En 2015, el gobierno español prometió la nacionalidad a los descendientes de judíos sefardíes expulsados en el siglo XV y XVI. Miles de individuos repartidos por todo el planeta, cuyos antepasados habían escapado de la Inquisición, respondieron a la llamada. Pocos consiguieron su objetivo. En un reportaje publicado en julio, el corresponsal del New York Times en España y Portugal, Nicholas Casey, explica que solo en 2021 se han rechazado más de 3.000 solicitudes y hay otras 17.000 sin responder. Y la mayoría de los rechazos no están muy bien justificados. El gobierno parece que simplemente ha perdido interés en el tema.
Para algunos de los solicitantes, la petición tiene solo un valor simbólico. Es el caso del escritor francés Pierre Assouline, que cuenta en Regreso a Sefarad (Navona, 2019) su epopeya burocrática. Su deseo de obtener la nacionalidad española por esta vía tiene algo de homenaje a sus ancestros. En cambio para otros judíos, especialmente de países pobres de América Latina y Oriente Medio, un pasaporte español es una tabla de salvación.
Para la familia Levy, protagonista de Papeles de familia (Galaxia Gutenberg, 2021), la cuestión de la identidad, tanto en su versión más metafísica como en su versión burocrática, fue siempre también un rompecabezas. Vivieron caídas de imperios, guerras, cambios de fronteras y una larga diáspora desde su Salónica natal. Su nacionalidad cambió en varias ocasiones y a veces ni siquiera sabían cuál era.
Quizá el más obsesionado con el tema era David (1868-1943), que comenzó su carrera en la Salónica de finales del XIX como director de la Oficina de Pasaportes Otomana. “Debes saber que la cuestión del pasaporte es un asunto muy serio”, escribió a un familiar poco antes de la Segunda Guerra Mundial. “¿Con qué pasaporte viajas? ¿De qué nacionalidad eres?” Durante toda su vida, utilizó su poder en la ciudad y en la administración otomana para ayudar a sus familiares en la diáspora, que sufrieron las consecuencias de haber nacido en un imperio que no tardó en desaparecer.
Daout Effendi era hijo de Sa’adi Besalel Ashkenazi a-Levi (los Levy tuvieron muchas variaciones de su apellido), un editor y agitador cultural sefardí nacido en Salónica a mediados del XIX. En 2012, la historiadora de UCLA Sarah Abrevaya Stein tradujo del ladino la autobiografía de Sa’adi, una memoir de 95 páginas. Durante años se dedicó a tirar del hilo y ha reconstruido la historia de sus descendientes a partir de miles de cartas y fotografías, repartidos en nueve países de tres continentes, pero sobre todo en la casa en Río de Janeiro de los nietos de Leon, uno de los Levy más obsesionados con registrar y conservar la vida familiar. Según Stein, es “el mayor archivo privado que he encontrado como historiadora profesional y casi obsesiva buscadora de documentos”.
La autora apenas tiene que cubrir huecos biográficos, y solo con las vidas de los personajes (todas tocadas muy dramáticamente por la Historia con mayúsculas) cuenta una buena parte de la historia de Europa central y oriental del último siglo: las guerras de los Balcanes de 1912 y 1913, el incendio de Salónica de 1917, la Primera Guerra Mundial y la desaparición del Imperio otomano, el nuevo Estado griego y sus intentos por “cristianizar” Salónica, el antisemitismo de entreguerras, la Segunda Guerra Mundial y la invasión italiana y alemana de Grecia y, finalmente, las cámaras de gas, donde perecieron decenas de los Levy.
La historia que comienza con Sa’adi es la de una familia de clase media de empresarios liberales e intelectuales asimilados que, sin embargo, nunca abandonaron ni despreciaron su religión. Sa’adi se enfrentó a las autoridades rabínicas (creía que eran un grupo de fundamentalistas que explotaban a los pobres) por cuestiones culturales o políticas, no religiosas. Sin embargo, casi al final de su vida, fue excomulgado y su hogar fue saqueado por fanáticos. Esto solo lo radicalizó más y fundó un periódico progresista en ladino llamado La Epoka, consciente (como los judíos socialistas del Bund en Rusia, que reivindicaban el uso revolucionario del yiddish) de que si quería convencer al pueblo debía hablar su idioma.
Uno de los hijos de Sa’adi, Sam, heredó su radicalismo. De joven, viajó a París y presenció el debate público sobre el caso Dreyfus: “No podía dormir por la noche si no había llegado a pegarse durante el día con algún antidreyfusiano”, escribió uno de sus amigos. De vuelta en Salónica, y tras la jubilación de su padre en la imprenta, se ocupó de editar La Epoka y Le journal de Salonique, en francés. Sam creía que los judíos otomanos debían confirmar su lealtad al imperio pero adoptar una visión laica del mundo y el idioma francés.
Francia era la patria sentimental de la mayoría de judíos burgueses de Salónica. Por eso Sa’adi ayudó a fundar la primera escuela de la Alliance Israélite Universelle en la ciudad, a la que fueron la mayoría de sus hijos, donde se les exigía que abandonaran el ladino para escapar de la aldea, o como se decía en la Europa oriental antes del Holocausto, para escapar del shtetl. El francés y la cultura europea y francesa eran un ascensor social.
En ocasiones, los personajes reales de este libro recuerdan a los de las novelas de Aharon Appelfeld: judíos educados, cosmopolitas, progresistas, de espíritu emprendedor o intelectuales, que buscan trascender su tribu hasta que descubren, demasiado tarde, que están rodeados de gente que quiere acabar con ellos. “Los judíos asimilados construyeron una estructura de valores humanistas y observaban el mundo a través de ella. Tenían claro que no eran ya judíos, y que lo que incumbía a los ‘judíos’ no les incumbía a ellos”, le dijo Appelfeld a Philip Roth en una entrevista. “Esa extraña seguridad los hizo criaturas ciegas o casi ciegas. Siempre me han gustado los judíos asimilados, porque ahí es donde el carácter judío y también, quizás, el destino judío están concentrados con más fuerza.”
Papeles de familia está lleno de personajes apasionantes. Está Karsa, que vivía en Berlín en 1936 trabajando para AEG, una empresa que apoyó económicamente el nazismo, y que acabó en la India. Está Vida, la mujer de Daout Effendi, que no escribía nunca pero mandaba enormes paquetes de fruta enlatada (konfitura en ladino) y dulses a sus familiares repartidos por todo el mundo y que solo escribió una carta, desesperada y poco antes de morir, a su hijo Leon: “Hasta ahora, querido hijo mío, no te he mencionado nada de mis sufrimientos. Pero ahora ya es demasiado.” Está la historia de Vital, bisnieto de Sa’adi, que fue “un criminal, del que se decía que llevaba un látigo y vestía un uniforme de las SS […] y que había pintado las espaldas, las caras y los ojos de los hombres en plena deportación, así como los vagones de tren en los que eran amontonados, para marcarlos para la aniquilación”. Fue “el único judío en Europa juzgado como criminal de guerra y ejecutado por un Estado, Grecia, a petición de su comunidad judía”. Está la historia de Leon (1891-1978), que emigró a Brasil y recopiló miles de cartas y fotografías de la familia (hasta 5.000, el núcleo de la investigación de Stein) y escribió otras tantas miles con una prosa cuidada y detallista. Con él, murió el último de los Levy que nació en la Salónica otomana.
Papeles de familia cuenta una historia que no termina en el Holocausto, pero casi: 37 miembros del núcleo más estrecho de los Levy fueron asesinados por los nazis. En los capítulos finales, Stein habla de los últimos descendientes, diseminados por todo el planeta, con apenas vínculos entre ellos, en un mundo muy diferente al de sus antepasados. Ya no hablan ladino o judeoespañol, su vida ya no está atravesada por guerras y cambios de fronteras y pogromos. El deshilachamiento de los vínculos de los Levy, que se cartearon constantemente durante más de un siglo, es también el deshilachamiento de una cultura sefardí que hoy está tan diseminada y diluida que casi no existe. ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).