Zaid, el genio de leer

En el Zaid que piensa sobre economía y ciencias sociales conviven el ingeniero que no ha perdido el sentido común de preguntar cómo se hacen las cosas a quienes las conocen por experiencia, el cristiano que mira la pobreza sin ayuda de cifras y atiende a la dignidad de los débiles, el poeta de la exactitud que lee concretamente.
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Me disculpo por el atrevimiento o la vanidad de empezar con una nota personal. De oficio soy sociólogo, hace más de diez años trabajaba en el cis, entonces funcionaba en Madrid la librería de poesía Hyperión muy cerca de allí, junto a la Puerta de Alcalá; abría a mediodía, trabajábamos bastantes horas y comencé a leer poemas. No lo había hecho desde que era muy joven. Oportunamente me echaron del cis y también me quedé solo, aunque no era el CIS lo que añoraba. Solicité una licencia sin sueldo en la universidad, que me había cedido al ministerio, y decidí permanecer en casa leyendo lo que me apeteciese. La poesía me llevó a Gabriel Zaid, que me asombró. El camino fue corto gracias a internet; puedo recordar que buscaba textos sobre poetas rusos y di con el sello de Letras Libres, del que no sabía nada. No pensaba que esas cosas se escribieran para mí, pero bajé a la Gran Vía a comprar la revista. Inmediatamente me aficioné a sus ensayos, que no eran académicos, ni pelmas, ni engreídos, ni hinchados. De todo eso ya tenía uno suficiente.

Desde entonces abro cada número de la revista por la página de su artículo. La primera vez que escribí algo que no se disimulaba como ciencia social y parecía un ensayo pretendía imitarlo. Se llamaba “Filología política” y buscaba jugar con un racimo de palabras y sus etimologías a propósito de unas elecciones primarias. Queda cursi decirlo, pero entonces pensé, y lo recuerdo siempre, que si aquello me salía bien tal vez podría escribir en un sitio como esta revista. Pocos meses después tuve la suerte de pasar medio año en México, con pretextos de universitario. Leí todos los libros de Zaid que encontré. Casi me convenció de hacer versos; me detuve a tiempo. Leí muchísimo, apenas nada académico, y fui feliz. Como dijo él de Alfonso Reyes, aún hoy hay días en que uno se siente especialmente ligero, como si le faltara peso, y se da cuenta de que ha estado leyendo a Gabriel Zaid.

En los catálogos de las principales librerías de México se encuentran disponibles dieciocho volúmenes suyos en papel, en los de las librerías de España solo dos: el magnífico Mil palabras (Debate, 2018) y una muy plausible antología, pese a los errores tipográficos, que lleva por título Leer (Océano, 2012; selección de F. García Ramírez). No está su poesía. Se pueden adquirir sus libros en formato electrónico, algo es algo, pero este desnivel señala al provincianismo peninsular. Nosotros perdemos. (El contraste entre la producción de ensayos en América y en España desde la segunda mitad del siglo pasado es por poco doloroso. El lector español puede intuirla en la gran compilación de John Skirius: El ensayo hispanoamericano del siglo XX, FCE, 2006.)

Zaid contó cómo al iniciar los textos que luego se reunieron en Cómo leer en bicicleta (1975) se proponía “ensayar con el ensayo mismo, como género de creación”. Un género que, como ha escrito después, él deriva del diálogo socrático: una forma de “continuar la conversación por otros medios”, que no es investigación académica ni erudición ni divulgación, sino conocimiento tentativo, con autoridad solo literaria y por persuasión. Al parecer nadie se dio cuenta de sus experimentos ni de sus novedades y se fijaron solo en los asuntos, que eran igualmente notables, por lo descarado de su alejamiento del gobierno de entonces.

Como enemigo de la retórica (para la poesía recomienda una geografía en lugar de unas normas) celebra que el ensayo se haya librado hasta ahora de la preceptiva. Sin embargo, afirma como si tal cosa que ha encontrado al menos catorce maneras de hacerlos. Menciona solo una, como un guiño involuntario, el proceso mental detectivesco. Que yo sepa, se ha guardado para sí esta arte poética. Tesis se harán, si no se han hecho ya, que extraigan esas herramientas. Aunque dudo de que lo que se encuentre sirva. Se habla de ingeniería inversa pero no de arte o artesanía inversa.

El recurso, o reflejo que se convierte en recurso, que personalmente me hace sentirlo como un humano próximo es su reticencia a nombrar, a la felicidad de una palabra exacta, después de todo. No porque no las encuentre, en sus textos las hay y son muchas, pero rehúye lo oracular, la sentencia fácilmente sentenciosa. Sus ensayos están llenos de pequeños remolinos de voces que a veces clarifican un hallazgo y otras dibujan la palabra que falta, porque colman un espacio o porque señalan un lugar entre ellas. Para describir términos deliberadamente anodinos como el “mundo práctico de producción de teorías” enumera veinte asuntos, para denotar lo que es un “microtexto” emplea 43 preciosos vocablos. Para la claridad le bastan cinco. “La claridad es lo habitable, lo que nos permite ser, nos expresa, nos desata, nos desoprime.” Detenerse en el primero habría sido oscuro. Tengo la impresión que de aquí provienen sus ensayos con las palabras en el centro, formando bandadas, unidas por raíces comunes, por usos o por música, que son los primeros que me gustaron.

Zaid ha escrito libros de interés directo para el científico social, sobre política, sobre economía, sobre desarrollo. Algunos de sus tanteos empíricos son de mucho mérito, como su exposición de la violencia revolucionaria en Centroamérica en el marco de la participación de algunas élites universitarias en la política, o su irónica debelación –las condiciones materiales determinan la conciencia– de la ideología triunfante en el seno de unas universidades pobladas de plantas trepadoras y relaciones de clientela. Elijo entre muchas. En general, su profunda crítica al academicismo es tan sociológica como encaminada a una cultura mejor, más horizontal y creadora. Sus observaciones sobre política mexicana, sus ideas sobre el progreso… todo ello puede tentar al sociólogo. Sin embargo, científico social que llegue a leer estas líneas, no vaya al contenido, sino a la forma. Hágame caso, lea antes sus poemas (el breve número de ellos que el autor aligera más que incrementa en Reloj de sol) y sus ensayos literarios (si solo es un libro, que sea Leer poesía).

Ya saben que es ingeniero. James C. Scott, en su célebre Seeing like a state (1998), explica el papel de los ingenieros y su empeño en volver la realidad “legible” en las ideologías del “alto modernismo” autoritario, desde leninistas a nacionalistas, y en los planes que de ellas se derivan para el desarrollo y transformación social por la acción del Estado. Las consecuencias son normalmente malas y a menudo calamitosas: hambre, muerte y destrucción. Se desprecia el conocimiento tácito, el saber local, el control descentralizado de las necesidades y recursos, la simple voz de las personas… todo ello a merced de lo que Zaid llamaría simplemente “maquetas que no funcionan”. En un curioso paralelo inverso, todo lo que dice el ingeniero Zaid sobre la lectura –y es el centro de su obra– nos aparta de aquella realidad legible de los burócratas de Scott. Zaid lee la realidad como un poeta, lee concretamente, y eso es lo mejor que podemos aprender de él, incluso si lo que nos interesara fuera la economía social. Cuando escribe sobre economía y desarrollo no critica las recetas de la economía ortodoxa y los implacables gobiernos a partir de teorías igualmente abstractas arropadas en términos diferentes, como clase, nación, pueblo o reacción, en la usanza de muchos intelectuales. Cuando escribe de economía y desarrollo nos recuerda a Albert Hirschman o a Amartya Sen: la dignidad del individuo, el valor de lo que posee y de lo que sabe hacer, la legitimidad de sus aspiraciones, la importancia de su libertad. No puede ser azar que estos economistas hayan amado también la literatura y hayan escrito magníficos ensayos (aunque no, que sepamos, poemas).

En el Zaid que propone ideas de economía social se aúnan el joven ingeniero que no ha perdido el sentido común de preguntar cómo se hacen las cosas a quienes no tienen más título que la experiencia, el hombre cristiano que es capaz de mirar a la pobreza y a la miseria sin ayuda de cifras, y el poeta que lee concretamente. “Cualquiera puede juntar sílabas y palabras, hasta una máquina amaestrada. Lo que requiere genio es leer. Leer es lo que puede convertir una posibilidad abstracta en un acto concreto. […] Lo que requiere genio es el amor.” ~

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es profesor de sociología en la Universidad de Salamanca. En 2016 publicó La reforma electoral perfecta (Libros de la Catarata), escrito junto a José Manuel Pavía.


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