En la segunda mitad del siglo XX, la mayor amenaza a la democracia venĂa de hombres de uniforme. Democracias incipientes como Argentina, Brasil, Chile, Tailandia y TurquĂa sufrieron reveses a causa de docenas de golpes militares. Para las democracias emergentes que esperaban evitar esas intervenciones militares en la polĂtica domĂ©stica, las instituciones europeas y estadounidenses, que dejaban toda la autoridad polĂtica en manos de gobiernos civiles electos, se ofrecĂan como el modelo a seguir. Eran la mejor forma de asegurar que la democracia, como dijeron con palabras cĂ©lebres Juan Linz y Alfred Stepan, fuera âel Ășnico juego en la ciudadâ.
La mayorĂa de los pensadores no se preguntaban si las instituciones occidentales podĂan invitar una amenaza distinta para la democracia: el gobierno personal, en el que instituciones estatales civiles como la burocracia y los tribunales se encuentran bajo el control directo del ejecutivo, y donde las lĂneas entre los intereses del Estado y los del gobernante empiezan a desdibujarse. La mayorĂa pensaba que el gobierno personal era algo que solo se aplicaba a las peores dictaduras tercermundistas, como la de Mobutu Sese Seko en Zaire, Daniel arap Moi en Kenia o Sani Abacha en Nigeria. Los pesos y contrapesos incorporados al tejido de las instituciones occidentales, se pensaba, podĂan resistir cualquier usurpaciĂłn.
Pero hoy empezamos a descubrir que la democracia contemporĂĄnea tiene su propio punto vulnerable: no tanto una debilidad frente a una camarilla de coroneles que conspiren para tomar violentamente el gobierno, sino la mutilaciĂłn de las instituciones estatales y la incipiente instalaciĂłn de una forma de gobierno personal. Los ejemplos del gobierno personal incluyen Venezuela bajo Hugo ChĂĄvez, Rusia bajo Vladimir Putin y TurquĂa bajo Recep Tayyip Erdogan. Se distinguen de los Mobutu, arap Mois y Abachas del mundo porque los dirigen lĂderes elegidos democrĂĄticamente y mantienen un grado mucho mĂĄs elevado de legitimaciĂłn en algunos segmentos de la poblaciĂłn. Pero muestran cĂłmo este proceso puede dañar las instituciones de manera irreparable y vaciar la democracia. Ahora estos ejemplos pueden incluir a Estados Unidos bajo Donald Trump.
Trump parece compartir varios objetivos y estrategias polĂticas con ChĂĄvez, Putin y Erdogan. Como ellos, parece tener poco respeto por el Estado de derecho o la independencia de las instituciones estatales, que ha tendido a tratar como obstĂĄculos para su capacidad de ejercer el poder. Como ellos, tiene una visiĂłn borrosa de la separaciĂłn entre los intereses nacionales y personales. Como ellos, tiene poca paciencia con las crĂticas y una bien establecida estrategia para recompensar la lealtad, que se puede ver en los principales nombramientos que ha hecho hasta la fecha. A todo esto se le suma una inflexible confianza en sus capacidades.
Lo que hace que Estados Unidos sea vulnerable a que lo pille por sorpresa una amenaza de estas caracterĂsticas es nuestra inflexible ây anticuadaâ confianza en la afamada fortaleza de nuestras instituciones. Por supuesto, Estados Unidos tiene unos cimientos institucionales mucho mĂĄs fuertes y una variedad Ășnica de pesos y contrapesos, que estaban totalmente ausentes en Venezuela, Rusia y TurquĂa. Pero muchos de ellos no serĂĄn de gran ayuda frente a la amenaza actual. No solo es que las instituciones estadounidenses estĂ©n particularmente mal equipadas, en este momento, para hacer frente a Trump: en algunos casos, es posible que le resulten Ăștiles.
El primer obstĂĄculo contra cualquier tipo de amenaza personalizadora a las instituciones estadounidenses es la cacareada separaciĂłn de poderes del paĂs. El legislativo, elegido de manera separada del ejecutivo, tiene que detener a cualquier presidente que intente exceder su autoridad; ha actuado de este modo en frecuentes periodos de gobierno dividido, y cuando los legisladores del Congreso podĂan seguir los deseos de sus votantes y sus propios principios.
Su capacidad para hacerlo, sin embargo, es mucho menos real ahora, gracias a un aumento histĂłrico de la polarizaciĂłn entre republicanos y demĂłcratas y un giro pronunciado hacia la disciplina de partido. Por tanto, como documentan los politĂłlogos Nolan McCarty, Keith Poole y Howard Rosenthal en su libro Polarized America, es muy poco probable que los miembros de la CĂĄmara de Representantes y los senadores se desvĂen de la lĂnea del partido. Este aumento del partidismo llega en el peor momento posible, justo cuando mĂĄs se necesitan estas protecciones. Pero, viendo lo deprisa que el Partido Republicano se ha agrupado en torno a Trump en la mayorĂa de los asuntos, serĂa optimista imaginar una resistencia impulsada por principios contra sus nombramientos y buena parte de sus iniciativas polĂticas desde un Congreso dominado por los republicanos.
Y, a su vez, el control del poder presidencial por parte de un poder judicial independiente, la segunda pata del banco de la separaciĂłn de poderes, tampoco tiene muchas posibilidades de sostenerse. En realidad, la independencia judicial en Estados Unidos siempre ha sido algo precaria, mĂĄs dependiente de normas que de reglas. El presidente no solo nombra a jueces del Tribunal Supremo y los jueces federales mĂĄs importantes (una prerrogativa que, al parecer, Trump pretende utilizar por completo), sino tambiĂ©n el Departamento de Justicia a travĂ©s del fiscal general. Cualquier resistencia institucional hacia nominados inapropiados solo la podrĂa ofrecer el Congreso, que, como se ha dicho, parece inclinado a aceptar las maquinaciones de Trump. Y asĂ las instituciones judiciales tambiĂ©n estĂĄn encaminadas a la docilidad.
En muchos otros paĂses, como el Reino Unido y CanadĂĄ, donde quienes ejercen la mayor parte de la burocracia y ocupan los puestos de alto nivel en el poder judicial son funcionarios sin vinculaciĂłn partidista, las instituciones estatales pueden realizar el trabajo de gobierno y al mismo tiempo permanecer en buena medida inmunes a los intentos del ejecutivo de establecer un gobierno personal. No tanto en Estados Unidos, donde Trump va a nombrar a los suyos para que ocupen cuatro mil puestos de alto nivel en el funcionariado y el sistema judicial: esencialmente, forma una burocracia para que haga su voluntad personal. Este es el tipo de poder que personas como ChĂĄvez, Putin y Erdogan tuvieron que adquirir mĂĄs despacio. (Erdogan, por ejemplo, estĂĄ todavĂa atrapado en una batalla gigantesca por cambiar la constituciĂłn turca para asumir oficialmente los poderes de una presidencia ejecutiva, aunque ya haya adquirido muchos de esos poderes en la prĂĄctica.)
ÂżPor quĂ© se encuentra Estados Unidos tan indefenso frente a la amenaza de Trump? Porque, en buena medida, asĂ lo quisieron los padres fundadores. Como cuenta Woody Holton en Unruly Americans and the origins of the Constitution, a pesar del Ă©nfasis en la separaciĂłn de poderes de los Federalist Papers, la batalla principal de Alexander Hamilton, James Madison y George Washington era construir un gobierno federal fuerte y reducir los poderes excesivos de los estados en los ArtĂculos de ConfederaciĂłn, que habĂan dejado el paĂs en un caos absoluto. La separaciĂłn de poderes solo pretendĂa contrarrestar esta presidencia fuerte.
En eso tuvieron Ă©xito, pero solo en parte. El presidente de Estados Unidos es enormemente influyente para dar forma no solo a la polĂtica exterior sino tambiĂ©n a la domĂ©stica, sobre todo si consigue el apoyo del Congreso. Sin embargo, tiene las manos atadas frente a los derechos de los estados, una concesiĂłn que los fundadores hicieron a los poderosos representantes estatales, a fin de tener suficiente apoyo para la ConstituciĂłn. Esa es la razĂłn por la que parte de la resistencia mĂĄs fuerte frente a las polĂticas de Trump llega de estados como Nueva York y California, cuyos gobernadores han prometido oponerse a las polĂticas migratorias del presidente.
Pero, con el tiempo, el gobierno federal ha crecido, y ha adquirido, por necesidad y elecciĂłn, cada vez mĂĄs responsabilidad en la polĂtica domĂ©stica e internacional. En cambio, los estados tienen mucho menos poder que a finales del siglo xviii. Massachusetts y Vermont pueden resistirse a las polĂticas federales, creando, quizĂĄ, pequeñas burbujas liberales. Pueden tener muy poco impacto, no obstante, en la personalizaciĂłn de las palancas de gobierno mĂĄs poderosas del paĂs, incluyendo a los jueces federales, docenas de agencias importantes, la polĂtica comercial y fiscal y los asuntos exteriores. Tampoco pueden hacer mucho por influir en la percepciĂłn de la nueva direcciĂłn de la polĂtica del paĂs en las mentes de los estadounidenses y del mundo.
Eso nos deja con la Ășnica defensa que de verdad tenemos, que Hamilton, Madison y Washington no diseñaron ni tampoco favorecĂan: la vigilancia y las protestas de la sociedad civil. De hecho, esto no es exclusivo de Estados Unidos. Lo que estĂĄ escrito en una ConstituciĂłn puede llevar a una naciĂłn solo hasta cierto punto, a menos que la sociedad estĂ© dispuesta a protegerla. Cada diseño constitucional tiene sus vacĂos, y cada Ă©poca trae nuevos desafĂos, que ni siquiera diseñadores constitucionales previsores pueden anticipar.
La falta ây de hecho la disuasiĂłn activaâ de la participaciĂłn social directa en la polĂtica es el talĂłn de Aquiles de la mayorĂa de las democracias nacientes. Muchos lĂderes de paĂses emergentes del siglo XX, que tenĂan como objetivo la fundaciĂłn de un rĂ©gimen democrĂĄtico, hicieron cuanto pudieron por evitar la formaciĂłn de una sociedad civil, medios libres y una participaciĂłn en polĂtica de abajo arriba; solo les servĂa para movilizar a los partidarios mĂĄs fieles como defensa frente a otros lĂderes que pretendĂan usurpar o disputar el poder. Esta estrategia condenĂł a esas democracias a una debilidad permanente.
Vimos cĂłmo ocurrĂa en Venezuela, Rusia y TurquĂa, donde decenios, si no siglos, de medios no libres y una sociedad civil postrada imposibilitaron una defensa efectiva contra el ascenso del gobierno personal. La tradiciĂłn estadounidense de periodismo libre y desafiante, ejemplificada por los muckrakers y los vibrantes movimientos de protesta que se remontan a los populistas y los progresistas, deberĂa ayudarnos.
Pero hay razones para preocuparse por que este Ășltimo freno del poder ejecutivo tambiĂ©n pueda fracasar. Trump estĂĄ en proceso de ser aceptado y legitimado por las Ă©lites estadounidenses y por el pĂșblico mĂĄs amplio. Seguimos ĂĄvidamente sus nombramientos, sus entrevistas y su flujo de conciencia en Twitter. Muchos expertos e intelectuales intentan ver el lado bueno, esperando contra todo pronĂłstico que gobierne como un republicano moderado. Muchos economistas âmis compañeros de profesiĂłnâ estĂĄn impacientes por darle consejos para que no lleve a cabo los desastrosos planes econĂłmicos que anunciĂł en su campaña.
Cuando lo que antes era impensable se normaliza, es fĂĄcil que muchos pierdan, o como poco ignoren, su brĂșjula moral. Lo rĂĄpido que se estĂĄ aceptando la variedad de retĂłrica contra los inmigrantes y los musulmanes, su polĂtica improvisada y su mezcla sistemĂĄtica de familia y Estado es mĂĄs que un motivo de preocupaciĂłn pasajera.
Tenemos que seguir recordĂĄndonos que no vivimos en tiempos normales, que el futuro de nuestras instituciones mĂĄs queridas no depende de los demĂĄs sino de nosotros mismos, y que todos somos individualmente responsables de nuestras instituciones. Si las perdemos en manos de un aspirante a hombre fuerte, solo podemos echarnos la culpa a nosotros mismos. Somos la Ășltima defensa. ~
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Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en Foreign Policy.
(Estambul, 1967) es profesor de EconomĂa en el Massachusetts Institute of Tecnhnology. En 2012 publicĂł junto a James Robinson Por quĂ© fracasan los paĂses (Deusto)