Una experiencia inigualable

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Seis o doce meses llevo en lista de espera para que me trasplanten el alma (caja hueca pero no vacía), una intervención sencilla no exenta de riesgos. Es un intercambio con otra persona. Hace falta un buen grupo de chamanes titulados, una colla de joteros y un pastor zombi, que es el factor crítico porque suele estar muy ocupado u ocupada ya que es uno de los oficios más demandados por estas tierras que se distinguen por la abundancia de dos fenómenos: rayos y granizo de grueso calibre. Hasta las agencias meteorológicas internacionales certifican la prodigalidad inversa del cielo sobre nuestras achatadas cabezas, lo que quizá explique la escasez de población, alimañas medianas y enseres en general, ya que la densidad por kilómetro cuadrado dejó de medirse a finales de siglo para no deprimir y desincentivar más a la población, que resiste, eso sí, con abundantes magulladuras y quemazones pues el granizo (lo llamamos “grano”, a falta de trigo u otro cereal), ya se ha dicho, tiene el tamaño como un puño de adulto de tierras prósperas y los rayos, siempre de tormenta seca –sinceros y nobles como nosotros, sin relámpagos ni truenos–, pegan unos puyazos que solo el hielo aliviaría, pero ambos meteoros no suelen caer a la par, pues nunca llueve a gusto de todos, aunque aquí no llueve jamás, pero el refrán, por extensión, vale, dentro de la licencia utópica y el idealismo sano con que la misma naturaleza que nos masacra nos provee de argumentos para descifrar sus designios, aunque por mucho que lo hemos intentado durante siglos o quizá milenios, nadie lleva la cuenta, no acabamos de elucidarlo.

Claro que nunca nos hemos quejado, tampoco sabríamos ante quién, pues nuestra docilidad es proverbial y solo la virulencia de los elementos que he citado podría justificar la maldad y la rabia casi congénitas que a veces acometen incluso a los más abnegados vecinos, y esa misma furia genocida es lo que nos impide, a su vez, marcharnos de esta gusanera tal como, según dicen, hicieron muchos de los que nos precedieron, y gracias a esta explicación –cierto es que aquí nunca acabamos de creernos nada y con razón–, colegimos o discurren los más sabios que rayos y granizadas no son una maldición provocada por algún chandrío o pecado que aqueje a nuestra estirpe, sino que la cosa es al revés: al ser un lugar tan inhóspito y despiadado resultó idóneo, según los que en su día pudieron decidir acerca de estos asuntos, para confinarnos a nosotros, a nuestros –sin duda abominables– antepasados. Pero ya digo que no hay forma de distinguir entre leyendas, infundios o simples errores, pues carecemos del área de Leibniz (no todos, algunos de Broca) y de otras piezas del cerebro, aunque este extremo también puede ser una verdad a medias para aumentar nuestra endémica desidia y reforzar el apocamiento que nos abruma y que quizá solo procede de las penurias y miserias que, dentro de un buen pasar –todo hay que decirlo–, afligen y trastornan nuestras vidas y nos abocan al pesimismo, la incuria y, si no nos sujetara la desidia, al crimen, que siempre ramonea como las avispas y las víboras, que zumban y serpean respectivamente por todo: miel no se cría –las abejas enloquecen y se enzarzan en violentísimas escaramuzas sobre las que solemos apostar, pues gallos no hay–, pero escurzones y alacranes forman parte de nuestra dieta, aunque, eso sí, no suelen picarnos sino que nos rehuyen como si fuéramos el diablo que quizá somos y por eso, ante la duda que me atormenta (de si seré yo la causa del pertinaz mal), solicité el trasplante de alma que, según nos explican, está en una caja hueca pero no vacía, aunque con estos antecedentes una me va y otra me viene porque con el secular abandono en que yacemos en estos eriazos no hay de nada y suerte menos mal que conservamos los fierros de atar y la pila bautismal o sacrificial, que dicen que es mozárabe o de los visigodos y a las afueras de las ruinas queda el altar ibérico donde destazamos al último espabilado que quiso ser más que nadie y desde entonces, eso sí, ya no ha habido más que renuncios y regüeldos y todo ha sido remugar y no dar, que es lo que garantiza cierta calma tensa que para nosotros, con la sensibilidad siempre al aire, es más de lo que podríamos soñar aun en las mejores pesadillas.

El caso es que no es fácil juntarlos a todos para la ceremonia pero hoy me han dicho que me prepare y hasta me han rapado y me han estirado en el potro o pilón de capar (en desuso), y se nota un ambientillo como de fiesta o jolgorio contenido, siempre que estas expresiones se interpreten en su contexto, que es el apocamiento sumiso y el pánico, que deducimos que debe de venir de sucesos trágicos remotos y olvidados pero siempre presentes. Como decimos a veces, el resquemor es por algo.

Pero ya se oyen los cencerros y los puñales, que son de lasca esportillada pero no te fíes que bien empuñados abren un jabalí de un tajo y ahora me van a abrir a mí la tripa o sea que la cosa va en serio y casi me arrepentiría si pudiera, pero ya baja por el osario –no solemos enterrar por dejadez o por no hacer gasto– el chamán con la herramienta y solo el griterío y los grilletes me impiden desmayarme o salir corriendo, aunque eso sería peor porque el trasplante sería fallido y doy gracias al cielo que tanto nos maltrata porque cuando ya va a proceder según el ritual –abrir el pecho de los dos voluntarios y atarlos bien prietos para que se intercambien las almas se avienen (que no siempre pasa, a veces hay rechazo)–, estalla una tormenta seca de crujidos luciféricos y los puyazos restallan entre los cuerpos y rebotan partiendo las pocas rocas que quedan y que, al lamerlas, constituían nuestro último sustento.

No quiero hacer spoiler pero fue un superéxito. Una experiencia inigualable. Como influencer recomiendo esta sesión. Es cara pero da más de lo que cuesta. El próximo día probaremos Las Hurdes de Buñuel. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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