Textos sagrados

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Naturalmente el cinematógrafo, como las demás artes, vuelve con frecuencia a sus primeros padres, releyendo, acoplando, malentendiendo adrede o desplegando los textos patrísticos que lo fundaron, así como los precedentes dramáticos y narrativos que el propio séptimo arte, por vía teatral, plástica y novelística, heredó de la antigüedad. No hablaremos aquí, dándola por sabida en la enseñanza media de la cinefilia, de la cantidad de edipos y medeas, helenas y ulises, de orestiadas de ciencia-ficción y apostolados del Apocalipsis posnuclear, de cristos en la cruz y otros dioses que no dieron su vida para redimirnos. El seductor, título español engañoso de The beguiled (1971), fue a mi juicio una de las grandes películas del Hollywood de los años setenta; la respuesta mainstream al cine de la conciencia amorosa atribulada que en aquel tiempo hacía gente como Bergman o Antonioni, dada por Don Siegel, antes solo un artesano de formidable instinto, al encontrarse con un impresionante reparto, un rico contexto (la encarnizada guerra civil estadounidense, y dentro de ella la mordiente lucha de sexos) y un guion ambicioso a partir de una novela de Thomas Cullinam que desconozco, aunque conozco casi de memoria, como todo el mundo, la obra que le inspiró, La casa de Bernarda Alba.

Ahora bien, aunque las peripecias del filme son idénticas en muchos detalles (hasta en el número de las mujeres enclaustradas por Lorca en su drama), el novelista y sus confesadamente fieles adaptadores a la pantalla, John B. Sherry y Grimes Grice, tuvieron el talento de alterar la acción imaginada por el poeta granadino, metiendo en la mansión porticada donde trascurre la historia a su Pepe el Romano, es decir, al cabo del ejército de la Unión John McBurney; Siegel les sigue al pie de la letra. El joven deseado de la pieza teatral rondaba altivamente a caballo, sin voz ni rostro, las calles del pueblo andaluz, deteniéndose ante la reja de las doncellas más díscolas; en El seductor está malherido, quemado, barbado, hasta que las manos femeninas deseosas le sanan, le afeitan los pelos que le afean y admiran descaradamente su compostura física cuando puede dejar la cama de convaleciente y empieza a embaucarlas a todas, incluso a Amy, la niña que le salvó la vida. El soldado no deja indiferente a ninguna de las nueve habitantes del internado femenino, pero concede sus favores a las tres que pueden sacarle de su doble encierro; la fogosa alumna Carol, una Adela igual de decidida a perder placenteramente su virginidad, la modosa maestra Edwina, que sería la Angustias lorquiana, y esa tortuosa versión puritana de la Bernarda que es la madura y concupiscente propietaria del internado, miss Martha.

Siegel, apoyado por Clint Eastwood, cómplice suyo en otras películas y productor de esta, creaba desde el arranque en el bosque, con el beso que el cabo yanqui ensangrentado le da en la boca a la niña, y poco después con la explícita metáfora de los huevos que las gallinas, alcanzadas por la virilidad del soldado, vuelven a poner en la granja, un complejo universo de deseo femenino, soterrado o no, incestuoso y lésbico en el personaje de miss Martha; algo que rara vez el cine americano industrial se permitía entonces. Hay que señalar, con todo, que Siegel, maestro en la plasmación de ámbitos sensuales, narrador vigoroso y punzante, magnífico director de actrices (Eastwood hace lo que puede en el registro introspectivo, que no es el suyo), sucumbe a la pretensión del cinéma d’auteur al modo europeo (centroeuropeo, diría yo), manchando a veces la tersura galvanizante de su historia con unos torpes subrayados monologales y oníricos.

La seducción (2017) traduce mejor el original (to beguile es “engatusar”, y el inglés deja, claro está, sin género definido el participio), pero se trata, por lo demás, de un trabajo anodino, pesante, amanerado, adjetivos que me cuesta atribuir a una cineasta que admiro enormemente, no solo por la obra plena de originalidad y arrojo que fue María Antonieta. Sofia Coppola sabe muy bien que la sexualidad explícita y aun “desviada” ya no es tabú, y ella, valiente incluso en sus yerros, se propone reducir no solo el número de mujeres, que pasa de nueve a siete, sino la temperatura tórrida que reina en el casón, así como la truculencia de los tres clímax de agresión encadenados en el final. El recato erótico no aporta nada, y es devastadora la pérdida de la tensión racial al suprimir el personaje de la criada negra Hallie (que en la magnífica interpretación de Mae Mercer era uno de los puntos fuertes del filme de Siegel). Según ese mismo rigorismo, Coppola limpia de sangre la amputación vengativa, aunque hay que reconocerle que la prefigura de manera sutil cuando vemos al convaleciente cabo (un insípido Colin Farrell) cortar un tronco con el mismo serrucho que le cortará a él el hueso. Y también contagia su austeridad a sus actrices, lo que en el caso de Nicole Kidman y Kirsten Dunst significa quedar anuladas, incluso sin compararlas, como yo hago, con las extraordinarias Geraldine Page y Elizabeth Hartman de Siegel.

Y de su pregonada visión feminista, nada de nada. El filme de Siegel era más radical en ese sentido, pareciendo a veces la miss Martha de Page una personificación encubierta de Valerie Solanas, la exacerbada fundadora en los años setenta de scum, aquella violenta Sociedad para Castrar a los Hombres cuyos efectos sintió el pobre Andy Warhol.

El fracaso rotundo duele más por tratarse de una historia, tomada por Sofia Coppola de los maestros antiguos, que le cuadra bien a su mundo personal volcado en los desajustes. Desajustadas hasta la muerte eran Las vírgenes suicidas, pocas veces el cine ha dado imágenes más elocuentes de lo que es ser extraño a una lengua, a un paisaje, a una cultura y a unos modos de vida que en Lost in translation, y nunca el presunto biopic de un personaje insustancial como María Antonieta ha propiciado un estudio tan profundo de la condición pop. En La seducción los hiatos, las intrusiones, la descompensación de los caracteres ni se ven, en el excesivo tenebrismo de la imagen, ni se sienten. Así que el evangelio según Don Siegel seguirá siendo la biblia del clasicismo erótico de Hollywood, y a Sofia deseamos reencontrarla, con o sin previa fuente sagrada, en la alta inspiración de que es tan capaz. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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