Michael Ignatieff (Toronto, 1947) es autor de una biografía de Isaiah Berlin (Taurus, 1999, 2018), libros de ética, terrorismo, guerra, nacionalismo y relaciones internacionales (El mal menor, Sangre y pertenencia, El honor del guerrero), y unas memorias sobre su experiencia como líder del partido liberal canadiense (Fuego y cenizas). Excatedrático de la Harvard Kennedy School y actual rector de la Universidad Centroeuropea en Budapest, acaba de publicar Las virtudes cotidianas. Orden moral en un mundo dividido, publicado en España por Taurus.
En su libro critica un cosmopolitismo ciego y la teoría de la “visión desde ningún lugar” (vision from nowhere).
Creo en la libertad del liberalismo más que nunca, y en la necesidad del universalismo de los derechos humanos. Pero ¿ese universalismo ha hecho algún avance para comprender cómo la gente ordinaria hace juicios morales en situaciones reales? No mucho. Si te preguntas: ¿cuáles son tus objetivos morales?, quizá respondas: quiero ser una buena persona. ¿Pero en relación a quién? El lugar donde quieres ser una buena persona es local. No es toda la humanidad. Creo que todo juicio moral está enraizado en un contexto específicamente local.
¿Le preocupa que este discurso haya sido cooptado por la derecha populista y nacionalista? Theresa May dice que “si crees que eres un ciudadano del mundo, eres un ciudadano de ninguna parte”.
Es que es cierto. Hace treinta años dije que un cosmopolita es alguien con el privilegio de tener un pasaporte. Solo puedes ser un cosmopolita con un Estado detrás que te protege. Como liberal, siempre he sentido simpatías por la soberanía nacional e incluso por el nacionalismo. Pero quiero un nacionalismo que comprenda sus riesgos, porque puede girar hacia el racismo y el odio al otro. Quieres un mundo en el que la gente está orgullosa de ser mexicana o española. Pero no quiero las inocuas estupideces morales que a menudo van unidas a esto (la mejor comida del mundo es la nuestra) ni las estupideces llenas de odio como la identidad nacional basada en la identidad étnica.
Hay algo árido, vacuo, en el cosmopolitismo liberal. No creo que puedas tener un compromiso verdadero con extraños fuera de tus fronteras si no tienes un compromiso real con los extraños dentro de ellas.
En el libro dice que el contexto es esencial y defiende soluciones locales. Pero hay quienes argumentan que los grandes relatos globales son también necesarios.
Hay algo casi cómico en la idea de los grandes relatos. Estamos ininterrumpidamente contando grandes relatos de los que la historia se ha reído sin piedad. Alexander Herzen dijo que la historia no tiene libreto, y realmente no solo no tiene libreto sino que no tiene ni siquiera melodía, en el sentido de que no es la canción de la libertad. Se asocia a los liberales con la idea del progreso, y esto nos hizo extremadamente arrogantes. No es que el progreso no haya ocurrido. La era del imperio ha terminado. Y con la era del imperio ha desaparecido una jerarquía racial que dábamos por hecha antes de 1945. Esto es progreso. Pero la historia del progreso moral asusta a mucha gente. ¿Qué es si no la revuelta populista? Es algo extremadamente racial. Es una revuelta blanca contra los privilegios y el progreso de minorías. Es una contrarrevolución conservadora como respuesta a la revolución liberal que comenzó en 1945. Gente que estaba convencida de estar en la mayoría de la sociedad de pronto mira al futuro, en Canadá por ejemplo, y ve que en diez años va a ser una minoría. Creo que es algo positivo, pero para miles y miles de mis conciudadanos es amenazador. Los liberales deberían dejar de ser condescendientes con estos miedos, porque son reales.
Hay quien dice que ha faltado pedagogía o comprensión a la hora de explicar las ventajas de la inmigración o el multiculturalismo, especialmente a la gente que iba a vivirla más de cerca.
La mayor resistencia a la inmigración se da en regiones cuya población no tiene casi experiencia con ella. Igual que el antisemitismo, que puede ser extremadamente fuerte donde no hay judíos. El miedo puede ser muy poderoso incluso cuando no tiene una base real. En política, los sentimientos son hechos. Los liberales han tardado tiempo en darse cuenta de esto. Ese miedo ha sido explotado y manipulado, pero creo que hay una cosa más preocupante: la sociedad democrática liberal, al menos en Occidente, está en mitad de uno de los cambios demográficos más grandes de su historia. Y dentro de unas décadas la composición demográfica de nuestras ciudades volverá a cambiar. Las sociedades, sin embargo, están en un plebiscito constante sobre si esto es una buena idea. Acabaremos adaptándonos, como nos adaptamos a los cambios en los sesenta. De todas formas, no hemos luchado, no nos hemos levantado y dicho: ¡venga ya! ¿Qué tipo de sociedad quieres en un mundo globalizado? ¿Quieres intentar construir un futuro nacional tras alambres de espino? ¿O quieres un futuro nacional en el que decidimos a quién queremos, integramos a los inmigrantes en una cultura nacional, porque las sociedades no son hoteles y tampoco queremos guetos o exclusión, y exigimos que la gente cumpla las reglas? La tolerancia y el pluralismo tienen límites. Un tipo de multiculturalismo musculoso, basado en reglas, respeto por la ley, control de las fronteras, puede llevarnos hacia un futuro en el que, dentro de cuarenta años, pensemos: ¿por qué nos daba tanto miedo? Soy optimista, con cautela, en parte porque vivo en un país que ha tomado una decisión social: Hungría ha decidido mantener una sociedad monocultural, unilingüística tras un alambre de espino. Las consecuencias son un declive demográfico y marginación económica. No quiero ser cínico: entiendo que los países pequeños tienen miedo a perder su identidad nacional. Pero, de nuevo, una política basada en el miedo puede llevar a la sociedad a un cul de sac.
Viaja a barrios multiculturales como Jackson Heights en Nueva York, donde hay coexistencia pero realmente no convivencia: se comparten los espacios públicos pero la gente se relaciona solo con los de su comunidad.
Uno de los errores que cometen los liberales con el multiculturalismo es que imaginan que vivimos juntos cuando vivimos simplemente unos al lado de otros, y es algo diferente. La autosegregación de las comunidades puede ser inocente y expresar unas preferencias. De todas formas tienes que vigilar que las ciudades no se conviertan en una serie de burbujas donde no hay un espacio público compartido. Creo que estamos en una crisis del espacio público. Si invertimos en el espacio público podemos ayudar a solucionar los problemas del multiculturalismo. El liberalismo no ha prestado atención a las microdinámicas de la vida cotidiana, que es algo que estudió el sociólogo Erving Hoffman, una gran influencia de mi libro. Si miras atentamente a los sistemas operativos morales de algunas ciudades te vuelves un poco más optimista.
En el libro se pregunta sobre el valor de la diversidad. Entendemos la diversidad en términos étnicos o religiosos, pero no ideológicos.
Tenemos esta paradoja extraña en la que hay gente a la que le gusta la diversidad racial o de género pero no la ideológica. Y usan la diversidad como un mazo para atacar a otros. Hemos convertido la diversidad en una ideología, cuando es una serie de hechos sobre la composición racial y de género en las sociedades. No hay nada intrínsecamente bueno en la diversidad. Todo depende de si genera un sistema operativo moral, depende de si hay detrás servicios públicos básicos o una policía eficiente. Estamos en mitad de un experimento sobre la diversidad que no sabemos cómo va a terminar. La gente que tiene miedo a la diversidad necesita ser escuchada. Los liberales son también culpables de una mistificación ideológica de la diversidad. Para algunos, la polarización ideológica que vivimos hoy es en realidad un síntoma de la decadencia de los bienes públicos, el espacio público, instituciones como partidos o sindicatos. Nos estamos segregando, estamos hablando de lo diversos que somos mientras nos estamos sumergiendo en grupos cada vez más fragmentados, que están unidos por ideologías extremadamente polarizadoras. La carta de presentación de un liberal hoy es una especie de actitud visceral contra las guerras, contra Trump. No puedes entrar en la conversación a no ser que escenifiques una denuncia ritual sobre lo horrible que es Trump. No me gusta Trump, pero no quiero un liberalismo que es simplemente un discurso codificado para representar una batalla de tu bando contra otro bando. Si el liberalismo se convierte en esto, se convierte en la caricatura que ha hecho el conservadurismo de lo que es el liberalismo.
Tras la victoria del partido Fidesz de Viktor Orbán en las elecciones parlamentarias, el presidente húngaro ha dicho que aplicará medidas “anti-Soros”. Esto afectará a la universidad de la que usted es rector, la Universidad Centroeuropea, en Budapest.
La mayoría de Estados europeos han estado terriblemente callados ante el ataque a la libertad académica en Hungría. No me quejo, es solo un hecho. Lo que estamos viendo en Europa del Este, aunque también en Turquía y Rusia, es la consolidación lenta de Estados de partido único.
Estos partidos usan estrategias de gerrymandering y quieren acabar con las herramientas contramayoritarias. Se manipulan elecciones para dar legitimidad democrática al partido único. Es algo sorprendente de ver en Europa, y lo es porque más o menos nos creímos el relato de la transición desde el comunismo al pluralismo democrático.
El alma de la libertad democrática es el gobierno mayoritario equilibrado con instituciones contramayoritarias. Esas instituciones son los tribunales, la prensa y, de manera crucial también, las universidades. Su función es distinguir entre conocimiento, rumor, hecho y fake news. No somos la Iglesia católica, pero nuestro trabajo es hacer la revisión por pares para que la sociedad pueda saber algo sobre sí misma. Por eso ejerce un equilibrio contramayoritario y por eso Orbán la ataca. Hay gente que me pregunta si me arrepiento de haber dejado Harvard y haberme mudado a Budapest. No, porque estoy en primera línea de una batalla muy importante. Es el mayor reto que está viviendo el liberalismo en el siglo XXI.
En 1998 publicó una biografía de Isaiah Berlin. ¿Fue Berlin un pensador de la Guerra Fría o nos puede enseñar algo útil para los retos de hoy?
Fue un pensador de la Guerra Fría en el sentido de que sus enemigos, los totalitarismos, han desaparecido. Los retos de ahora son los demócratas autoritarios. Berlin sigue inspirándome porque es un gran psicólogo de la libertad liberal. Entendió que ser un ciudadano libre implica enfrentarse constantemente a problemas de elección en condiciones de incertidumbre. Berlin es un gran psicólogo de la incertidumbre de vivir en una sociedad libre. Y eso crea un anhelo de soluciones fáciles, líderes autoritarios y escapatorias de nuestra responsabilidad. Esa parte de su pensamiento es la que creo que será relevante e interesante y apasionante leer mientras haya gente interesada en la filosofía política. ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).