Poemas perfectos y, sin embargo, siempre en la búsqueda de combinaciones. Propios y apropiados. De eso va Poemas traducidos.
Hay formas poéticas del trabajo editorial: una disposición, un ritmo, una propuesta en la formación. Siempre es un quebradero de cabeza, para autor y editor, saber en qué lugar va un poema, qué ritmo de lectura propone este acomodo o aquel otro. Y Zaid propone un juego, no un pasatiempo; algo parecido a los juegos matemáticos, que obligan a articular intuiciones de necesidad con recursos libres. No es una museografía sino una suerte de archipiélago de cinco islas: poemas de otros poetas, una breve antología de Vidyapati, otra de Pessoa, poemas de las lenguas indígenas del norte de México y las traducciones de los poemas suyos. Pero no conforman un orden secuencial sino una suerte de artefacto cuya estructura parece más espacial que plana. Una geometría. Y un juego.
Cada parte del libro tiene una coherencia propia, por más que todos quedan enhebrados por una misma línea, indefinible, pero siempre reconocible. Hace tiempo, cuando Gabriel Zaid publicó poemas bajo pseudónimo, Octavio Paz le hizo ver que resultaba inútil: algo hay en la obra de Zaid que resulta intransferible e imposible de imitar ni impostar. Y se deja ver también en las traducciones, donde en general podría ser fácil disfrazarse. Este libro de traducciones, reunidas por primera vez, y habitado por decenas de poetas y de versiones, es un libro de Gabriel Zaid.
Con todo, ese algo que lo vuelve siempre reconocible no es sello ni cifra ni se puede señalar. Cuando fueron apareciendo, a lo largo de sesenta años, una traducción por acá, otra allá, no había sino un poema, cada poema, como entidades específicas. Es solamente en la reunión de todos que emerge esa suerte de certeza: esto es de Gabriel Zaid.
Y es un mundo: veinticuatro idiomas, más de ciento cincuenta poetas, traductores, compiladores (todo con sus índices); obras de llegada al español y de salida a otras lenguas. Más acá de la poesía, un trabajo bárbaro de organización y disposición de todo eso. Quienes hemos tenido alguna experiencia editorial con Zaid, lo tememos: no hay detalle menor. Y este libro está lleno de complejidades notorias; chino, japonés, esos caracteres insólitos del checo, la falta de seriedad de los acentos en el griego moderno… y no hallo ratonera que no quedara desactivada. Además, el acierto en la tipografía y la formación de páginas. Eduardo Mejía acompañó a Zaid en un trabajo encomiable.
Las trazas cuentan, pero lo importante es la poesía. Y los Poemas traducidos abunda en formas, modos, ángulos. Primero hay versiones de Zaid de poemas de muy amplia gama: quince poetas, con un rango inmenso de tonos, voces, intenciones, desde la suavidad de los versos de Safo hasta el más duro laconismo explosivo de Paul Celan. Griego, alemán, polaco, francés… con ayuda de intérpretes o de modo directo, queda claro que no son asignaturas sino elecciones libres: poemas que intrigaron o sedujeron a Zaid y no había mejor modo de leerlos que meterse en ellos y observarlos en su forja.
La segunda parte son las Canciones de Vidyapati, un libro pequeñito de suyo, con una serie de poemas eróticos, amorosos y en ese registro hindú, admirable, que canta el amor, y el encuentro de los cuerpos en un ámbito de sacralidad. Y se sigue de las coplas de Fernando Pessoa, quizá las traducciones más cercanas al original, por lo que a técnica se refiere: sin perder el canto del portugués, Zaid rescata metro y rima en español. Y parece cosa fácil, una vez que ha quedado, pero es engañosísimo: es muy difícil que una traducción de canciones populares quede, en efecto, como canto.
Con esto sería ya un estupendo libro. Pero no es ni la mitad. La parte central es para una obra de veras rara: la “Poesía indígena del norte de México” es inclasificable. No es cosa antropológica ni etnológica; tampoco es un catálogo. Zaid buscó, indagó, consiguió entrevistas, grabaciones, textos y registros olvidados de trece lenguas indígenas. Buscó poesía y la halló, incluso en lenguas de las que se suponía que no quedaba nada. Entre canciones, juegos, ritos, poemas, refranes, obtuvo una panoplia extraordinaria. A veces, solo un par de piezas brevísimas; otras, tuvo que seleccionar entre muchos poemas. Cantos de sabiduría del kikapú, cantos genésicos del kiliwa, canciones de labor (algo que el progreso y las modernidades nos borraron: el canto, la danza, el ritmo son parte fundamental de la producción en el trabajo) y hasta poemas inquietantes, como la “Muerte del Creador”, en el que Dios ha de morir para que surja la vida…
Las lenguas aparecen ordenadas alfabéticamente, comenzando por los apaches y hasta los zuñis. Cada lengua lleva una pequeña introducción (Zaid puede disponer cantidades inmensas de información en unas pocas líneas, como sabe ya cualquier lector de sus ensayos y artículos) y se sigue de los poemas. De hecho, cada pieza de estas lenguas apareció aquí, en Letras Libres. Pero reunidas son mucho más que la suma de sus partes: una antología feliz, con un dejo melancólico: varias, son lenguas que se vuelven, no a saludar sino a despedirse.
La parte final es otro acierto: los poemas de Zaid se acompañan con las versiones a otras lenguas. George McWhirter ha traducido todos al inglés, con cuidado y buenas hechuras. Pero hay muchos otros traductores, y el resultado es interesantísimo: es como si cada traducción ofreciera siempre algún ángulo nuevo, o descubriera consonancias, analogías que uno no había visto. El efecto es un extrañamiento respecto de la propia lectura, la que uno había hecho y que juzgaba completa. Claro que no: los poemas, dijo el clásico, no se terminan: se abandonan. Igual es la lectura.
Es una ironía que el libro comience con un poema de Voltaire (“Les pour”), que recibió título nuevo en español: “Lamentando un discurso de ingreso a la Academia”. Conservada la sonrisa pícara de Voltaire, el poema (¿adrede?) parece abrir de capa la fractura que suele hallarse entre las traducciones, digamos, académicas y las versiones cuyo valor está en la apuesta poética, o literaria. Se entiende perfectamente la necesidad de que una traducción sea casi una esclava de su original. Nadie querría un Kant, por ejemplo, a quien su traductor le cambiara términos, o le suavizara la sintaxis, para hacerlo más legible. Muchas traducciones de poesía suelen ser calcas informativas, como si se tratara de “textos” y no de poemas, pero con la poesía, mejor ni meterse si uno no está dispuesto al misterio.
Por supuesto que importa el original, y ese no es nunca un atolladero en este Poemas traducidos. Más allá de la servidumbre, Zaid apuesta varias veces por el poema, en vez del texto. Por ejemplo, el soneto 66 de Shakespeare, cuyos versos finales son:
Tir’d with all these, from these would I be gone,
Save that, to die, I leave my love alone.
Se transforma, o se apropia como:
Asqueado de todo esto, preferiría morir,
de no ser por tus ojos, María,
y por la patria que me piden.
No es una traducción servil, ni siquiera una versión fiel, sino otra cosa: una vida propia en una lengua que no quiere ser putativa sino propia para un poema. Mis amigos puristas se me enojan cuando digo que me gusta Glenn Gould. ¿Es Bach, eso? Sí, no, también. Es el caso con este soneto: es Shakespeare, o no, o también. Pero además de la sorpresa, se trata de un estupendo remate para un poema, en una encrucijada entre la apropiación, la influencia, el homenaje.
Y sugiero, en sentido inverso, para los poemas de Zaid que emigraron a otra lengua, que se vea un caso semejante. El poema “Rumor de agua en el bosque”, que aparece en dos versiones inglesas y una japonesa. La fiel, de George McWhirter, siempre correcto y con buen oído, y la recreativa, de Eliot Weinberger. En la segunda estrofa central (el poema tiene tres ejes espaciales), el poema de Zaid dice:
Y Weinberger tradujo esto:
¡Li Po! ¿de dónde? En realidad, se trata de una versión anterior del poema, tal como había aparecido en Cuestionario (FCE, 1976), que después Zaid corrigió y mejoró. Pero no importa: en este libro, la versión de Weinberger aporta una sorpresa afortunada. Li Po, ebrio, releasing eternity… viene, pues, del mismo lugar del que proviene María para habitar el soneto 66: el poeta que no se resigna a tratar textos; del traductor que reconoce la poesía y no la obediencia. Son traducciones que son lecturas donde la propia lengua cede a la pulsión de la danza. A veces sucede eso: un poema se apropia de su traductor y lo convence de ir a un puerto distinto. Son testimonios de la vida propia de un poema, que hace lo que conviene y se niega a obedecer, y a veces se inventa una vida nueva. ~
(ciudad de México, 1962) es poeta y ensayista.