Una nueva manera de vivir

Spinoza abandonó la comodidad del negocio familiar para dedicarse a la filosofía. Al rechazar los valores del éxito material y social, se empeñó en encontrar un modo de felicidad que no dependiera de las circunstancias.
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Cada día, miles de millones de personas dedican una cantidad significativa de tiempo a adorar un ser imaginario. Más precisamente, alaban, exaltan y rezan al Dios de las principales religiones abrahámicas. Ponen sus esperanzas en –y temen a– una deidad trascendente y supernatural que, creen, creó el mundo y ahora ejerce providencia sobre él.

En los escritos proféticos del judaísmo, el cristianismo y el islam, ese Dios está dotado de características psicológicas y morales familiares. Él –el Dios abrahámico es típicamente concebido como masculino– tiene conocimiento, percepción, intención, voluntad y deseo, y Él experimenta emociones tales como los celos, la decepción, el placer y la tristeza. Dios es poderoso y libre, ilimitado en Su omnipotencia. Él decreta mandamientos con la seguridad de que serán cumplidos, y Él aplica un severo juicio sobre aquellos que no los obedecieron. Dios es también bueno, benevolente y misericordioso, y el plan providencial concebido y llevado a cabo por Dios se fundamenta en la sabiduría y la justicia.

Este Dios demasiado humano no existe, o así argumenta el filósofo del siglo XVII Bento de Spinoza,

{{Bento era el nombre de pila de Spinoza en la comunidad judío-portuguesa de Ámsterdam. Baruch era el nombre hebreo utilizado en la sinagoga, y Benedictus, la versión latina de su nombre que aparece en sus escritos publicados. Los tres nombres significan “bendito”.}}

quien sostiene que semejante divinidad es una ficción supersticiosa fundada en las irracionales pasiones de los seres humanos que a diario sufren las vicisitudes de la naturaleza. Sintiéndose perdidos y abandonados en un mundo inseguro que no atiende sus deseos y, sin embargo, encontrando al mismo tiempo en ese mundo un orden y una conveniencia que parecen más que accidentales, imaginan un Espíritu gobernante que, según el modelo de la acción humana, dirige todas las cosas hacia ciertos fines. He aquí cómo Spinoza describe el proceso psicológico común:

como encuentran en sí mismos y fuera de sí no pocos medios que contribuyen en gran medida a la consecución de su utilidad, como, por ejemplo, los ojos para ver, los dientes para masticar, las hierbas y los animales para alimentarse, el sol para iluminar, el mar para criar peces, etc., de ello resultó que consideraran a todos los seres naturales como medios conducentes a su utilidad. Y como saben que esos medios han sido hallados, pero no dispuestos por ellos, tuvieron así motivo para creer que hay algún otro que ha dispuesto tales medios para uso de ellos. En efecto, después de considerar las cosas como medios, no han podido creer que se hayan hecho a sí mismas, sino que de la existencia de aquellos medios que ellos suelen disponer debieron concluir que había algún o algunos rectores de la Naturaleza, dotados de libertad humana, que les han procurado todo y han hecho todo para uso de ellos.

{{Baruch Spinoza, Ética. Tratado teológico-político. Tratado político. Estudio introductorio de Luciano Espinosa. Traducciones de Óscar Cohan, Emilio Reus, Humberto Giannini y M. Isabel Flisfisch, Madrid, Gredos, 2011. Ética, I, “De Dios”, apéndice, p. 39.}}

Pensamiento reconfortante en verdad, pero no más verdadero por la consolación que produce. Esa gente “que ve a Dios como hombre […] se aleja del verdadero conocimiento de Dios”. No hay deidad trascendente; no hay ser sobrenatural, no hay ser que esté separado o sea diferente de la Naturaleza o esté más allá de ella. No hubo creación; no habrá juicio final. Solo existe la Naturaleza y lo que pertenece a la Naturaleza.

La palabra “Dios” sigue disponible, incluso es útil, particularmente en tanto encierra ciertos rasgos esenciales de la Naturaleza que constituyen (al menos entre los filósofos de los tiempos de Spinoza) la definición de Dios: la Naturaleza es una sustancia eterna, infinita, que necesariamente existe, la causa más real y auto-causada de todo lo que sea real. (Spinoza define “sustancia”, la categoría básica de su metafísica, como “aquello que es en sí y se concibe por sí”, esto es, lo que tiene verdadera independencia ontológica y epistemológica.) Por ende, Dios no es nada distinto de la Naturaleza misma. Dios es la Naturaleza, y la Naturaleza es todo lo que hay. Es por ello que Spinoza prefiere la expresión Deus sive Natura (“Dios o la Naturaleza”).

Al principio de su obra maestra, la Ética, Spinoza dice que “todo lo que es, es en Dios” y “de la necesidad de la naturaleza divina deben seguirse infinitas cosas en infinitos modos”.

{{Ética, I, pp. 16 y 20.}}

Todas las cosas, sin excepción, están en y son parte de la Naturaleza; son gobernadas por los principios de la Naturaleza y producidas por otras causas naturales. Spinoza puede ser leído ya sea como un panteísta –que históricamente parece ser la interpretación más común– o como un ateo, como algunos de sus más vehementes críticos (y entusiastas) han hecho. De una u otra manera, lo que no está a discusión es el rechazo al Dios abrahámico personal y antropomórfico.

((Para lecturas panteísticas, véase Jonathan Bennett, A study of Spinoza’s ‘Ethics’, Indianápolis, Hackett Publishing, 1984, y Edwin Curley, Behind the geometric method, Princeton, Princeton University Press, 1988. Para una lectura atea, véase Steven Nadler, “‘Whatever is, is in God’: substance and things in Spinoza’s metaphysics”, en Charles Huenemann [ed.], Interpreting Spinoza, Cambridge, Cambridge University Press, 2008, pp. 53-70.))

De ello se deriva que no hay, ni puede haber, tal cosa como la divina providencia, por lo menos como habitualmente se entiende. Todo lo que ocurre en la Naturaleza y conforme a las leyes de la Naturaleza ocurre como necesidad ciega y absoluta. Cada cosa y cada situación están causalmente determinadas para ser como son. Ni la Naturaleza misma ni nada en la Naturaleza hubieran podido ser distintos. Como Spinoza lo formula, “en el orden natural de las cosas nada se da contingente; sino que todo está determinado por la necesidad de la naturaleza divina a existir y obrar de un cierto modo”.

{{Ética, I, p. 30.}}

En la visión de Spinoza, este no es el mejor de todos los mundos posibles; no es siquiera uno entre muchos mundos posibles. Este es el único mundo posible. “Las cosas no han podido ser producidas por Dios de ningún otro modo ni en ningún otro orden.”

((Ética, I, p. 34))

No es necesario decir que no hay ni puede haber milagros, entendidos como excepciones de origen divino a las leyes de la naturaleza. No es solo que los milagros sean altamente improbables o difíciles de detectar, sino que son metafísicamente imposibles. La naturaleza no podría de ninguna manera contravenir sus propios y necesarios modos. Los acontecimientos que consideramos milagrosos son simplemente aquellos cuya explicación natural ignoramos. “Nada existe en la naturaleza que sea contrario a sus leyes universales […] es lo cierto que los antiguos consideraban como milagroso todo aquello que no acertaban a explicarse de la manera que el vulgo explica las cosas, es decir, pidiendo a la memoria el recuerdo de algún suceso semejante que se tenga costumbre de concebir sin asombro, porque el vulgo cree comprender suficientemente las cosas cuando han cesado de sorprenderle.”

((Tratado teológico-político, VI, 11, p. 379, y 14, p. 380.))

La teleología también es una ficción.

{{Mucho se ha discutido sobre el lugar de la teleología en la filosofía de Spinoza. Para intentos de encontrar un papel para ella en su sistema, véase Don Garrett, “Teleology in Spinoza and early modern rationalism”, en Rocco Gennaro y Charles Huenemann [eds.], New essays on the rationalists, Oxford, Oxford University Press, 1999, pp. 310-336, y Martin Lin, “Teleology and human action in Spinoza”, en The Philosophical Review 115, pp. 317-354.}}

No hay finalidades para la Naturaleza ni finalidades en la Naturaleza. La Naturaleza misma no existe por el bien de ninguna otra cosa, y nada es dirigido por la Naturaleza hacia ningún fin. Lo que sea que es, solamente es; lo que sea que ocurra, solamente ocurre (y debía ocurrir). Ni el universo mismo ni ninguna cosa en el universo fueron creados para alcanzar un objetivo.

Lo que es cierto para la teleología también es cierto para los valores morales y estéticos. Nada es bueno o malo o bello o feo en sí mismo. “Por lo que atañe a lo bueno y a lo malo, tampoco indican nada positivo en las cosas, por lo menos consideradas en sí mismas, y no son sino modos de pensar o nociones que formamos porque comparamos las cosas unas con otras.”

{{Ética, IV, Prefacio, p. 179.}}

Dios no creó el mundo porque era bueno; ni es bueno el mundo porque Dios lo creó. De nuevo: cualquier cosa que es, solamente es y debía ser como es, punto.

Tal es el universo que Spinoza describe y establece por medio del “método geométrico” –una serie de definiciones, axiomas, proposiciones demostradas, corolarios y escolios– en las partes metafísicas de la Ética. A primera vista parece un panorama más bien sombrío, uno que atañería a la forma más radical del nihilismo.

Pero hay más.

La necesidad inviolable de la Naturaleza gobierna no solamente el mundo de los objetos físicos –en el que las manzanas caen de los árboles y las rocas ruedan cuesta abajo– sino también el terreno de la actividad humana, incluso lo que sea que ocurre en la mente humana. Pensamientos, ideas, intenciones, sentimientos, juicios, deseos, incluso la voluntad –nuestros actos deliberados del día a día–, están todos sujetos a las leyes del pensamiento tanto como los cuerpos en movimiento lo están a las leyes de la física. De hecho, Spinoza proclama con atrevimiento, al inicio de la parte tercera de la Ética dedicada a la psicología humana: “trataré de la naturaleza y de las fuerzas de los afectos, y de la potencia del alma sobre ellos, con el mismo método con que en las partes precedentes he tratado de Dios y del alma, y consideraré las acciones y los apetitos humanos igual que si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos”.

{{Ética, III, Prefacio, p. 104.}}

Un acto mental o suceso psicológico sigue a otro con la misma necesidad y certeza deductiva con la que, a partir de la naturaleza del triángulo, se infiere que sus ángulos interiores suman ciento ochenta grados. En la mente, no menos que entre los cuerpos, gobierna un estricto determinismo causal, y nada hubiera podido ser diferente de como es.

Esto significa que no hay tal cosa como el libre albedrío. La idea de que lo que uno quiere o desea o elige es una especie de espontáneo acto de la mente –posiblemente influido por otros objetos mentales, como las creencias o las emociones, pero de ninguna manera determinado absolutamente por ellos– es una ilusión. “Todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas […] creen ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, pero no piensan, ni en sueños, qué causas los disponen a apetecer y querer, porque las ignoran.”

{{Ética, I, “De Dios”, apéndice, p. 38.}}

Existe, desde luego, un tipo de libertad accesible a los seres humanos, y es nuestro mayor interés luchar por alcanzarla; ese es el gran propósito de la Ética. Pero la libertad humana no consiste, ni puede consistir, en la clásica capacidad de haber elegido o deseado o actuado de modo diferente a como uno lo hizo. “En el alma no hay ninguna voluntad absoluta o libre, sino que el alma es determinada a querer esto o aquello por una causa que también es determinada por otra, y esta a su vez por otra, y así hasta el infinito.”

((Ética, II, p. 93.))

No viene al caso lamentar nada de esto –la desaparición de un Dios providencial, el vaciamiento de todos los significados y valores del mundo, la pérdida de nuestro libre albedrío– ni desear que las cosas fuesen diferentes (ya que en ningún caso podrían ser diferentes). Pasar la vida en estado de resignación pasiva o lamentando su suerte y maldiciendo la Naturaleza por las cartas que a uno le tocaron no es solo una pérdida de tiempo, sino que es también irracional y dañino. Es, en efecto, sufrir y ser (en palabras de Spinoza) un “esclavo” de las pasiones.

¿Pero cuál es la alternativa? Dentro de ese mundo eterno, infinito, necesario, determinístico y carente de sentido, ¿hay alguna manera de florecer para seres finitos y mortales como nosotros, sujetos a las hondas y flechas de la ultrajante fortuna? Cuando no hay un Dios sabio, justo y providencial dirigiendo las cosas hacia algún fin, cuando todo es gobernado por una necesidad inviolable, semejante a una ley, y nada podría haber sido diferente, ¿podemos, a pesar de ello, esperar alcanzar, con nuestros propios recursos y esfuerzo, una vida de bienestar, incluso de “bienaventuranza” y “salvación”?

Esa es precisamente la pregunta que condujo a Spinoza, alrededor del tiempo de su herem (proscripción o excomunión) de la comunidad judía-portuguesa de Ámsterdam, a abandonar su vida de comerciante y comenzar a investigar la más profunda e importante de las indagaciones morales: ¿qué es la felicidad humana y cómo es posible alcanzarla?

*

Una gran parte de la vida de Spinoza está envuelta en misterio. Nació en Ámsterdam el 24 de noviembre de 1632, hijo de los inmigrantes portugueses Miguel d’Espinoza y su segunda esposa, Hanna Deborah. Miguel y Hanna venían ambos de familias de “conversos” –católicos en apariencia cuyos ancestros judíos habían sido convertidos a la fuerza– y regresaron a la práctica abierta del judaísmo solamente tras llegar al ambiente generalmente tolerante de la República holandesa. Miguel era un comerciante y la familia, relativamente próspera, era prominente entre los sefarditas de Ámsterdam. Spinoza y sus hermanos asistían a la escuela de la comunidad judía y ayudaban en el negocio de su padre.

En general, sin embargo, sabemos realmente poco de la juventud y edad adulta temprana de Spinoza –incluyendo las razones detrás del herem, más allá de lo que el documento de la proscripción llama “herejías abominables y hechos monstruosos”– y apenas poco más de los años de su madurez antes de su muerte prematura el 21 de febrero de 1677. Cuando murió, el círculo de amigos responsables de compilar ediciones latinas y holandesas de sus escritos inéditos decidió aparentemente destruir toda la correspondencia de naturaleza personal, privando así a las generaciones futuras de cualquier atisbo que esas cartas pudieron haber contenido acerca de su vida y sus pensamientos sobre asuntos no filosóficos.

Y, sin embargo, lo que generalmente se considera el primerísimo escrito que tenemos de Spinoza comienza con una poco usual narración autobiográfica. Por un breve momento, somos testigos de cómo Spinoza reflexiona sobre la trayectoria de su vida en los primeros párrafos del inacabado Tratado de la reforma del entendimiento, el cual probablemente comenzó hacia 1658, apenas un par de años después de su excomunión.

Después que la experiencia me había enseñado que todas las cosas que suceden con frecuencia en la vida ordinaria son vanas y fútiles, como veía que todas aquellas que eran para mí causa y objeto de temor no contenían en sí mismas ni bien ni mal alguno a no ser en cuanto que mi ánimo era afectado por ellas, me decidí, finalmente, a investigar si existía algo que fuera un bien verdadero y capaz de comunicarse, y de tal naturaleza que, por sí solo, rechazados todos los demás, afectara al ánimo; más aún, si existiría algo que, hallado y poseído, me hiciera gozar eternamente de una alegría continua y suprema.

((Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento. Principios de filosofía de Descartes. Pensamientos metafísicos. Traducción, introducción, índice analítico y notas de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza Editorial, 2019. Tratado de la reforma del entendimiento, I, 1, p. 97.))

Antes del herem, que tuvo lugar en el verano de 1656, Spinoza y su hermano Gabriel dirigían el negocio de importaciones que heredaron de su padre tras su muerte. A pesar de que el negocio, lastrado por una deuda importante, no era ciertamente una gran fuente de “honor y riqueza”, el tren de vida que le proporcionaba a Spinoza era suficiente para hacerlo dudar de renunciar a él “si quería dedicarme seriamente a una nueva tarea”. Aunque sentía cierta insatisfacción con la vida que estaba llevando, “parecía imprudente querer dejar una cosa cierta por otra todavía incierta”. Al mismo tiempo, percibió que la “suprema felicidad” residía fuera de la vida mercantil, con sus altas y bajas frecuentemente incontrolables y sus recompensas imperfectas y fugaces, y le preocupaba perder la oportunidad de alcanzar el bien superior.

Lo que es más frecuente en la vida y, por lo que puede colegirse de sus obras, lo que los hombres consideran como el sumo bien, se reduce a estas tres cosas: las riquezas, el honor y el placer. Tanto distraen estas tres cosas la mente humana, que le resulta totalmente imposible pensar en ningún otro bien.

Por lo que respecta al placer, el ánimo queda tan absorto como si descansara en el goce de un bien, lo cual le impide totalmente pensar en otra cosa. Pero tras ese goce viene una gran tristeza que, aunque no impide pensar, perturba, sin embargo, y embota la mente. La búsqueda de los honores y de las riquezas distrae también, y no poco, la mente, sobre todo cuando se los busca por sí mismos, ya que entonces se los considera como el sumo bien.

((Tratado de la reforma del entendimiento, I, 3 y 4, pp. 98-99.))

Como muchos pensadores antes que él, el joven Spinoza se dio cuenta de que los supuestos beneficios del éxito material y social tienden a ser efímeros e impredecibles. Más aún, están invariablemente acompañados de una variedad de males, incluyendo la ansiedad, la envidia y el deseo frustrado. En busca de una fuente más perdurable de satisfacción, concluyó que ya era tiempo “de embarcarse en una nueva manera de vivir”. A pesar del riesgo y la incertidumbre que significaría, estaba convencido de que hacerlo así era lo mejor para él. “Abandonaría un bien incierto por su propia naturaleza […] por otro bien incierto, pero no por su naturaleza (pues yo buscaba un bien estable), sino tan solo en cuanto a su consecución.” De hecho, razonó, “dejaría males ciertos por un bien cierto”. Fue así que renunció a una vida convencional guiada por valores mundanos y entregada a la búsqueda de bienes transitorios, por la vida de la filosofía y la búsqueda del “sumo bien”: la felicidad suprema.

Lo que revela Spinoza en estas líneas iniciales de su obra más temprana es que su proyecto intelectual era, desde el inicio, fundamental y esencialmente una filosofía moral en el sentido más amplio del término.

*

El tema de la filosofía moral clásica era alcanzar el bienestar personal. Para filósofos antiguos como Sócrates, Platón y Aristóteles, lo mismo que para los cínicos, escépticos y estoicos, el interés de la ética versaba ante todo en cómo un ser humano ha de llevar una buena vida. Su tratamiento de la virtud se encaminaba a revelar cómo podría uno lograr la eudemonía, traducida frecuentemente como “florecimiento” o “felicidad” (en el entendido de que semejante vida incluía también tratar a los otros seres humanos de manera considerada). Para los filósofos medievales de la tradición cristiana y los pensadores que escribían en hebreo y árabe en las tradiciones judía y musulmana, el objetivo era casi semejante, aunque se entendía ahora como bienaventuranza y salvación en un contexto que incluía un Dios providencial. (Como lo formulan algunos estudiosos, las éticas antiguas y medievales son más “egocéntricas” que las concepciones modernas: más enfocadas en “lo bueno” que en lo “correcto”.)

{{Véase Henry Sidgwick, The methods of ethics, Londres, MacMillan and Co., 1907, y Bernard Williams, Ethics and the limits of philosophy, Nueva York, Fontana Press, 1985.}}

Spinoza encaja bien en esta amplia tradición eudemonista. Ciertamente es tentador, al leer a Spinoza, concentrarse en su presentación asombrosamente “herética” de Dios y la naturaleza en la Ética, lo mismo que en su rechazo de los milagros y la autoría divina de la Biblia y en su crítica inmisericorde de lo que comúnmente se considera la religión en el Tratado teológico-político, que suscitó gran alarma al momento de su publicación en 1670. Después de todo, fueron estas ideas audaces y radicales las que escandalizaron tanto a sus contemporáneos, y han sido el foco de la atención académica y popular durante siglos.

{{También es razonable pensar que las ideas de Spinoza sobre Dios, la Biblia, el alma y otros temas filosóficos y teológicos –que pudo haber comentado en la comunidad siendo joven– fueron las que ocasionaron su herem. Véase Steven Nadler, Spinoza’s heresy. Immortality and the Jewish mind, Oxford/Nueva York, Oxford University Press, 2001.}}

Sin embargo, la meta primordial de la filosofía de Spinoza –a la que sirven sus teorías metafísicas, epistemológicas, políticas, teológicas y religiosas– es nada menos que demostrar el camino al verdadero bienestar, a un modo de felicidad humana que es estable, completo y no sujeto a los caprichos de la suerte. La pregunta que, por encima de todo lo demás, lo condujo en primer lugar a abandonar la aparente seguridad del negocio familiar –e igualmente importante, un lugar cómodo en su comunidad– y a dedicarse a la filosofía era una pregunta muy antigua: ¿qué es la buena vida?

Lo que descubrió Spinoza, y lo que quiere que sepamos, es que existe una particular manera de vivir que significa un tipo de perfección de nuestra naturaleza humana. Es de hecho un estado que constituye un verdadero florecimiento humano, e incluso nos asemeja de algún modo a Dios o a la naturaleza misma.

Si hay un objeto que recorre y unifica los escritos de Spinoza es la libertad. El Tratado teológico-político tiene por tema la libertad de pensamiento y de expresión –una libertad personal, cívica y religiosa por la cual ni los poderes fácticos políticos ni los eclesiásticos podrán interferir con la “libertad para filosofar” de cada quien–. El tratado concluye, de hecho, con lo que es posiblemente la declaración de tolerancia más notable del periodo moderno temprano:

Nada hay más seguro para el Estado que encerrar la religión y la piedad en el solo ejercicio de la caridad y la justicia, y limitar el derecho de los poderes soberanos, tanto en las cosas sagradas como en las profanas, a los actos únicamente; por lo demás concédase a cada uno, no solo libertad de pensar como quiera, sino también de decir cómo piensa.

((Tratado teológico-político, XX, 46, pp. 595-596.))

La Ética se ocupa de un tipo de libertad relacionada pero diferente: no tanto la libertad de pensar o decir lo que uno quiera, sino más bien la libertad que consiste en ser un agente activo y autogobernado. Uno puede vivir a merced de las circunstancias, buscando y evitando precipitadamente cosas cuyas idas y venidas están por completo fuera de su control. La persona libre, en contraste, tiene control de su vida. Actúa en vez de reaccionar. Ciertamente hará lo que desea, pero lo que desea –y por ende su comportamiento– está guiado desde adentro, por el conocimiento y no por la imaginación, el sentimiento o las impresiones. La persona libre es guiada por la razón, no por la pasión. La vida de la persona libre, en suma, es el modelo de vida para un ser humano. ~

Traducción de Andrea Martínez Baracs.
Fragmento de Think least of death. Spinoza on how to live and how to die. Copyright © 2020 Princeton University Press.
Reproducido con autorización.

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es filósofo, profesor de estudios judíos en la
Universidad de Wisconsin-Madison


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