Me atrevo a afirmar, con escaso temor a equivocarme, que desde nuestra Guerra Civil, la sociedad española no había pasado por un trance que alterara de modo tan radical la vida del conjunto de sus ciudadanos como el del confinamiento masivo provocado por el coronavirus en 2020. Y aunque es cierto que ambas situaciones no resultaban comparables en su dramatismo (por más que el lenguaje bélico utilizado por las autoridades parecía intentar homologarlas), no lo es menos que el forzado encierro en sus casas de toda la población le ha dado a esta pandemia un carácter por completo universal del que carecía aquella guerra. Estamos, por tanto, ante un acontecimiento rigurosamente excepcional que, por esa misma razón, pone a prueba los instrumentos intelectuales de los que nos servimos para relacionarnos con el mundo y con las personas. Es temprano todavía para extraer conclusiones y hacer balances a este respecto, pero algo se puede empezar a decir, al menos en relación con uno de nuestros saberes disponibles, el saber filosófico.
De pronto, buena parte de las miradas se dirigieron hacia la filosofía. Especialmente en los primeros días de confinamiento, a quienes se dedican a esto se les venía reiterando con insistencia desde los medios de comunicación una misma pregunta: ¿qué puede decir la filosofía en la actual situación? La pregunta, de apariencia sencilla, en realidad escondía dos subpreguntas, una teórica y otra práctica. La primera reflejaba el estupor de quien no entendía lo que ocurría (era un equivalente a: ¿qué nos está pasando?), mientras que la segunda expresaba la perplejidad del que no sabe lo que corresponde hacer en esta situación excepcional (equivaldría a: ¿cómo debo vivir lo que está sucediendo?).
Da que pensar este redescubrimiento de la filosofía (y me arriesgaría a apuntar que, aunque en mucha menor medida, también de la poesía) en un mundo en el que como aquel que dice hasta hace cuatro días era considerada de manera generalizada un artefacto casi inservible. En efecto, no dejaba de ser llamativo que, después de haber estado tanto tiempo escuchando el recurrente reproche de su inutilidad, ahora se despertara este repentino interés hacia ella. Sin que cupiera argumentar para justificarlo, algunos esperaban que la filosofía pudiera aportar soluciones a sus problemas o proporcionar respuestas concluyentes a sus preguntas. Alguno habría, sin duda, que mantuviera la expectativa de que el saber filosófico se comportara como una autoayuda cool, que proporcionara recetas para hacer más soportable la nueva situación, pero enseguida (en cuanto leyera el primer reportaje con opiniones de filósofos) habría comprobado lo infundado de su expectativa.
La clave de este interés que estamos comentando se encuentra en otra parte. Probablemente en una expectativa de diferente orden, en concreto en la de que la filosofía lanzara sobre lo real una mirada más amplia, más abarcadora, que la que lanzan otros saberes particulares, y ello permitiera al menos una inicial comprensión de lo que nos estaba ocurriendo. No se trataba, pues, de que los filósofos explicaran nada (esto es, que dieran cuenta de las causas que han dado lugar a determinados efectos), sino de que, reparando en dimensiones de la realidad ante las que de ordinario pasamos de largo, e inscribiéndolas luego en un marco de sentido mayor, proporcionaran las condiciones de posibilidad mentales para hacer dicha realidad algo más inteligible. O, si lo prefieren, para no seguir preguntándonos, angustiados por el absurdo, ¿qué nos está pasando (o “el mundo se ha vuelto loco”, que viene a ser poco más o menos la afirmación equivalente)?
¿En qué dimensiones de lo real podía reparar en este caso la filosofía? Por ejemplo, en la paradójica sensación de irrealidad que mucha gente tenía en un primer momento, cuando se inició el confinamiento masivo. La calificamos de paradójica porque hasta ese momento estábamos acostumbrados a denominar real a esa particular irrealidad en la que vivíamos encerrados, con un mundo a nuestra medida, en el que solo obteníamos noticia de aquello que nos interesaba (así es como hoy tiende a consumirse la información), desdeñando el resto, y únicamente nos relacionábamos (por ejemplo, a través de las redes sociales) con quienes nos gratificaban de una u otra manera. Ahora ya no cabía soslayar todo eso y continuar moldeando el mundo con la forma que deseáramos, porque lo que estaba ocurriendo había pasado a ser rigurosamente insoslayable.
Algunas matizaciones sobre el retorno de lo real
Pero no estoy del todo seguro de que eso esté dando como resultado, según se ha afirmado, que una de las características del presente momento en general sea el retorno de lo real, que tendría como correlato necesario el regreso del conocimiento (luminosamente descrito por Antonio Muñoz Molina en El País).
((Antonio Muñoz Molina, “El regreso del conocimiento”, El País, 25 de marzo de 2020.
))
Creo que a este respecto conviene introducir dos matizaciones. Empezando por lo último, tal vez resulte un poco prematuro dictaminar que esta crisis ha comportado la definitiva derrota de las fake news y la posverdad frente a la ciencia, como si la inercia desdeñosa hacia el conocimiento de todos estos años fuera a revertirse de un día para otro. Máxime con lo provechosa que ha demostrado resultar para sectores muy poderosos y con lo profundamente que parece haber empapado la conciencia de amplios sectores de ciudadanos, mucho más proclives a dejarse conmover por las apelaciones emotivas de los suyos, por más que falseen la realidad, que por los argumentos razonables y veraces de sus adversarios.
Si, a los meros efectos de claridad en la exposición, se me permite mantener la distinción, tan clásica como anacrónica, entre ciencia y tecnología (es cosa sabida que lo propio en estos tiempos es hablar más bien de complejo científico-técnico) me atrevería a afirmar que no resulta en absoluto descartable que de esta situación vaya a salir más reforzada la valoración de la técnica que la del conocimiento científico propiamente dicho. No sería de extrañar que cuando todo esto pase abunden los interesados reproches a las equivocaciones de los expertos, al tiempo que proliferen los elogios a unos desarrollos tecnológicos que habrían permitido en algunos países como Corea del Sur parar el golpe de la epidemia del coronavirus (Byung-Chul Han se ha extendido al hablar de esta cuestión).
La segunda matización tiene que ver con lo real y, como consecuencia, con nosotros mismos. Lo nuevo de esta situación no ha sido que todos hayamos compartido la misma realidad, puesto que constituye una evidencia incontrovertible que cada cual habita en su particular circunstancia, sino que hayamos compartido la misma experiencia, la del confinamiento. Por eso, no era casual que la pregunta más repetida en esos días en las comunicaciones cotidianas fuera, tras la preceptiva y previa ¿cómo estás?, la de ¿cómo lo llevas? Al igual que en esas pruebas clínicas de contraste en las que la ingestión de un determinado producto permite percibir el estado de algunas partes de nuestro cuerpo, así también podría decirse que esta situación de encierro forzoso ha significado una inyección masiva de tiempo en nuestras vidas y que el recorrido del mismo por nuestra cotidianeidad (el transcurrir de los días) ha ido permitiendo poner en evidencia el estado de nuestro interior, esto es, de nuestros recursos, de nuestras capacidades y de nuestras impotencias. En definitiva, nos ha ido ofreciendo la posibilidad de, por así decirlo, vernos por dentro o, si se prefiere, de entendernos mejor también a nosotros mismos. Con todo lo que ello comporta, claro. Las prisas de tantos que antes nunca corrían por salir a correr en cuanto se les dio permiso tal vez tengan que ver con esto. Seguro que me entienden. ~
es crítico de cine.