Fotografía: Ignacio Solares. MKotto / Wikipedia

Ignacio Solares, rastreador de vampiros

Ignacio Solares (1945-2023) aprendió durante años a detectar a los chupasangre. No a las criaturas míticas, sino a figuras y hechos concretos y de la historia.
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Durante 2017, mientras recorría la sierra de Guerrero recabando información para una serie de crónicas, me topé con varios testimonios de que, a mediados de los setenta, había operado en los alrededores de Acapulco y en la sierra de Atoyac un grupo clandestino que secuestraba y torturaba a campesinos con el objetivo de sacarles información sobre el movimiento de Lucio Cabañas. No se trataba de delincuentes comunes, sino de expolicías y militares que, se dice, actuaban bajo las órdenes de altos mandos del ejército y del entonces gobernador Rubén Figueroa. Se hacían llamar Grupo Sangre y firmaban sus acciones con un sello inconfundible: interrogaban a los detenidos usando métodos de tortura, y cuando consideraban que alguno había dicho cuanto sabía, lo obligaban a beber gasolina y le prendían fuego. Los cadáveres eran abandonados “con señales de haber sido torturados, con desfiguraciones en el rostro y otras partes del cuerpo”.

Como consta en documentos de la Dirección Federal de Seguridad disponibles en el Archivo General de la Nación, el Grupo Sangre existió, y operó sobre todo en 1974. Decidí incluir este pasaje en una novela en torno a las decenas de estudiantes y campesinos desaparecidos durante la llamada “Guerra Sucia”. En el encierro pandémico le pedí a Ignacio Solares (1945-2023) que leyera el original y me hiciera observaciones. Me dijo que le había cimbrado la mención de aquel oscuro grupo, al que definió mejor que nadie:

–Eran auténticos vampiros.

Me contó entonces que llevaba años aprendiendo a detectar a los chupasangre. Agregó que en el otoño del aquel 1974, cuando era reportero en el Excélsior de Julio Scherer, había viajado a Bucarest invitado por el gobierno rumano para entrevistar al entonces presidente Nicolae Ceaușescu y a algunos de sus ministros. El equipo del mandatario le había pedido que enviara por adelantado sus preguntas, e Ignacio así lo hizo. Según me contó él mismo, a punto de terminar la entrevista, deslizó una pregunta fuera de cuestionario: “¿Qué opina usted de Drácula?” Ceaușescu volteó a ver a sus asesores y dijo: “Es un héroe de la patria.”

La cortesía oficial terminó de enfriarse cuando, después de la entrevista, Solares expresó al guía su intención de visitar la población de Bran y su edificación más célebre: el castillo donde se dice que vivió Vlad Țepeș, origen del mito de Drácula.

–A los periodistas serios no hay costumbre de llevarlos ahí.

Ante la insistencia del reportero, el guía accedió a llevarlo. Según escribiría el maestro años después, “al llegar a Bran todo correspondía con tal exactitud de cliché a una película norteamericana sobre el tema, que parecía creada artificialmente: los bancos de neblina distendiéndose por la luz frágil de la mañana, deprimente, que se depositaba apenas en la tierra para iluminar la hilera de villas rústicas enjalbegadas”. No tardó en advertir que todas las casas tenían una cruz en lo alto.

–¿Por qué las cruces? –preguntó.

–Gente supersticiosa –contestó serio el intérprete.

Solares conoció el castillo de Vlad Țepeș, donde estaban todavía guardadas sus armaduras. Se le consideraba un héroe porque había peleado contra los turcos en el siglo XV y había logrado detenerlos con técnicas brutales. Afuera del castillo vio decenas de estacas puntiagudas, similares a las que Țepeș había utilizado para empalar a sus enemigos con un sadismo ejemplar. Se calcula que por órdenes suyas, en un periodo de seis años, casi sesenta mil personas fueron asesinadas con ese método. Pero el terror de la gente se debía a que con frecuencia Țepeș se volvía contra su propio pueblo: por las tardes se alcoholizaba y bajaba al caserío a elegir a alguien para pasar la noche: hombres, mujeres, niños, lo que fuera. “Nadie volvía jamás”, sostiene Solares en una crónica de aquel viaje.

El círculo había terminado de cerrarse a fines de 1989, cuando Ceaușescu fue fusilado tras un juicio sumario en donde se le acusó de ordenar a sus hombres que dispararan contra manifestantes el 16 y 17 de diciembre en Timișoara. Aunque a la fecha se debate el número real de civiles que asesinó la Securitate, el líder se había vuelto contra los suyos. Cuando fue ejecutado, el 25 de diciembre de 1989, la gente cantaba villancicos y no faltaron quienes pidieron que el mandatario y su esposa fueran sepultados debajo de un altar, como ocurre con Drácula. Al respecto Solares hizo una magistral crónica incluida en su libro Palabras reencontradas (2010).

A quienes, escépticos, levantaban una ceja escuchándole hablar de vampirismo, el maestro les respondía que figuras como Rousseau y Voltaire se habían interesado mucho por comprender el origen de aquel mito. Y que Julio Cortázar, uno de sus autores de cabecera, había dedicado no pocas páginas al tema. No es casualidad que el primero de los Cuentos reunidos del argentino se titule “El hijo del vampiro”, ni que el tema renazca en “Reunión con círculo rojo” y en la novela 62/Modelo para armar. “Siempre se sintió fascinado por el mito de los vampiros, que no consideraba tan mito puesto que creía en ellos absolutamente”, escribe Solares en Imagen de Julio Cortázar (FCE, 2008, 2014), libro-homenaje al autor en donde dedica un capítulo a desentrañar la naturaleza del Mal. Allí aclara que el vampirismo al que Cortázar temía era espiritual, y cita al argentino en conversación con Omar Prego: “No se trata de gente que se anda sacando la sangre. Hay gente que se anda sacando el alma, para usar la vieja expresión.”

Insiste Solares: el argentino no se refiere a etéreos chupasangre, sino a hechos concretos de nuestra historia continental. Resulta revelador que el capítulo donde aborda la relación de Cortázar y los vampiros se titule “El Mal” y contenga la siguiente afirmación: “el Mal no es una cuestión teórica, sujeta a especulación, sino muy concreta y cotidiana, que sentimos en carne propia y nos duele”.

Como ejemplo, las tardes en que abordábamos el tema, Solares mencionaba otro libro de Cortázar: Fantomas contra los vampiros multinacionales, creado para informar sobre los trabajos del Tribunal Russell II, dedicado a investigar violaciones de derechos humanos y derechos de los pueblos en Brasil, Chile, Uruguay, Bolivia, Paraguay y otros países de América Latina. Al escribir estas líneas me doy cuenta de que el maestro tenía razón. La creencia en los vampiros no es, no debe ser, una cuestión teórica sino muy concreta y cotidiana. En 1974, mientras un Ignacio Solares menor de treinta años rastreaba a Drácula en la niebla transilvana, en las madrugadas de Atoyac el Grupo Sangre secuestraba y torturaba campesinos.

Varias veces, cuando abordábamos el tema, Nacho me advirtió que rastrear vampiros exige mucha fortaleza espiritual, pues estos pueden estar mucho más cerca de lo que estamos dispuestos a admitir. Al final de su crónica sobre Drácula y Ceaușescu se pregunta: “¿cuántos mitos nos faltan por exorcizar? Quizá de veras hay un montón de cosas que son imposibles de pensarse, de llevarse a la consciencia plenamente. Quizá de veras estamos condenados a arrastrarlas con nosotros en el inconsciente como una sombra, como nuestra verdadera sombra”. Acaso de allí viene la idea de que un vampiro no puede verse en un espejo. Porque ¿qué pasa cuando, sin saberlo, el vampiro somos nosotros mismos? ~

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(Torreón, 1977) es
escritor y periodista. Su más reciente
libro es La sangre desconocida (Alfaguara,
2022), por el cual obtuvo el Premio Nacional de Novela “Élmer Mendoza


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