Terrorismo de ficción

Del caso de los titiriteros detenidos en Madrid han salido pocas cosas buenas: la tentación de prohibir lo que nos molesta parece cada vez mayor.
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Como ha reconocido la alcaldesa Manuela Carmena, la contratación de Títeres desde abajo para los festejos del carnaval en Madrid fue un error. El espectáculo La bruja y don Cristóbal no era adecuado para el público ante el que se representó. No es la primera vez, y parece que tampoco será la última, que Carmena tiene que salir a corregir los excesos de sus jóvenes aliados. El episodio ha mostrado la falta de competencia de algunos miembros de su equipo y ha apuntado tensiones en las formaciones que integran Ahora Madrid.

En vez de buscar una cierta neutralidad, que debería ser compatible con la atención a problemas concretos de los ciudadanos, parece que hay una aspiración a tomar los símbolos y sustituirlos por otros. La operación retórica se puede oponer a las tradiciones católicas, pero está totalmente alejada del laicismo. Son intentos de privatización del espacio público.

Esta actitud, que lleva a la guerra cultural, puede ser rentable políticamente y sin duda lo es mediáticamente, pero tiene también sus contraindicaciones. Una es el peligro de avalar la contratación de personas cercanas cuya capacidad resulta dudosa. Otra es caer en una paradoja que recuerda a las contradicciones de la vieja política, con autodesignados liberales que convertían medios públicos en instrumentos de propaganda: grupos anarquistas pidiendo subvenciones, compañías antisistema buscando contratos de ayuntamientos. Y otra es que revela una gran distancia entre algunos miembros y corrientes de esta formación y muchos de sus compañeros y votantes.

Un ejemplo de esa distancia es que en el caso de los titiriteros fueran algunos padres quienes llamaron a la policía. Se pueden comprender la alarma o el rechazo por la representación. Hay otras opciones aparte de llamar a la policía cuando no te gusta un espectáculo, pero tampoco es la primera vez: entre 2010 y 2012 la pornografía y la violencia gratuita estuvieron prohibidas en la televisión en abierto, en parte gracias a la presión de asociaciones de espectadores que al parecer no podían cambiar de canal. Como ha escrito Ricardo Dudda, cuando algunos criticaban que los titiriteros fueran perseguidos y las barbaridades de derecha no, parecían entenderse que ellos creían que las segundas debían recibir un castigo.

La imputación de un delito de enaltecimiento del terrorismo a los dos titiriteros es inverosímil. La decisión de mantenerlos cinco días en prisión preventiva es grotesca y ha resultado contraproducente. El delito de enaltecimiento del terrorismo ya es en sí discutible, producto de una situación concreta. Si la apología solo es “delictiva como forma de provocación y si por su naturaleza y circunstancias constituye una incitación directa a cometer un delito”, esta norma ampliaba el margen de acción. Ahora ya no tiene el sentido que tenía antes y el honor de las víctimas se puede defender de otra manera. La norma puede chocar con la libertad de expresión y de pensamiento, así como producir situaciones absurdas como esta.

La obra no pretende incitar la comisión de actos terroristas, ni extender el temor para impulsar los fines terroristas, como dice el preámbulo de la ley. Pero quizá lo más sorprendente de todo es que se les acusara por unos elementos de una obra de ficción. No se trata ni siquiera del “mensaje” o la intención de una obra de contenido satírico, sino de unos episodios y un elemento de atrezzo (y el nombre del cartel es inventado).

Una posibilidad entretenida, aunque quizá costosa, sería aplicar este comportamiento a casos similares. Las películas sobre ETA o Al Qaeda serían peores que La bruja y don Cristóbal: para empezar, ahora el nombre empleado sería el real. Recuperar la doctrina de la justicia universal permitiría emitir órdenes de detención para muchos cineastas. No es solo, como decía Albert Boadella, que se pueda acabar procesando a Otelo por violencia de género: también a Shakespeare (y no digamos a Conrad, autor de El agente secreto). A Billy Wilder le preguntaron una vez si un director de cine debía saber escribir guiones. “Ayuda que sepa leer”, respondió. Pedirle a un juez que sepa distinguir entre la realidad y la ficción parece una exigencia razonable.

Los cinco días en la cárcel y la obligación de pasarse todos los días por el juzgado -que Rodrigo tena ha vinculado al “populismo punitivo”– resultan más ofensivos que una obra de mal gusto. Han salido pocas cosas buenas: la tentación de prohibir lo que nos molesta parece cada vez mayor. De nuevo hemos visto cómo Podemos y sus aliados consiguen cambiar el marco tras cometer un error: la torpeza de la contratación y las razones por las que se les escogió son cosas que han sido eclipsadas por la polémica. Un juez justiciero y la sobreactuación de la derecha han logrado convertir una torpeza reveladora en un caso sobre la libertad de expresión.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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