En Tala de Thomas Bernhard, un hombre sentado en un “sillón de orejas” narra los acontecimientos de una cena concurrida por el medio artístico vienés de mediados de los ochenta. El evento, organizado por dos aristócratas superficiales, busca homenajear a un actor de moda que acaba de tener una representación en el mejor teatro de la ciudad. Sin embargo, en el trasfondo, sigue presente la reciente conmoción provocada por el suicidio de una actriz y bailarina, amiga de todos los presentes. La situación es un pretexto para que las conocidas apreciaciones del autor-narrador, con su impronta tan lúcida como brutal, se abran a una reflexión sobre el intenso combate privado y social que implica intentar subsistir si se pretende ser artista.
Para Bernhard, el suicidio de su querida amiga no es más que la comprobación directa de la aniquilación que puede llevar a cabo sobre los “seres sensibles y honestos” el aspirar a mantenerse en vilo dentro de un sistema que somete a sus individuos a una crisis permanente, dado el precario equilibrio que propone la fórmula de aspiración al “éxito” y la permanencia bajo las luces, a menudo contra el mero hecho de cubrir necesidades básicas. Como lo indica el título, el autor austriaco lanza hachazos a modo de denuncia de costumbres reconocidas en todo ámbito cultural, y no exime lacerar su propia vanidad y apego al formar parte de esa cloaca perfumada de egos y talentos variopintos que finalmente no es más que un grupo de personas luchando por sobrevivir y, acaso, darle un sentido a sus vidas.
Como espectadores de la escena contemporánea mexicana no es extraño situarnos en una querella similar a la que atravesamos en las páginas de Bernhard, ya que los artistas escénicos han comenzado a dejar de lado los conflictos de los dioses, los personajes clásicos y los problemas sociales para exponer sus propios asuntos en clave de espectáculo. Esta tendencia surge a consecuencia de diversas crisis dentro del medio, cuyo epicentro puede localizarse en el movimiento #MeToo de 2018, que condujo al cierre de escuelas bajo la protesta de poner bajo escrutinio esas prácticas consideradas como habituales, mismas que han sometido los cuerpos y emociones de los aspirantes al ejercicio teatral. Aunado a esto, la drástica disminución de la financiación gubernamental para proyectos culturales ha puesto de manifiesto los frágiles e inestables cimientos de los que depende la industria teatral, heredera de subvenciones que han configurado su modo de funcionamiento, obstaculizando una perspectiva distinta que permita a artistas y público explorar medios alternativos de financiación. Bajo este panorama surgen piezas de diversa índole, en las que la denuncia abierta y el grito de auxilio sobre el futuro de la práctica y el ejercicio del arte escénico se posicionan con una frecuencia que parece estar gestando un género en sí mismo.
En años recientes, la exitosa obra Calle amor, con dirección y dramaturgia de Laura Uribe, ya sugería en su planteamiento una forma reconocible de “denuncia escénica” al lidiar con la materia propuesta por los jóvenes egresados de la Escuela Nacional de Arte Teatral de la Ciudad de México. Situaba su conflicto en el entendimiento de sí mismos, tanto dentro como fuera del arte escénico, cuestionando los lazos afectivos fundados en la quimera de las representaciones de la cultura contemporánea y los estereotipos de las figuras del teatro clásico. Su objetivo crítico apuntaba hacia la búsqueda de un nuevo paradigma educativo, estético y efectivo, una preocupación urgente que la vincula a las siguientes obras.
Mediante un símil con la película de Tarantino, Kill the fucking bill(s) de Adriana Butoi –en colaboración de dirección y dramaturgia con Anacarsis Ramos– permite que la artista escénica rumana afincada en México instaure un objetivo narrativo de venganza hacia las personas y entidades que la han agraviado. La pieza, basada en un lenguaje más cercano al performance, hace una inteligente y lúdica retrospectiva personal en la que cada reyerta implica una suma de ultrajes que evidencian la precariedad y el cansancio vital de un cuerpo que lucha por sobrevivir. La performer nos conduce por varios escenarios en los que muchos artistas y no artistas encuentran un pleno reconocimiento. En un acto de justicia simbólica y arcada ritual, Butoi celebra la pieza con el público en búsqueda de lo que ella denomina como una “Butopía”, provocando una conmoción efectiva, pues la honestidad y el vigor artístico (aquello que sobrevive pese a toda contrariedad) son su principal recurso.
Bajo la pregunta: ¿Otra escuela es posible?, Un tropel de mariposas dinamita el aire –con dramaturgia de Talía Yael y Un Tropel, así como la dirección de Micaela Gramajo– presenta otro ejercicio de práctica profesional de la enat, donde se hace un cuestionamiento abierto hacia el ejercicio de poder y abuso en el medio educativo artístico. Expectante de un vacío inminente, este luminoso tropel nos conduce por la lucha y transformación de su entusiasmo en incertidumbre hacia un abismo que los mira de frente e intercala su discurso con lapidarias declaraciones que asemejan la brutalidad de Bernhard como: “El aniquilamiento está detrás de todo proyecto nacional.” La obra es un pertinente manifiesto que pone el dedo en la llaga en nuestro sistema educativo, no solo en lo que corresponde a sus atávicos modos de proceder, sino en la alarmante realidad de lanzar egresados al vacío. A pesar del arduo viaje de estas mariposas, los participantes se aferran con júbilo y entusiasmo a esa redundancia que funda el teatro: estar presentes en el momento.
Por su parte, De cómo a nadie le importa el teatro, creación colectiva del grupo Vaca 35 bajo la dirección de Damián Cervantes, nos presenta a un grupo de actores olvidados dentro de un teatro que se presentan como los “Sin público”, especie imaginaria que alude, como la tesis central de la obra, a un premonitorio destino. Flanqueada por el árbol de Esperando a Godot, que descansa en el patio de butacas como símbolo de esperanza o su contrario, esta pieza se construye entre vestigios de obras pasadas y ecos de tiempos mejores. Los chistes endogámicos impregnan toda la obra, sirviendo (una vez más) de plataforma para dar paso a los testimonios de sus intérpretes, que exhalan las carencias ya conocidas del medio a través de sus diálogos. En algún momento, también se convierte en un alegato aleccionador que advierte de la apremiante extinción de este arte por falta de apoyo gubernamental e interés del público. Esto deja tras de sí una emoción confusa, pues queda la duda de si este tipo de espectáculos resulta interesante para un espectador ajeno a las luchas y urgencias del arte teatral en México.
Estas “obras querella” confluyen en su forma estética, en su manera similar de pronunciarse, de construirse creativamente en colectivo o bien en voces individuales, pues representan un mal endémico que hace patente el poder y desamparo de los artistas. Quizás por este motivo pueden resultar, como la cantanta estilística de Bernhard, un son reiterativo, abismal, de profundidades existenciales que tal vez no todos quieran y deban presenciar. Sin embargo, más allá de ser el reflejo de una emergencia crítica que afecta a aspirantes y profesionales, su posicionamiento resulta un acto vital ante el desasosiego que inunda en todas las empresas culturales del país, dependientes de un ecosistema económico que muchos insisten en desaparecer. En sí mismas estas “obras querella” encuentran una legitimación al asumirse como un acto de resistencia, potente y vital. Deben tomarse como un asidero en el cual todos los que estamos involucrados en el medio teatral debemos inspirarnos para invocar vías alternas, imaginarios posibles y así propugnar para que nuestra miseria y conmiseración cedan el paso a otro espectáculo. ~
es dramaturga, docente y crítica de teatro. Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-Fonca.