El futuro es un glaciar en llamas

La infancia del mundo

Michel Nieva

Anagrama

Barcelona, 2023, 168 pp.

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Desconfío de la tendencia reciente a la ficción especulativa en la literatura latinoamericana. Saber de tantos libros que suceden en tal lugar de la región en el siglo XXI.5, en el siglo XXIII y en el siglo XXX, escuchar tantas historias sobre nuestro futuro desastroso, la preocupación por la crisis climática, y las formas en que la tecnología y el capitalismo depredador nos “deshumanizan” (no sé, he de confesar, si creo en lo humano), no hace más que obligarme a pensar en cómo el capital tiene esa magia, indicada por Mark Fisher en su libro cliché, de subsumirse dentro de aquello que lo critica. Y es que no es algo que esté pasando por acá solamente: desde hace unos años, el futurismo depresivo es un staple de la literatura anglosajona, al grado de ser una de las apuestas más redituables para un joven escritor, y al ver la lista de los “Mejores narradores latinoamericanos menores de 35 años” publicada hace un par de años por Granta, encontraremos a varios narradores especulativos.

Ahora bien, esto no significa mucho: un buen libro es un buen libro en cualquier género y todos los autores de la lista son susceptibles a ser buenos, malos u horribles: solo el tiempo lo dirá. En fin, uno de los autores de la lista, que acaba de estrenarse en el mainstream literario con una novela de ciencia ficción, es Michel Nieva. El argentino de 35 años tiene ya una carrera establecida en el juego de la ci-fi latinoamericana, con dos novelas de título ingenioso (¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?, 2013; Ascenso y apogeo del imperio argentino, 2018) que combinan el impulso borgiano de crear mundos-otros con una intención tragicómica a medio camino entre Philip K. Dick y Peter Capusotto: lo suyo es satirizar la cultura argentina en su sordidez, en su poco criterio de sí misma, en sus contradicciones, y convertir eso en novelas delirantes que reflejan al Cono Sur en su condición metamoderna: una estética que él ha llamado gauchopunk.

Estilísticamente, podemos reconocer los efectos que han causado en Nieva los videojuegos (en su estética más generalizada), las películas de Terry Gilliam y David Cronenberg, los cómics, me aventuro, tanto de Junji Ito como de Alejandro Jodorowsky, y las lecturas de Alberto Laiseca, Adolfo Bioy Casares o César Aira. Su proyecto claramente se trata de activar sus referencias dentro de una textura propia, que permita, incluso, una dimensión de tratado y de discurso político: busca ensayar la realidad contingente por medio de un palimpsesto de otras voces. En esto se parece, claro, al new weird angloparlante de Jeff VanderMeer (horrores barrocos ligados de forma inextricable a la culpa humana) y China Miéville (la ciencia ficción en su dimensión más claramente política), pero el conjunto tiene algo de caos ordenado. Más que a los autores que cita, refleja, aparenta o critica, Nieva suena a una imaginación en suspenso: el verdadero sentimiento que te da La infancia del mundo (así se llama la novela) es el de interactuar con un niño de diez años, que intenta procesar su realidad a partir de las cosas que conoce. Esto no es ocasional, porque los protagonistas de la novela son, exactamente, infantes: personas que reciben un mundo injusto, violento, horrible, como sus víctimas absolutas.

La novela es protagonizada por niños que son lo de abajo de los de abajo, monstruos proletarios que remiten tanto a Kafka como a los mutantes que habitan la superficie de la Tierra tras la catástrofe nuclear en la serie de videojuegos Fallout: los desechos de la sociedad. Esto lo aprovecha Nieva para hacer sonar la crueldad infantil de los compañeros de instituto, el rechazo en la calle, y mostrarnos las jerarquías sociales de su pampa postapocalíptica. El lenguaje cruel de los niños hace eco con la crueldad de las estructuras, de las geografías y de las claras divisiones sociales, pero también nos transmite sus limitaciones, la cierta inocencia de los tiranos que se compran todo lo que les adoctrinan, por medio de la figura de El Dulce: un bully clásico que es popular por tener una consola Pampatonics donde juega el rol de “Indio” en Indios y Cristianos. Todo esto es comunicado en una prosa atrabancada, la cual, como ya ha indicado bien Jorge Carrión en su crítica, se ancla firmemente en una geografía especulativa, que nos lleva de la mano por un futuro en el que el mundo es una bola en llamas, excepto por Argentina, que se mantiene artificialmente como un paraíso tropical.

Podría decir más cosas sobre la trama de La infancia del mundo, porque su worldbuilding es vasto y por momentos brillante, a pesar de la velocidad narrativa que nos lleva de un lugar a otro sin, muchas veces, darnos tiempo para el reposo de la imaginación. Sin embargo, me quiero detener aquí para pensar en lo que realmente me interesa: el libro, como todo buen libro de ciencia ficción, está lleno de ideas. Su mirada satírica al sistema financiero, que abstrae y relativiza la realidad misma, su puesta en escena de la desigualdad por medio de lo monstruoso y su construcción de una geografía especulativa son divertidas y llegan a ser retadoras, pero ¿esto le alcanza para ser, como dice Gabriela Cabezón Cámara en la contraportada, “la más contemporánea de las contemporaneidades” o, como dice Fernando Bogado, un libro escrito “sin valor, por fuera del valor, más allá del valor”? ¿El libro en verdad alcanza, de alguna manera, a “trascender” su naturaleza de tan repudiada “escritura de género” y convertirse en “una novela de ideas”, en un libro “importante”, en “alta literatura”? Me parece que no, en absoluto, y tampoco tendría por qué.

Como la bolsa de valores, el mundo editorial en Latinoamérica se mueve alrededor de una serie de abstracciones y voluntades de mercado. Si hace diez años lo interesante era escribir lo más pegado a Bolaño posible, un realismo sucio entintado de la exótica violencia subcontinental, ahora, parece, la tendencia se va hacia la especulación, gracias a las preocupaciones climáticas y a nuestra ansiedad constante. También ayuda la prominencia de escritoras como Mónica Ojeda y Mariana Enriquez, que han logrado separar lo grotesco y lo monstruoso en nuestra literatura de las garras del “realismo mágico”, influyendo en una nueva generación de autores. Otro fenómeno importante a considerar es el impulso que generan los programas de escritura creativa al estilo estadounidense, tan fijados en el cultivo de escritores que respondan a las necesidades de un sistema académico y crítico que privilegia lo coyuntural. En el fondo, una novela como La infancia del mundo es producto de este tipo de sistemas, lo sabe, y responde a lo mismo: vista desde el lente crítico de un estudiante del Master of Fine Arts, en ella podemos meter escrituras geológicas, decolonialidad, la condición del otro y demás términos rimbombantes que se convertirán en papers de Elsevier.

Aquí viene el eje de mi desconfianza: al leer un libro así, desde un entramado conceptual y temático dado, construimos una economía de lo “alto” en la literatura; el libro se convierte en un objeto de intercambio en la cadena de valor de “ser culto” y, en lugar de leerlo por ser ingenioso, divertido, sardónico, incluso crítico, lo leemos por ser “importante” mientras otras experiencias literarias similares, quizá mejores, se quedan afuera de la cadena de valor por no tener los materiales estratégicos, los temas clave, que alimentan el ecosistema literario. Y peor: criticar un libro que tiene estos temas clave, que obedece a lo “importante”, se convierte en un síntoma de envidia, desdén o maldad. Entonces, hay que recordar una verdad dolorosa para quienes convertimos leer libros en una personalidad: la literatura no es “importante”. La literatura no va a salvar al mundo, cambiarlo, ni solucionar la injusticia y el cambio climático. La literatura es un medio de expresión que se comparte y, si se tiene suerte, reverbera en los otros; también es, aunque nos duela, un producto sujeto al mercado y, por más que quiera violentar o retar los sistemas, también está imbricada en ellos. Quizás, el virtuosismo abstracto que nos hemos comprado no es más que una forma de no criticar los sistemas de una forma más interesante, si eso es lo que queremos.

Para terminar con esto, quiero compartir mi opinión final sobre el libro de Nieva. Como ya he dicho, es dinámico, intenso, me hizo reír mucho, pero, aun con todo eso, dudo que sea un libro “importante”. A pesar de todo lo que hace, de sus ecos del cambio climático, de su imaginación caótica, de su sátira intensa, el libro encuentra un tope tremendo en su construcción narrativa. Como quiere tratarse de tantas cosas, tocar tantos puntos como sea posible, la historia que nos relata termina siendo algo tan básico que cabe en pocas páginas. En el fondo, La infancia del mundo es una ficción breve, una casa minúscula con una fachada demasiado grande, y el contenido de esa casa no es el material transgresor que quisiera tener. Al final, es una historia de ciencia ficción muy familiar, una rebelión de los desposeídos, una reiteración del potencial revolucionario de la diferencia, un juego dentro de un juego dentro de un juego. Es ficción de género, sencillamente. Es la estética y la voz que se pueden encontrar en un buen cómic, en un paperback amarillento, en un videojuego de rol de Obsidian. Y además, considerando la establecida y amplia tradición fantástica en Argentina, no es ninguna rueda reinventada. Si hubiera salido en Plaza & Janés o en Minotauro, en lugar de Anagrama, no habría tanto clamor crítico alrededor de él, aunque probablemente ganaría más dinero. ~

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(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.


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