Voluntario de Madrid. Alfonso Reyes en España

Tras los muchos cambios que la Revolución mexicana trajo a su vida, Alfonso Reyes marchó a España para empezar desde cero. Al tiempo que resolvía los problemas más urgentes de su supervivencia, pulió y perfeccionó un tipo de ensayo que se volvería su sello personal.
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“Yo he venido, como Ruiz de Alarcón, a pretender en corte, a ver si me gano la vida”, escribió Alfonso Reyes, en las primeras páginas de su Diario, el 2 de octubre de 1914. Había llegado a Madrid dos días antes, tras una larga y accidentada diáspora comenzada en París semanas atrás. Su familia había quedado en San Sebastián aguardando una ocasión más propicia para alcanzarlo. Desde esa ciudad costera le había escrito a su amigo Pedro Henríquez Ureña una carta (fechada el 19 de septiembre) donde le advertía sobre su situación con respecto al cambio de gobierno y de fortuna: “Yo me doy, desde luego, por destituido. No me queda más que España. A México, jamás.” En la capital española lo recibieron Jesús Acevedo –su antiguo amigo del Ateneo de la Juventud, exiliado tras la caída del gobierno de Huerta–, Eduardo Colín y Amado Nervo. Se alojó provisionalmente en pensiones de mala muerte. En la entrada del 8 de octubre registró con desconsuelo: “Noche de frío. Me echo la gabardina en la cama. Una madre llora por su hijo que se le muere, y grita toda la noche. Mañana me mudo.” Así lo hizo y pudo pasar su primera noche de reposo, la primera en muchísimo tiempo. Para el joven escritor regiomontano, los últimos dos años habían resultado catastróficos: “Llegó la Navidad de 1912, y con ella, la rendición de Linares, en la que la estrella de mi padre declinó para siempre.” El 9 de febrero de 1913, el general Reyes murió acribillado frente al Palacio Nacional; unos meses más tarde, el 12 de agosto, y en cuanto obtuvo el título de abogado, el joven escritor zarpó de Veracruz rumbo a Francia para ocupar un modesto cargo en la Legación mexicana; en París fue “un mecanógrafo de categoría”. Tras el estallido de la primera guerra y el cesamiento del cuerpo diplomático por parte del nuevo gobierno mexicano, Reyes y su familia emigraron al sur y cruzaron los Pirineos. El presupuesto (los rastros que quedaban de él) alcanzaba para menos de un mes.

En Madrid comenzó de cero. No tenía sus libros a la mano, tampoco empleo ni relaciones públicas. Javier Garciadiego, en su monumental biografía Solo puede sernos ajeno lo que ignoramos, lo describió así: “Lo suyo no era un mal momento, sino un auténtico destronamiento.” Durante los siguientes diez años Madrid sería su casa, y durante esa agitada década no escribiría una sola entrada en su Diario. La realidad lo tomaría por asalto y lo pondría a prueba en cada jornada. El registro de su vida se impregnó como marca de agua en sus notas, ensayos, crónicas y traducciones. Las primeras semanas frecuentó los círculos de los exiliados y expatriados. Reunión de soledades y compartición de desdichas. Escribió notas y crónicas para algunos diarios ultramarinos, como El Heraldo de Cuba y Las Novedades de Nueva Yorky así se ganó sus primeras pesetas, pero resultaban insuficientes. Necesitaba encontrar (o crearse) otras fuentes de ingreso, pues todavía era un escritor desconocido en el ambiente cultural madrileño. Para revertir esa condición, se volvió asiduo participante de las reuniones del Ateneo de Madrid, ahí conoció al poeta y crítico Enrique Díez-Canedo, cuya cercanía y conocimiento de las literaturas hispanoamericanas posibilitó la amistad instantánea, al escritor y pintor José Moreno Villa, al poeta Pedro Salinas, y a Juan Ramón Jiménez, entre otros. Gracias a las gestiones de Díez-Canedo y a otros contactos, Reyes consiguió sus primeros trabajos literarios, como la traducción de la Historia de la Guerra Europea, de Gabriel Hanotaux, y la edición crítica de algunas piezas de Juan Ruiz de Alarcón. Poco a poco se introducía en los círculos intelectuales y letrados. La literatura española vivía, por esos días, el momento de madurez de la llamada generación del 98: Azorín acababa de publicar dos ensayos fundamentales: Clásicos y modernos (1913) y Los valores literarios (1914); Antonio Machado realizaba un marcado viraje en su poética con el lanzamiento, en 1912, de Campos de Castilla; y Miguel de Unamuno experimentaba con la novela Niebla (1914).

En ese momento crepuscular del modernismo, y del ascenso de las vanguardias, Reyes comenzó a trabajar y a experimentar con el ensayo. Al ensayismo de corte filológico e historiográfico que había nutrido las páginas de su primer libro, Cuestiones estéticas (1911), siguieron ahora trabajos más heterodoxos, que se amoldaban a registros múltiples, como el artículo, la nota, el comentario, la reseña y la crónica. En Madrid, Reyes perfeccionó y pulió la forma ensayística, sin llegar a delimitarla o a reducirla a una fórmula. Sus mejores páginas son producto de la ocasión, de la efeméride, del telegrama que llegaba con noticias de la gran guerra o de algún descubrimiento científico o astronómico. Era el registro literario de un transeúnte, de un expatriado que se ganaba el pan entre las redacciones de diarios y las tertulias en los cafés. Era también la vía para dar cuenta de un mundo en trasformación, que transitaba por una contienda de alcance mundial, donde las formas de representación tradicionales se resquebrajaban ante los nuevos lenguajes: el cinematográfico, el anarquista, el revolucionario.

Visto desde la semioculta tradición del ensayo latinoamericano, la etapa madrileña de Alfonso Reyes representó un giro inusual en este modo narrativo, que recogía los trabajos fundacionales de autores como José Martí y José Enrique Rodó (orientados hacia las definiciones identitarias), y añadía la imaginación y la ficción como elementos argumentativos para exponer ideas y opiniones acerca de la misma literatura. Ya en sus Meditaciones del Quijote, publicado ese mismo año de 1914, Ortega y Gasset definía al género como “la ciencia, menos la prueba explícita”, ofreciendo “posibles maneras nuevas de mirar las cosas”. Para Reyes, el ensayo no era solo un modo de escritura, sino una manera de lectura. Y ahí radicaba la peculiaridad de esta etapa de su vida: la década española de Reyes fue, entre otras cosas, un notable ejercicio de lectura.

Esas primeras impresiones alimentaron las páginas de Cartones de Madrid, las cuales, según confesión propia, se “escribieron sobre las rodillas, en las posadas y en la calle”; su estilo se volvió “incisivo y corto”: “Me enfrento con un mundo nuevo y procedo conforme a la estética de la ‘instantánea’ y cediendo al primer sabor de la sorpresa”, testimonió años después en su Historia documental de mis libros (1955)El libro se publicó en la editorial Cvltura en México en 1917 (editado por Julio Torri) y se convirtió en una carta (lanzada al mar dentro de una botella) a los amigos y compañeros de su generación. Una manera de decir presente en el momento justo de reconfiguración de la literatura mexicana tras el estallido de la Revolución. Con trazo ágil y los sentidos atentos, Reyes capturó el ritmo de la calle, trazó el mapa de sus recorridos por la capital, desde el Rastro hasta la Plaza Mayor y dio cuenta de los personajes más variados, desde la murga de mendigos hasta la procesión del entierro de la sardina. Algo de los ecos de los gritos y pregones callejeros le recordaba al vocerío popular de su natal Monterrey.

Ya instalado en un modesto departamento, comenzó a redactar Visión de Anáhuac por impulso propio y movido por “el recuerdo de las cosas lejanas, el sentirme olvidado por mi país y la nostalgia de mi alta meseta…”. ¿Fue así realmente? Apunto otro resorte menos visible: hacer del ensayo la carta de presentación ante sus pares españoles. Visión de Anáhuac evoca y recrea el pasado prehispánico en términos de civilización: “Lo nuestro, lo de Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos, para los que gusten de tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento claro.”

Antes de llegar a Madrid, Francisco de Icaza, poeta y crítico mexicano avecindado en España desde finales del siglo XIX, le había advertido al joven ensayista: “Posible es que usted logre sostenerse aquí con la pluma, pero es como ganarse la vida levantando sillas con los dientes.” Para 1916, Reyes dominaba este peculiar tipo de halterofilia dental. Ya se había hecho un nombre como escritor y sus columnas aparecían en diarios como El ImparcialEl Sol y el semanario España, donde realizaba sus primeros ejercicios en la crítica cinematográfica; era colaborador del Centro de Estudios Históricos; y hacía ediciones críticas de clásicos castellanos para la editorial Calleja. Traducía, además, a Chesterton y Stevenson. Pero ¿y su obra? ¿Dónde estaba? Había pasado un lustro desde la aparición de Cuestiones estéticas. Los Cartones de Madrid eran todavía borradores, y el original de Visión de Anáhuac navegaba a Costa Rica para ser publicado. El 15 de noviembre de 1916, le advertía por carta a su amigo Julio Torri que su trabajo como filólogo y editor lo había convertido en “una máquina de técnica literario-histórica” y que había escrito “mucho, mucho, y ya soy otro, siendo aún el que siempre fui”. Llegó entonces 1917 y con él la transformación ensayística de Reyes. En pocos meses aparecieron Visión de Anáhuac y El suicida (que publicó en la editorial Cervantes), además de una edición de las Memorias de fray Servando Teresa de Mier, que él mismo preparó y prologó para la Biblioteca Ayacucho.

El suicida, como muchas de las piezas ensayísticas de Reyes en ese periodo, causó más desconcierto que simpatía. Volumen misceláneo donde la realidad era repensada desde la literatura. No era común, ni en España ni en México, esa prosa ensayística llena de plasticidad y sondeo ontológico: “Y, en todo caso, ¿quién no es interiormente múltiple?”, se cuestionaba el autor en esas páginas para luego afirmar: “Si el mundo tiende a convertirse en espíritu, es a través de la intelección y de la invención.” “Me gusta el género y me gusta como usted lo trata”, le escribió Unamuno a Reyes tras la lectura del libro; y el poeta Enrique González Martínez le confesó por carta (el 5 de septiembre de ese año), tras le lectura de la última página de la “Dedicatoria” (colocada al final de El suicida): “El ensayo es género que se hizo para usted.”

Los siguientes tres años fueron de intensa labor literaria y culminarían con la publicación, al inicio de la década de los veinte, de piezas fundamentales: El cazadorRetratos reales e imaginarios y buena parte de las cinco series de Simpatías y diferencias. Con ellas cerraría la primera etapa de su estancia madrileña.

Reyes atestiguó las empresas de las vanguardias españolas, sobre todo los esfuerzos de los ultraístas, congregados en la revista Grecia por Rafael Cansinos Assens; y las greguerías de su amigo Ramón Gómez de la Serna, con quien solía departir en el Café Pombo. La experimentación formal fue constante por aquellos días, pero no se llevó a cabo de forma estridente, sino de manera sutil. En “París cubista”, una de las piezas integrantes de El cazador, el ensayista realizaba un ejercicio visual: “Cierro los ojos, y miro un París fragmentario, disperso en diminutos planos que no encajan unos en otros: como dividido y entrevisto por las cuatro patas de la torre Eiffel…” Sin embargo, el mayor gesto vanguardista de Reyes estaba en la relación que mantenía entre vida y escritura. España se convirtió en el primer espacio en donde pudo hacer de la vida un ensayo, y del ensayo, una forma de vida.

La suerte comenzó a cambiar. El turbulento tránsito del gobierno de Venustiano Carranza al de Álvaro Obregón significó para él el retorno al cuerpo diplomático. El 10 de junio de 1920 fue nombrado segundo secretario de la Legación mexicana en España, y en unos meses ascendería a encargado de negocios ad interim. Gran vuelco de la fortuna.

Al reincorporarse al servicio exterior, Reyes reorientó su producción literaria: el ensayismo disminuyó sin desaparecer, y se ordenaron y reagruparon otros materiales. El plano oblicuo recogía sus primeros trabajos de ficción, incluido el cuento “La cena”, redactados antes de su partida a Europa. Casi la totalidad de su obra poética fue aprovechada para la publicación de Huellas, su primer poemario. Se enfrascó también en la creación de Ifigenia cruel. Algunos de estos títulos fueron solventados por él mismo: ahora podía darse el gusto de financiar sus propios proyectos. La segunda etapa madrileña (que va de 1920 a 1924) significó, así, el tránsito del escritor independiente al de creador y funcionario. Ahora era representante de un nuevo gobierno, surgido tras una década de luchas armadas. En lo económico, muchas de las carencias básicas fueron resueltas; en lo personal, sin embargo, su ingreso al gobierno causó disputas familiares y no pocas malquerencias. El ministro Reyes debía ocuparse de asuntos diplomáticos de toda índole, tales como aclarar y desmentir los ataques de la prensa al proceso revolucionario mexicano; asistir a galas sociales, presidir banquetes, develar placas, hacer guardia ante monumentos.

Esta última etapa lo confrontó, además, con la tragedia familiar. En algún momento cercano tendría que regresar a México (para cumplir con los protocolos de la cancillería) y enfrentarse con su pasado. La redacción de Ifigenia cruel lo ayudó a exorcizar esos demonios y gritar junto a su protagonista “¡No quiero!”. Madrid se convirtió entonces para él en la ciudad de palacios y cortes, de salas y antesalas. Con todo, no dejó de escribir: Calendario (1924) es el libro en donde culminan estas transformaciones personales. El ensayo aparecía de nuevo como el soporte para expresar múltiples emociones e ideas disímiles. Era su despedida de Madrid, pero también el inicio de una nueva etapa en su producción ensayística.

La ciudad, por su parte, le rindió también homenaje en 1922 y, desde el Ayuntamiento, el escritor mexicano se describió a sí mismo como “un vecino de la Villa y Corte”, como alguien “confundido durante mucho tiempo entre los trabajadores literarios”, y finalmente como aspirante a “un solo y único título para presentarme ante vosotros, y es el de ser –de verdad y de corazón– un ‘voluntario de Madrid’”.

En abril de 1924, un grupo de artistas y escritores organizó, en el legendario restaurante Lhardy, un banquete de despedida para Alfonso Reyes: “Todo el Madrid letrado estaba ahí”, apuntó el poeta Luis G. Urbina, uno de los comensales en esa ocasión; otro de ellos, Eugenio d’Ors, sostuvo, al brindar: “Alfonso Reyes es el que le ha torcido el cuello a la Exuberancia y ha dejado limpio de su imagen mítica el mapa ideal de nuestra América.” Unos días más tarde, el escritor regiomontano abordaría, en Santander, el barco Cristóbal Colón para iniciar el regreso al país natal. Se cerraba una etapa definitiva en su formación literaria. Tiempo después, en 1937, Reyes evocaría desde Buenos Aires aquella época y mandaría un mensaje para España y para sus amigos escritores (que por entonces sufrían los embates de la guerra civil): “Ellos saben que ninguno de sus actuales dolores puede serme ajeno y que siempre iluminará mi conciencia el recuerdo de aquellos años, tan fecundos para mí en todos sentidos. Aprendí a quererlos y a comprenderlos en medio de la labor compartida, en torno a las mesas de plomo de las imprentas madrileñas.” ~

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(Monterrey, 1972) es escritor, ensayista y crítico literario. Desde 2023 es director de la Capilla Alfonsina Biblioteca Universitaria en la ciudad de Monterrey. Entre sus libros más recientes se encuentran Ahora colecciono miradas. El discurso ensayístico en
la etapa madrileña de Alfonso Reyes (UANL, 2021) y Expediciones bárbaras (Tilde Editores, 2022).


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