Argentina 78: De pelos, pelitos y papelitos

La temporada mundialista es una de nostalgia, de episodios memorables, de escenas, objetos que condensan años. Esta serie repasa los mundiales más recientes y los sucesos cautivadores de cada uno.
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“No me sentía así desde que Archie Gemmill anotó contra Holanda en 1978”, recitaba jadeante y sudoroso Marc Renton (encarnado por Ewan McGregor) en el culmen de la principal secuencia de sexo de Trainspotting, mientras las notas de Atomic, de Blondie, servían como inolvidable fondo musical. Testimonios posteriores confirman que ese mismo éxtasis fue compartido por todos y cada uno de los escoceses en edad apropiada cuando aquella Tartan Army –llamada a ser el caballo negro de Argentina 78– tuvo a bien lavar un poco su decepcionante actuación durante el último partido del Grupo 4, al ponerse por encima del vigente subcampeón del mundo gracias a la portentosa jugada individual del veterano mediocampista y el par de cinturas anaranjadas que dejó quebradas sobre el pasto.

Calvo, rollizo y con apenas 1.65 de estatura, Archie Gemmill, uno de los creadores del milagro del Nottingham Forest en la Copa de Campeones de Europa del año siguiente –aunque no fue alineado en la final contra el Malmö–, era un auténtico modelo antiguo entre otras cosas por su imagen. Abanderaba tal vez junto a unos pocos, como el polaco Grzegorz Lato, la contraparte estética al resto de la nómina de jugadores internacionales registrados en el torneo: jóvenes, altos y, por encima de todo, envidiablemente melenudos. Por si fuera poco, y aunque pareciera lo contrario, Gemmill se asumía como abstemio dentro de una cuadrilla que protagonizaba petulantemente anuncios de cerveza o cigarros, porque “los jugadores fuman y no hace daño” –según palabras de los propios dirigentes.  Entre sus más atentas cortesías en el país sudamericano se recuerda el haber abandonado un cargamento de botellas vacías de whisky en su hotel de concentración, así como el primer caso de doping positivo en la historia de las copas mundiales en la persona de Willie Johnston quien, ante la notoria deshidratación del propio Gemmill al término de la primera batalla contra Perú, tuvo que tomar su lugar en el control médico. Un año después del escándalo, tras purgar la suspensión impuesta por FIFA, Johnston abandonó Gran Bretaña para exiliarse en el incipiente futbol canadiense. Curiosamente, un giro de tuerca similar pero definitivamente más infausto, sufrió Tommy –el amigo antijunkie en la película dirigida por Danny Boyle– por culpa de un VHS de su colección intercambiado a propósito por Renton, con la imagen y la narración del inmortal gol de Gemmill en lugar del porno casero que había protagonizado junto a su novia Lizzy.

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A diferencia de los alicaídos pero orgullosos aficionados escoceses en su triunfo sobre Holanda, los mexicanos no podríamos jactarnos de haber experimentado un orgasmo semejante con el raquítico gol anotado por el “Gonini” Vázquez Ayala, vía penal, en la infame derrota frente a Túnez; ni mucho menos con los chistes de los porteros Pilar Reyes y Pedro Soto después de encajar conjuntamente seis goles en la humillación mundialista más grande propinada a nuestra selección, ante la Alemania de Rumenigge, en Córdoba. Sin embargo, a diferencia de los scots, la juventud era el sello distintivo de nuestra escuadra (un promedio de edad de 23 años) y con ello los privilegios propios de la edad, como vestir equipamiento y trajes acampanados de pana de la marca Levi’s, así como lucir cabelleras nunca antes atestiguadas en un torneo mundialista. Más allá del penoso último lugar en la clasificación del certamen, los mexicanos dejaron a su paso todo un catálogo de cortes de pelo, tan exóticos como el afro descomunal de Leonardo Cuéllar (el “León de la Metro”, según el cronista Ángel Fernández), el bigote tremendamente poblado del “Palillo” Martínez, o la barba intermitente y desaliñada de Toño de la Torre, a quien la crítica no bajaba de “hippie mugroso” durante su triste regreso a México.

Pero es justo decir que el tricolor no gozaba de la exclusividad en el concurso de peinados. Argentina 78 probablemente sea distinguido como el Mundial con el mayor promedio de kilos acumulados en pelo del que se tenga memoria: desde la frondosidad del delantero argentino Alberto “Conejo” Tarantini, la geometría del brasileño Toninho, los resplandores platinados del autriaco Prohaska, o la fijación  en forma de casco del español Dani. Un desfile interminable que, a pesar de suscitarse en un entorno que podía escandalizarse con la apariencia de punks o rastas, la verdad es que no se quedaba atrás en sus propias formas.

Pero así como la alegría y el desparpajo aparentemente brotaba de las cabezas de los protagonistas del juego, el entorno en su día a día no se mostraba igual de amistoso. Basta mencionar a las patrullas militares que vigilaban celosamente cada paso en las concentraciones de los 16 equipos participantes: los soldados argentinos definitivamente no compartían los mismos gustos en cuanto a moda y libertad se refiere.

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Una cifra que podríamos suponer rebasaba por mucho a la nunca censada cantidad de pelo de los futbolistas en Argentina 78, podría ser la del papel lanzado desde las tribunas durante los partidos de la selección anfitriona: 10,000 rollos de papel higiénico, carretes de cinta de sumadora y más de una tonelada de hojas trozadas es lo que se piensa fue arrojado al campo del Monumental de River Plate antes de la derrota en el último duelo de la fase de grupos frente a Italia —Imaginemos entonces lo que pudo llegar a caer en los momentos previos a la final contra Holanda—. Sin embargo, esa gran cascada de celulosa blanca y celeste no necesariamente era consentida por las autoridades, quienes habían redoblado esfuerzos para procurar vender al resto del mundo un rostro aseado e inalterable del país, tal como la rigidez y sincronía de las tablas gimnásticas o la bendición papal dictada por un Cardenal en la ceremonia inaugural. El régimen de Jorge Videla inhibía la espontaneidad popular hasta en los reductos más inocentes, conteniendo a toda costa cualquier brote de pasión genuina en los estadios.

Al igual que una reprimenda a los hombres que se atreviesen llevar el pelo largo en una escuela conservadora, durante el Mundial se emprendió una auténtica campaña en contra de los papelitos volantes, secundada incluso en los medios de comunicación por José María Muñoz, el narrador más importante de la época y conocido simpatizante de la dictadura. Pero, a pesar de la requisa de periódicos y revistas que llevó a cabo la policía en el acceso a los estadios, la hinchada sorteó la manera para ingresarlos y, alentados por Clemente —personaje de historieta del diario Clarín— a través de mensajes en los tableros electrónicos, bajo la arenga “¡Tiren papelitos, muchachos!”, convirtieron aquello en uno de los paisajes más estremecedores e inolvidables de la justa mundialista. No se puede descartar que entre las páginas mutiladas que tapizaron esas gradas se encontraban algunas de las inserciones propagandísticas, publicadas en la revista El Gráfico, que se ufanaban tramposamente de la “tranquilidad y belleza” que imperaba durante la celebración del campeonato, como aquella carta apócrifa enviada supuestamente por el capitán holandés Ruud Krol a su hija de tres años, en la que describía a los soldados vigías en los entrenamientos como “amigos que nos cuidan y protegen”.

De aquel Mundial duramente criticado por parte de la comunidad internacional, amagado con un boicot de la delegación francesa, declinado por Paul Breitner —uno de los pelambres más prodigiosos del equipo alemán, ex estrella del Real Madrid y maoísta por convicción—, manchado por la sospecha en el partido clave entre Argentina y Perú, o la misteriosa ausencia del astro Johan Cruyff, resuena hasta el presente la imagen de esa incesante lluvia de papelitos que, amén de las motivaciones patrióticas, podría describirse también como un pequeño acto de desobediencia, que situó por un momento a la incondicional afición argentina por encima de la represión: una travesura en medio de la atrocidad. Eso, y los festejos desaforados del campeón goleador Mario Kempes, abriendo sus brazos al cielo y agitando ante casi 80mil espectadores la cabellera más larga y brillante de toda la Argentina 78.

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es diseñador gráfico integrante del estudio Éramos Tantos y fue curador de la exposición "Goles y pasiones. 11 décadas de futbol en México", en el Museo Modo.


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