No nacemos sororas, llegamos a serlo. La palabra sororidad proviene del latín soror que significa ‘hermana consanguínea’. Una de las primeras autoras en utilizar este término fue Kate Millet, quien lo asoció con la amistad entre mujeres como vínculo emotivo y político, en el contexto del movimiento feminista de la Segunda Ola en Estados Unidos. En México fue Marcela Lagarde quien en 1989 nombró la sororidad como un pacto político entre mujeres para apoyarse, cuidarse y actuar de manera conjunta para denunciar la normalización de prácticas como el acoso laboral, el acoso escolar, la cultura de la violación, la violencia obstétrica, la violencia institucional, la violencia en las relaciones de pareja y el feminicidio, el acto más cruel de desprecio hacia las mujeres.
Para Lagarde, la sororidad es una de las propuestas más radicales y disruptivas del feminismo, pues se opone a la cultura patriarcal que educa en el menosprecio, el maltrato y la inferiorización de lo femenino. Frases como “mujeres juntas ni difuntas” muestran cómo se ha construido una cultura de enemistad histórica entre mujeres que necesita ser desarticulada. La pensadora feminista Rita Segato ha analizado cómo el patriarcado es una pedagogía del poder que lo permea todo y normaliza la violencia machista. Frente a ello, enseñar la sororidad es una labor sumamente importante pues constituye la germinación de una cultura donde el reconocimiento, el cuidado de las otras, la dignificación del trabajo de las mujeres, el desmontaje de privilegios de clase y la construcción de vínculos profundos son ejercicios políticos.
El año pasado tuve la oportunidad de participar en la tercera emisión del Encuentro de Literatura Inés Arredondo (ELIA) en Culiacán, cuya finalidad es ofrecer un espacio entre mujeres escritoras para construir diálogos, reconocer el trabajo de las compañeras y profundizar reflexivamente en sus estéticas. Allí un grupo de creadoras decidimos desobedecer la cultura del miedo implantada en Culiacán por las pugnas de poder de los grupos criminales al salir juntas a conversar en un horario posterior a la puesta de sol. Teníamos la necesidad de reapropiarnos de nuestro derecho al habla, de recuperar el espacio público y de continuar tejiendo nuestra sororidad. En ese sentido fue un encuentro especialmente simbólico.
Una pregunta importante que se suscitó en esa conversación fue cuál es la legitimidad que podíamos tener al autonombrarnos como artistas, escritoras y creadoras en general. En ese contexto mencioné el papel mayúsculo que la artista Mónica Mayer (1954), pionera en el arte feminista en México, ha desempeñado en la desarticulación de las narrativas elitistas y patriarcales que determinan quién puede o no ser artista y quién es reconocido o no como creador. Mónica Mayer como artista visual, escritora, gestora cultural, provocadora social y maestra, nos ha enseñado a no esperar a que alguien nos valide para ser creadoras. A través de la irreverencia, la determinación y el humor, Mayer ha mostrado cómo el camino artístico puede ser muy amplio y no necesita rendirse a las dinámicas preestablecidas, porque el arte “tiene que ser lo que nosotras necesitamos que sea”.
Las compañeras culichis coincidieron conmigo, pues varias de ellas habían formado parte de talleres de arte y feminismo impartidos por Mayer en Culiacán. Ellas hablaban con mucho cariño de cómo en sus talleres el trabajo crítico desmonta y el encuentro conmueve, de modo que el arte es el resultado de la experiencia de habitar ese espacio compartido. Me entusiasmó mucho esa plática pues evocaba a una maestra, amiga y compañera que no solo se ha preocupado por construir una trayectoria propia, sino que a lo largo de su carrera ha desarrollado una pedagogía de a pie, viajando por toda la república para construir espacios de militancia creativa.
Mayer ha recibido reconocimientos como la exposición retrospectiva Si tiene dudas… pregunte presentada en el muac en 2016, la Medalla Omecíhuatl otorgada por el Instituto de las Mujeres en 2016 y la Medalla Bellas Artes en 2021. Sin embargo, pienso que otra gran obra de Mayer somos nosotras: las mujeres que fuimos cobijadas en sus talleres y que, a través de ellos, construimos no solo una búsqueda estética sino una política de vida, adoptando la sororidad como ejercicio continuo que se gesta desde lo cotidiano, en la escucha, el reconocimiento y la construcción de un cuerpo afectivo colectivo.
La pedagogía de Mayer –impartida en escuelas de arte, instituciones culturales o desde su propia casa– ha constituido un proceso de politización por medio del cual observar la propia vida con detenimiento permite identificar las violencias del día a día para oponernos a ellas, porque lo personal, al hacerse público, nos permite tener una radiografía de las violencias sistémicas. De acuerdo con el Inegi en 2021 en México el 70.1% de las adolescentes entre 15 y 17 años declararon haber sufrido algún tipo de violencia, el 51.6% ha vivido violencia psicológica, el 49.7% ha experimentado violencia sexual y el 34.7% ha sufrido violencia física. Según datos de la onu más de cinco mujeres o niñas en el mundo son asesinadas cada hora por la pareja o por alguien de la propia familia. El tendedero de Mónica Mayer realizado por primera vez en el año 1978 sigue siendo actual porque atenta contra una de las premisas máximas del patriarcado: “la ropa sucia se lava en casa”, frase que impone un mandato de silenciamiento para colocar la culpa y la vergüenza sobre las propias víctimas, contra ello se debate la estética de Mayer.
La pedagogía de Mónica Mayer es sensacional. Para Sara Ahmed son las sensaciones suscitadas desde el cuerpo las que activan la necesidad de movilización. También es cercana a lo que María Galindo nombra como feminismo intuitivo, pues no nace de los libros sino de la experiencia. Galindo escribe: “Te propongo que leas el cuerpo de tu madre, sus estrías, sus arrugas, sus achaques, sus vergüenzas, sus inhibiciones, sus tics nerviosos, sus arranques de ira y de melancolía, que se expresan en las pupilas y los párpados, en las cejas y en la nariz.” La metodología de Mayer consiste en construir un espacio de cuestionamiento de la propia experiencia para debatir todos los supuestos sobre las vidas de las mujeres. En la obra de Mayer su maternidad se convierte en una maternidad colectiva (Madre por un día de 1987 y Maternidades secuestradas en 2012); la figura de la esposa es cuestionada y puesta en juego como una dinámica performativa (La señora Lerma, 1980); la sexualidad es vista con una mirada no moral y lúdica (Lo normal, 1978); la orfandad de género muestra la fragilidad de los vínculos entre madres e hijas (Encuesta de satisfacción, 2024); las experiencias de envejecimiento se vuelven públicas (Soy tan pero tan vieja, 2019); incluso su cabello nos lleva a pensar en las expectativas sociales sobre la feminidad (La Pelona, 2024). Así su obra permite arrojar luz sobre temas invisibilizados o antes considerados como menores.
Otra cuestión muy importante que propone Mónica Mayer en su pedagogía es el trabajo en los vínculos con otras mujeres. Rita Segato analiza cómo los procesos neoliberales en América Latina han impuesto una pedagogía de la crueldad que normaliza el maltrato, la insensibilidad, el aislamiento y la competencia por hacerse dueños de las cosas. Frente a ello, Segato propone crear otro tipo de cultura donde se valoren los vínculos porque “solamente un mundo vincular y comunitario pone límites a la cosificación de la vida”.
En ese sentido, Mayer ha construido proyectos para congregar a mujeres artistas como Archiva: obras maestras del arte feminista en México, un fichero con información de 76 obras de arte representativas del feminismo, o I Mexican performance artists, una página en Facebook para difundir el trabajo de compañeras artistas. Con ello propone el reconocimiento de las otras desde la horizontalidad y la sororidad, interviniendo en las narrativas históricas del arte donde pocas veces se ha enunciado y valorado el trabajo de las mujeres.
Así Mónica Mayer nos ha enseñado que el feminismo se vive día a día, que la militancia puede ser gozosa y alegre, que la creación y la amistad van de la mano; por ello podemos comprender su trabajo como una pedagogía de los afectos que, como propone Segato, nos enseña que la vincularidad es un trabajo “preservador de la vida en cotidiano”. Muchas de quienes fuimos sus alumnas ahora somos docentes o talleristas y continuamos con un trabajo de politización afectiva y reelaboración creativa. Este es un legado intangible de Mayer. Un legado vivo para construir un proyecto histórico colectivo desde la sororidad. ~
Es escritora, crítica de arte y académica. Su libro más reciente es Todo retrato es pornográfico (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015)