El concepto de infinito es central en la literatura de Borges. Conjunto infinito se define como aquel en que un subconjunto de él es igual o equivalente al conjunto entero, al todo. Por ejemplo, el conjunto de los enteros naturales, {1, 2, 3, 4, …}, es igual, es del mismo tamaño, que el conjunto de los números pares, {2, 4, 6, 8, …}. Lo que genera un monstruo en que el todo es igual, no mayor, a una de sus partes. Un ente así no se puede imaginar. Y eso que la cosa siga y siga, y no acabe, y aquí viene la palabra alarmante, “nunca”. ¿Qué es eso de que no acaba “nunca”, qué quiere decir?
El monstruo es muy sospechoso. Por eso Aristóteles, siempre astuto, aseguró que tal cosa no puede existir. El infinito, dijo, es infinito potencial que nace como posibilidad de que se puede repetir sin límite una operación, por ejemplo, contar 1, 2, 3, 4, n, pero eso no quiere decir que pueda existir en acto y en realidad el conjunto de lo contado.
Pero Aristóteles no le quitó los dientes a la serpiente: la discusión acerca de si el infinito existe en acto o solo en potencia sigue viva hasta nuestros días, es decir, no se ha zanjado en favor de ningún bando.
Entre formular estas secas ideas abstractas y escribir “La biblioteca de Babel”, cuyo asunto es el infinito, está el genio y la malicia literaria de Borges.
Ahora, Borges empezó como un escritor muy elaborado. El temprano libro Inquisiciones está escrito en una prosa, más que barroca, churrigueresca. Iba a parodiar a Borges escribiendo: “su inexplicable volumen Inquisiciones está estorbado por una prosa churrigueresca”. Mi generación literaria conoce muy bien a Borges, nos es fácil parodiarlo, porque nos hemos pasado la vida tratando inútilmente de librarnos de su influencia. Digo, pues, entre ese Inquisiciones inicial bien envarado y la limpia prosa ejemplar de Otras inquisiciones (que es ya una de sus obras maestras) está la sonriente figura de don Alfonso Reyes. Reyes dominaba a la perfección el arte de la prosa inmediata y simple. Y esa sencillez fue el filtro donde el churrigueresco borgiano se depuró e hizo magistral. Pero la gran prosa de Borges nace de la tensión entre el barroquismo original y la sencillez que preconizaba Reyes.
En Borges, como se sabe, toda palabra es asombrosa. El suyo es, como el del doctor Johnson, un caso muy raro en que cada palabra suya, no solo escrita sino dicha, pronunciada no solo en conferencias o entrevistas sino en las más elementales, imprevistas y banales conversaciones, se atesora con fervor. Han aparecido y siguen apareciendo por todas partes decenas de taquígrafos que dan testimonio del genio del maestro.
Ese talento literario aplicado a la fascinación por los monstruos filosóficos, como el infinito o las ideas platónicas, a través de una serie de símbolos, entre ellos, como se sabe, laberintos, espejos, tigres, espadas, dan como resultado el arte de ese prodigio asombroso y humilde al que le gustaban, ya famosamente, el café, los mapas, la prosa de Stevenson y, todo indica, María Kodama, su mujer.
Mi amigo Francisco Guzmán Burgos publica sus libros en una pequeña editorial llamada Hipálage. Pues bien, ¿qué quiere decir la palabra hipálage? Hipálage es una figura retórica que consiste en contaminar el sustantivo con el adjetivo. Y es cara a Borges. Por ejemplo, “los arduos manuscritos”, como en su verso “arduos como los arduos manuscritos que perecieron en Alejandría”, “los trabajosos libros”, “el zigzagueante explorador” (donde obviamente la zigzagueante es la exploración, su camino, no el explorador, que se ve contaminado por el adjetivo). ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.