La conquista por parte de lo woke de lo que, disculpando al presidente Dwight Eisenhower, podría llamarse el Complejo Académico-Cultural-Filantrópico en Estados Unidos y en toda la llamada anglosfera se ha producido casi al completo. Esto es algo que sorprende y al mismo tiempo no: sorprende porque la visión que tiene el establishment sobre los propósitos de la educación, la cultura e incluso el propio lenguaje se ha transformado en un periodo de tiempo muy corto; pero no resulta sorprendente esta toma de poder porque lo woke es una visión del mundo extremadamente poderosa, coherente y para muchos moralmente atractiva, por no decir moralmente imperativa, especialmente para los jóvenes, algo que la mayoría de sus críticos no parecen capaces de reconocer plenamente. Y si uno mira a su alrededor, desde los sindicatos de profesores a las asociaciones de bibliotecas, desde los museos a (y esto quizás es lo más sorprendente) la medicina y otras disciplinas stem (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas), comprobará que el atractivo inherente a lo woke –sobre todo su seductora urgencia moral– está siendo institucionalizado por una burocracia cuya razón de ser es precisamente consolidar la hegemonía cultural de esa visión del mundo. En estas condiciones, lo sorprendente será que este nuevo sistema cultural no se imponga.
Dicho esto, hay una creciente resistencia a lo woke. Parte de esa resistencia –sobre todo, la de los gobernadores y legisladores estatales conservadores– parece más poderosa de lo que es en realidad, mientras que otros focos de oposición –sobre todo, la que surge de los restos de lo que queda de la izquierda antiidentitaria y centrada en la clase– es probable que sean más fuertes y resistentes de lo que parece a primera vista.
Antes de seguir adelante, es importante precisar qué es y qué no es lo woke y, sobre todo, tener cuidado con las analogías. Entre quinientos mil y dos millones de personas murieron durante la Revolución Cultural china; otros millones fueron despojados de sus profesiones y medios de vida y deportados de las ciudades al campo, donde permanecieron hasta una década. En cambio, no ha muerto ni una sola persona por la instauración de lo woke y de la teoría crítica de la raza al estilo de Ibram X. Kendi en las instituciones culturales y académicas. Insistir en este punto no quiere decir que las carreras arruinadas, las jubilaciones anticipadas forzadas y la autocensura provocadas por lo woke no tengan importancia. Son enormemente importantes, sobre todo para el destino de la cultura y el mundo de las ideas. Pero aquí hago un alegato por ver las cosas de manera proporcionada. Igual que la era McCarthy (por muy vil e intelectualmente represiva que fuera, como en el caso de lo woke) no fue el reino del fascismo, no nos enfrentamos ahora a los jemeres rojos. Así que esto es un alegato por ver las cosas en su justa medida y evitar el egocentrismo y provincianismo que tanto abunda en el debate estadounidense sobre lo woke (y sobre todo lo demás, cabría decir) en todo el espectro ideológico. Creo que lo woke supone un desastre cultural, pero no es una tragedia. Una tragedia de verdad es Ucrania.
En cambio, mi opinión, ciertamente minoritaria –entre los que nos oponemos a lo woke, quiero decir–, es que lo woke no es una verdadera ideología. Es fácil demostrar que, sea cual sea la explicación de su auge, su éxito no es el resultado de un complot magistral por parte de determinados marcusianos y otros revolucionarios continentales que se han abierto paso en las instituciones hasta dominarlas, como han sugerido activistas críticos con la teoría crítica de la raza como Christopher Rufo. También soy escéptico a la hora de tratar lo woke como una religión secular –el Gran Despertar y todo eso–. En efecto, lo woke es, ante todo, un proyecto moral con un gran atractivo, como descubre inmediatamente cualquiera que pase algún tiempo entre sus jóvenes adeptos. No es impuesto desde arriba, o más exactamente, es impuesto desde arriba, por las burocracias de los recursos humanos y la diversidad y la inclusión, obviamente, pero también por la presión popular, las redes sociales, el deseo tan poderoso entre los jóvenes de todas las épocas de encajar, de pertenecer.
Si Rufo se equivoca en esto, y yo creo que es así (aunque admiro mucho su celo como periodista de denuncia), ¿es mejor la alternativa de pensar que lo woke es la “ideología sucesora” de la tradición liberal, como ha sugerido el brillante Wesley Yang? De nuevo, creo que la respuesta es no. Y por una razón bastante sencilla: lo woke no tiene casi nada que decir sobre economía y, lo que es más importante, cuanto más vemos a lo woke en acción fuera del mundo académico, más claro queda que es perfectamente compatible con la ideología económica actual, es decir, con el capitalismo.
Sin duda, la visión que tiene lo woke de la educación toca todas las causas contemporáneas de la izquierda identitaria contemporánea. Los ejemplos de esto son legión. Tomemos la perorata de “Observing whiteness in introductory physics: a case study”, un artículo científico que apareció en marzo de 2022 en The Physical Review. “Mientras soñamos, y mientras esperamos que la blancura como organización social sea desmantelada”, escriben los autores, “podemos trabajar para reducir el daño en los espacios en los que nos movemos y trabajamos. La reducción del daño, como marco, reconoce que la supremacía blanca, el patriarcado, el clasismo, la gordofobia, la transfobia, el capacitismo, la xenofobia y una miríada de otros sistemas de opresión infunden el espacio y las estructuras y forman parte de nuestra socialización”. Cualquiera que haya observado lo woke y la teoría crítica de la raza en acción sabe que la raza y el género son claramente su prioridad, y en un pobre segundo lugar la crítica a los juicios sobre la apariencia y las capacidades físicas de las personas, mientras que la clase y el capitalismo casi invariablemente vienen en un tercer lugar muy distante. Pensemos en la revista médica online MedHealth. Está llena de artículos sobre el racismo, sobre la exclusión de las personas LGBTQ+ en la medicina, sobre la necesidad de incorporar la “cirugía de reasignación de género”, etc. También hay apasionadas reivindicaciones sobre el uso del lenguaje de las personas –no eres diabético, eres una persona con diabetes– y sobre los pronombres que se deben utilizar. Pero hay muy pocos artículos en MedHealth sobre los escándalos de facturación de los hospitales, por ejemplo, o sobre la forma en que el sistema de seguros de salud está reduciendo drásticamente el tiempo que los médicos pueden pasar con los pacientes y el número de pruebas que pueden realizar. Si lo woke es una ideología, es la primera que no tiene ideas y poco interés en cómo debe ordenarse la economía.
Este enfoque desigual es fácil de encontrar en casi todas partes. Neil Young retiró su música de Spotify porque la empresa no se deshizo del podcaster Joe Rogan, e incluso dijo a los empleados de Spotify que dejen sus trabajos “antes de que os coma el alma”. Los empleados de Netflix se levantaron en armas porque el servicio de streaming no quiso cancelar los especiales de comedia de Dave Chappelle. Los empleados de Disney exigieron que la empresa se posicionara políticamente contra la ley de Florida que restringe lo que los profesores de las escuelas públicas pueden decir sobre temas lgtbq+ en las aulas. Sin embargo, es mucho menos probable que los activistas woke militen contra, por ejemplo, los exorbitantes salarios de los directores ejecutivos o las prácticas monopolísticas o los vínculos de sus empleadores con regímenes autoritarios en China y otros lugares.
Tampoco critican la propia cultura popular estadounidense. Mientras que una generación anterior de críticos culturales de izquierdas censuraba la mercantilización de la cultura y el entretenimiento, los izquierdistas woke no tienen ningún problema con el Reino Mágico y sus “imaginadores” de imitación, como los llama Disney. Esta visión del mundo tampoco critica en qué se ha convertido Hollywood, donde básicamente la mayoría de las películas que se hacen deben atraer a los adolescentes y, siendo sinceros, a adolescentes no muy inteligentes. Pero mientras estas películas idiotas en cuestión cuenten con equipos y elencos adecuadamente diversos y representativos, pueden seguir siendo todo lo idiotas que quieran, sin que nadie cuestione nada.
En fin, las demandas de diversidad y representación casi nunca parecen abordar la cuestión de la clase, ni en las redacciones de The New York Times y The Washington Post, ni en Silicon Valley, ni en Wall Street. Un recorrido por las declaraciones sobre la diversidad de las principales universidades deja claro que se da por sentado que los grupos infrarrepresentados no son blancos o no son cisgénero. El nuevo consenso considera que la representación racial, sexual y de género, y no la desigualdad material, son el epicentro de la acción política.
No es un misterio por qué este consenso está encontrando tan poca resistencia. Porque, aunque muchos liberales y conservadores ven a lo woke como una amenaza existencial para sus compromisos culturales –en mi opinión tienen toda la razón: una cultura que ya no tiene que ver con la trascendencia, sino casi exclusivamente con la representación, es contraria a casi todo lo que hace que la cultura sea valiosa–, casi nadie que haya observado su extensión, especialmente en la América corporativa, puede ya imaginar esta ideología como una amenaza para el capitalismo. Al contrario: el radicalismo cultural y el conformismo económico de lo woke funcionan muy bien juntos.
Cuando un anuncio de reclutamiento para la Agencia Central de Inteligencia incluye un canto a la interseccionalidad; cuando, durante el campeonato de tenis del US Open 2020, los típicos anuncios de los patrocinadores tradicionales del evento, como Rolex o la aerolínea Emirates, encajan cómodamente junto a las expresiones de dolor por los asesinatos de George Floyd y Breonna Taylor y las expresiones de apoyo a Black Lives Matter; y cuando la publicidad parece haberse convertido casi de la noche a la mañana en mucho más representativa desde el punto de vista racial, pero estos rostros negros, morenos y asiáticos venden los productos y servicios que siempre se han vendido, parece que el capitalismo ha hecho suyo el viejo dicho de que para que nada cambie, todo tiene que cambiar.
Y en aspectos importantes, incluso en los campus universitarios, que supuestamente han cambiado tanto, todo sigue igual. Tomemos, por ejemplo, el caso de Ilya Shapiro, director de un instituto del Centro de Derecho de la Universidad de Georgetown, que tuiteó que le parecía mal que el presidente Biden limitara su abanico de elección para el próximo candidato a la Corte Suprema a las mujeres afroamericanas. Esto provocó una tormenta en Georgetown, con la Asociación de Estudiantes de Derecho Negros y sus muchos simpatizantes en el campus exigiendo que Shapiro fuera despedido. Hubo protestas, concentraciones y largas reuniones entre los activistas estudiantiles y la administración de la universidad. Pero incluso suponiendo que los estudiantes tuvieran razón, el trauma que habían provocado las palabras de Shapiro seguramente no era más grave que el hecho de que en Washington, donde se encuentra Georgetown, los propietarios de pequeños negocios negros habían sido diezmados por la pandemia y los confinamientos.
Quiero que quede clara una cosa: no hay justificación posible para afirmar que, a los estudiantes, en principio, les importaban más las palabras de Shapiro que el desastre económico de la comunidad negra de Washington; de hecho, muchos grupos activistas del campus se comprometieron a ayudar a restaurar los pequeños negocios de la población afroamericana. Sin embargo, es sencillamente innegable que, en la práctica, en lo que se volcaron los grupos identitarios estudiantiles fue en un suceso relacionado con la universidad. Al hacer esto, no se diferenciaban mucho de los estudiantes anteriores a lo woke y a la teoría crítica de la raza que les precedieron en lugares como Georgetown, Harvard o Stanford. En esas universidades, tanto los estudiantes como los administradores siempre han estado más preocupados por los acontecimientos dentro del campus que fuera de él. Por ejemplo, la misma administración de Yale que persiguió a un joven estudiante de derecho conservador por tuitear algo que consideraba racista no tuvo ningún reparo en prohibir a sus estudiantes comprar, comer y beber fuera del campus, lo que supuso un gran golpe para los trabajadores locales y el pequeño comercio de la zona. En otras palabras, los “togados” mostraron de nuevo su desprecio por el “pueblo” que está más allá de los muros del campus.
Lo sorprendente es que alguien se sorprenda de todo esto. Mientras que hay una abundancia de argumentos morales, intelectuales y sociales contra lo woke que están siendo expuestos por brillantes críticos como Yang, Thomas Chatterton Williams, John McWhorter, Catherine Liu y Adolph Reed Jr., no hay argumentos capitalistas contra lo woke, al igual que no había argumentos capitalistas contra el multiculturalismo hace cuarenta años, cuando en un ensayo describí el capitalismo como el socio silencioso del multiculturalismo. Sí, hoy todo es más ruidoso, más absolutista y, para no andarme con rodeos, más estúpido que entonces. Pero si algo han demostrado estas últimas décadas es que el capitalismo, lejos de estar en las últimas, lo está haciendo muy bien, es decir, está haciendo lo que mejor sabe hacer: adaptarse a las nuevas condiciones y encontrar la manera de sacar provecho de ellas. La flexibilidad es la “salsa secreta” del capitalismo. ¿Por qué el capitalismo debería oponerse a lo woke? Obviamente, la catástrofe de Ucrania puede cambiar todo esto, pero las grandes empresas salieron de la pandemia más rentables y más fuertes que nunca. Si vemos Fox News o, de hecho, leemos a liberales anti-woke como Andrew Sullivan o George Packer, pensaremos que el mundo se está derrumbando. Pero si uno mira Bloomberg o CNBC, pensará que vivimos en tiempos felices, muy felices, con los precios de las acciones y las bonificaciones de Wall Street cerca de sus máximos históricos.
¿Qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo? No me parece que la derecha (la mayor parte de ella, al menos) tenga ninguna respuesta coherente. Lo woke y la teoría crítica de la raza están ahora imbricados en la cultura, tan profunda y tan ampliamente en la educación primaria y secundaria, en los colegios y universidades, en los museos, en las salas de conciertos, y ahora cada vez más en los hospitales y en el resto del mundo científico-técnico, que las leyes aprobadas por las legislaturas estatales conservadoras que prohíben tal o cual aspecto de esta ideología tienen muy pocas probabilidades de éxito. Por decirlo brutalmente, no puedes librar una guerra cultural cuando en realidad nunca te ha interesado la cultura. Sí, es cierto que las artes y la cultura están subvencionadas en gran medida por filantropías progresistas, como la Fundación Open Society de George Soros y la Fundación Ford. Pero también es cierto que, mucho antes de que existiera lo woke o el multiculturalismo, la cultura era un bastión de la izquierda; de hecho, después de que los sindicatos estadounidenses se desplazaran a la derecha en los años cincuenta, la cultura fue quizás el principal bastión de la izquierda.
¿Y la derecha? Bueno, con todo el respeto del mundo, G. K. Chesterton, T. S. Eliot, Allen Tate, Flannery O’Connor, Walker Percy y otros pocos más no construyen una cultura, aunque quizá no lo sepas si lees solo las pocas revistas culturales de la derecha. Por decirlo sin rodeos, la buena fe cultural de la derecha es básicamente nula. Una señal de debilidad de la derecha en las guerras culturales es la frecuencia con la que, para atacar lo woke, acaba tomando prestado su léxico: el libro X es hiriente, la imagen y es ofensiva. Esto es, por supuesto, profundamente deshonesto. Pero lo más importante es que es una estrategia condenada al fracaso. Fundamentalmente, la corriente principal de la derecha, e incluso gran parte de la derecha dura, cae víctima de su propia trampa. Durante generaciones, se ha burlado de la izquierda por exigir que el capitalismo desarrolle una conciencia social. El negocio de Estados Unidos son los negocios, según la célebre frase de Calvin Coolidge. Pero lo que la derecha nunca previó fue que la conciencia social podría ser buena para los negocios. ¿El cliente quiere productos identitarios? Bueno, el cliente siempre tiene razón. Lo que un crítico cultural podría llamar balcanización, las grandes empresas lo llaman simplemente segmentación del mercado.
Soy consciente, por supuesto, de que ahora existe lo que podría llamarse una derecha “disidente”, formada en gran parte, aunque no totalmente, por conservadores religiosos. Ahora es cada vez más anticapitalista y, dado el giro que ha tomado culturalmente el establishment empresarial, con razón. Pero la derecha disidente es hoy más marginal en Estados Unidos que la izquierda no woke. Esto puede ser una fortaleza intelectual y moral, pero es un desastre político. La derecha disidente es religiosa o no es nada. Pero la izquierda tradicional es ahora casi totalmente secular, al igual que una parte cada vez mayor de la población, de derecha, izquierda y centro. Por lo tanto, las posibilidades de una coalición entre la derecha y la izquierda no woke son minúsculas, salvo quizás en algunas cuestiones muy concretas. Para que no se nos olvide, hay otras guerras culturales además de la de los woke y los no woke, y estos dos son en su mayoría asuntos de suma cero.
Sin duda, ha habido algunos proyectos culturales y académicos destinados a romper el monopolio de lo woke en el mundo académico. Pero si somos sinceros, incluso si la Universidad de Austin se pone en marcha, ¿un título de esa institución va a conseguir que tu hijo estudie derecho en Stanford en un futuro cercano? La pregunta se responde sola. No es una cuestión trivial: La predisposición que tienen los padres con hijos en los institutos de élite a soportar los planes de estudio de lo woke y la teoría crítica de la raza se debe en gran medida al hecho de que graduarse en estos institutos te permite acceder a las mejores universidades. ¿Lo de la teoría crítica de la raza? Bueno, es como la capilla obligatoria en las escuelas preparatorias de los años cincuenta; Stanford bien vale una misa. Como bromeó el empresario de Silicon Valley Marc Andreessen en un tuit reciente, “la universidad moderna es una madrasa política, unida a una escuela de comercio, unida a un fondo de inversión, unida a un equipo deportivo, unida a una guardería de adultos, unida a un bufete de abogados con visado”.
Es cierto que solo una derecha dispuesta a dar la espalda al capitalismo podría disponer de las herramientas intelectuales y morales para disputar la ideología woke. Pero, aunque han sucedido cosas más extrañas que la “remoralización del mundo cristiano” que esperan los integralistas (pero de la que sospecho firmemente que no son optimistas), no es probable, por no decir otra cosa. Y cualquier nueva fusión análoga a la que se produjo entre los halcones neoconservadores y los conservadores religiosos durante la Guerra Fría es casi imposible de imaginar. Por esta razón, solo la izquierda no woke tiene alguna esperanza de oponerse a lo woke. El liberalismo estadounidense es una fuerza ya gastada, y los manifiestos en la revista Harper’s no lo revitalizarán. La derecha dominante carece de las herramientas intelectuales para librar una batalla de ideas. Y los integralistas y otros conservadores disidentes realmente necesitarán un milagro para prevalecer.
Eso nos deja a la izquierda no woke. Con esto me refiero a los editores y escritores asociados a las revistas Jacobin y Dissent, a los trotskistas con sus ataques al Proyecto 1619 y, sobre todo, al creciente número de académicos que al principio despreciaban la idea de que lo woke era algo a lo que había que enfrentarse, pero que ahora se han dado cuenta de que esta ideología está conduciendo a la cultura en una dirección desastrosa. A diferencia de la derecha, esta izquierda entiende que, a pesar de la palabrería emancipadora de lo woke, una ideología sin análisis de clase y sin ninguna idea económica es radical, pero no es de izquierdas. Y, a diferencia de la corriente principal de la derecha, la izquierda que no es woke se preocupa de verdad por la cultura y puede hacer una crítica de lo woke que no sea solo reactiva. Cuando Adolph Reed Jr. escribe que el verdadero proyecto de lo woke es diversificar la clase dominante, y poco más, describe en una frase la esencia de este nuevo sistema cultural. No soy optimista sobre nada en esta época rastrera, deshonesta y cretina. Sigo pensando que las probabilidades están a favor de que lo woke se imponga. Pero, sin caer en falsas esperanzas, creo que también es innegable que las probabilidades no son en absoluto tan desiguales como lo eran incluso hace un año. ~
Publicado originalmente en la revista Compact.
Traducción del inglés de Ricardo Dudda.
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.