesas), la insatisfacción que genera en ellas esa comodidad mortificante y su intoxicante búsqueda de una felicidad alterna.
Ambas novelas ofrecen, también, una contraparte masculina (más polarizada y dual en Arriaga; más integrada a un elenco en el caso de Franzen) que cataliza el arquetipo junguiano de la sombra en cada historia: la figura de un outcast, un rebelde tardío quebrantado por la realidad. En Salvar el fuego, esta figura es José Cuauhtémoc Huiztlic, un mestizo rubio, asesino y presidiario de extraña belleza. En Libertad, el portador de esa pulsión es Richard Katz, un mujeriego medio yonqui y rimbaudiano que ha pasado la vida dando tumbos entre la genialidad musical y el ostracismo o el olvido.
(Aquí me interesa recalcar lo idiosincrásica que resulta la alteridad en ambos relatos: el antihéroe providencial anglosajón es una estrella de rock; en cambio, el personaje mexicano de tesitura paralela que habita Salvar el fuego es un forajido y escritor más o menos accidental que está cumpliendo una condena de cincuenta años de prisión.)
Por último, en Libertad hay un pasaje muy franco acerca del aspecto conceptual con el que Franzen ha insuflado su novela: luego de un encuentro erótico crucial con Richard, Patty Berglund se sienta frente a un estanque a leer Guerra y paz de Tolstói. Aunque Salvar el fuego no es así de declarativa en su mimesis, todo su entorno (desde el epígrafe de Cocteau con el que abre el relato hasta las entrevistas concedidas por Arriaga tras la aparición de su obra, pasando por el tópico carcelario, el onirismo opresivo y fulminante de los fragmentos pretendidamente escritos por los reos, la excavación en la memoria en busca de un crimen fundacional mediante los personajes de Ceferino y Francisco y, en fin, la exploración del dolor físico y mental como proceso de purificación) es una representación posmoderna del pathos de Dostoievski.
(Una representación formidable en el contexto de la novela mexicana de principios del siglo XXI, si se me permite el entusiasmo.)
Si esto fuera un paper, quizá podría sumar al ejercicio comparatista anterior otros aspectos teóricos, como la relevancia cognitiva de los puntos de vista femeninos en la novela del siglo XIX, la relación de este tipo de enfoque con el dinero y la movilidad social a través del matrimonio, y la impronta de esa matriz formal (explorada por Jane Austen, Stendhal, Flaubert y Tolstói, entre otros) en las novelas de Franzen y Arriaga. También podría demorarme en el modo en que Salvar el fuego retoma el espacio carcelario como contenedor –y oxímoron– de la novela de aventuras. Puesto que mi espacio es breve, me conformaré con enunciar apenas lo anterior. Dejo también para otro momento la reflexión en torno a los pasajes escritos en tipografía distinta que se han incorporado a la novela: una compilación de escritura producida por los reos ficticios de Arriaga, y que añaden una textura fresca a la atmósfera del relato. Estos supuestos ejercicios de taller literario (breves homenajes a la literatura de presidio, escritos con sensible libertad) merecerían una reseña aparte.
En alguna página (quizás en la misma entrevista con Carballo a la que hice referencia antes, y que aparece en Protagonistas de la literatura mexicana), Carlos Fuentes declaró que la estructura tripartita de La muerte de Artemio Cruz (monólogos interiores narrados alternativamente por las tres personas gramaticales del singular y en tiempos presente, futuro y pretéritos) quería ser una lectura simbólica de los tres libros de la Divina comedia. En el caso de Arriaga, el uso de las mismas tres personas gramaticales –un “yo” para Marina; un “tú” para narrar, desde una voz lateral pero muy bien integrada, los orígenes familiares y emocionales de JC; y una tercera persona móvil, con distintos niveles de encarnación, aunque bastante enfocada en José Cuauhtémoc, para presentar el resto de la historia– tiene una función menos simbólica, más pragmática: hacer volar coralmente el relato sin descuidar ni la interioridad de los personajes ni los distintos niveles de oralidad. La voz de Marina contrasta sabrosamente en ritmos y vocablos con el angloñol del Máquinas o la jerga carcelaria –y creo que este es un aspecto clave para la buena recepción que ha tenido la novela entre distintos tipos de lectores, a pesar de su extensión y complejidad formal–. Por añadidura, la alternancia de voces permite al autor articular hacia el final de su relato un muy afortunado pasaje sinfónico.
Sin embargo, la historia de Ceferino –narrada en segunda persona del singular: la voz menos común del repertorio empleado en esta ocasión por Arriaga– sí que tiene una carga simbólica y dialoga, a mi juicio, no solo con la obra de Fuentes, sino también con la de Rulfo. (Dejo esta idea prendida aquí con alfileres para no incurrir en spoilers, pero quien haya leído la novela sabrá a qué me refiero.)
Ceferino es el único personaje importante de Salvar el fuego que no se desenvuelve en el plano sincrónico del relato central. Su identidad ficcional está conectada a tesis filosóficas que, durante el siglo xx, pretendieron (desde Samuel Ramos hasta Octavio Paz y el propio Carlos Fuentes) desentrañar la mexicanidad. Sin tomarse muy a pecho el vasconcelismo inherente a la cuestión, y no sin añadirle una cierta dosis de parodia oscura, Guillermo Arriaga retoma, a través de Ceferino, la obsesión nacional con el tema de la raza, el resentimiento y la violencia cotidiana que subyace en ella, y lo actual que resulta semejante discusión, a pesar de que muchos mexicanos (escritores o no) preferirían restarle importancia. En este sentido, la construcción de los niveles narrativos en Salvar el fuego abarca no solamente las posibilidades cognitivas de cada personaje puesto en una situación, sino también un abismo recurrente de la novelística occidental: el relato entrevisto como sinécdoque de una cultura nacional.
Desde un enfoque narratológico (es el que he procurado expresar aquí la mayor parte del tiempo), encuentro un par de pequeños cabos flojos en Salvar el fuego. El primero, bastante menor: me habría gustado que Claudio, esposo de Marina, fuese un personaje menos esquemático (aunque también es cierto que los pocos financistas chilangos que conozco son fanáticos del Real Madrid). El segundo cabo es un poco más relevante: la función del Máquinas como catalizador de amenaza y violencia me resulta un poquito puesta: su voluntad de venganza me parece el aspecto menos preciso y convincente de la trama.
Salvar el fuego no se limita a construir un relato emocionante, técnicamente sólido: pone también en juego metonimias culturales de eso que el siglo xx bautizó como La Gran Novela Nacional, algo que en su momento hicieron autores como Carlos Fuentes o Jonathan Franzen. Cualquier lector puede simpatizar o no con este enfoque estético: para ciertos sectores académicos (pienso en particular en los doctores de origen latinoamericano vinculados a departamentos de estudios culturales de las universidades anglosajonas), la vocación literaria que he descrito puede resultar repelente. Sin embargo, me parece justo anotar que se trata también de una vocación muy demandante, que pone al autor de cara a problemas estéticos, cognitivos y humanos profundos. Problemas que Guillermo Arriaga afrontó en esta ocasión con solvencia admirable y envidiable. ~
(Acapulco, 1971) es poeta y narrador, autor de libros como Canción de tumba (2011), Las azules baladas (vienen del sueño) (2014) y Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino (2017). En 2022 ganó el Premio Internacional de Poesía Ramón López Velarde.