La escritora Hilde Spiel tenía 35 años cuando en 1946 desembarcó en Viena con el encargo de la revista New Statesman de escribir una crónica sobre la ciudad en los primeros meses después de acabada la guerra. Iba a escribir para una revista británica, pero se daba el hecho crucial de que ella era vienesa; volvía a su ciudad natal después de haberla abandonado a los veintitantos, rumbo al Reino Unido, como joven licenciada en filosofía. Por eso la estancia en la Viena destruida, la del contrabando de penicilina de El tercer hombre de Carol Reed, Orson Welles y Graham Greene, se podría acercar también a una evocación de los recuerdos de su infancia y primera juventud. Si la patria es la infancia y si no hay más paraísos que los paraísos perdidos, qué no sucederá en casos como este, en los que el lugar al que no se puede volver está además arrasado por el paso de los ejércitos. El relato del reencuentro con su ciudad acaba de publicarlo en España la editorial Báltica con el título de Regreso a Viena. Diario de 1946, con estupenda traducción, llena de ritmo y delicadeza, de Pilar Mantilla.
Entre el 29 de enero y el 23 de febrero Hilde Spiel recorrió las calles de Viena haciendo un registro de lo que iba encontrando. Instalada con un grupo internacional en la oficina de prensa, en un palacete amueblado al estilo Biedermeier, “entre cornamentas de ciervo y urogallos disecados”, durante el día se dedicaba a visitar a antiguos conocidos, los que quedaban vivos, los que ni habían huido ni habían sido deportados, incluso los que habían dejado la ciudad y una vez a salvo la echaban tanto de menos que acababan por volver, aunque volver fuera imposible porque los cafés vieneses, los cabarets, los comercios, la soltura en las relaciones sociales, en definitiva la ciudad que amaban y que funcionaba (a pesar de que ya se notaba la disfunción hipertrófica que lastraba a Viena después de la disolución del Imperio austrohúngaro) había desaparecido ya y era irrecuperable.
A pesar de haber salido muy joven de Viena, por la posición de su familia y por sus estudios, Hilde Spiel había tratado a la intelectualidad vienesa de los primeros años treinta. Uno de sus profesores en la facultad había sido Moritz Schlick, fundador del Círculo de Viena y “un pensador de una claridad transparente, un gentleman y el hombre más modesto que he conocido jamás”. El relato que hace Hilde Spiel de su asesinato en la escalinata de la universidad es uno de los pasajes más gráficos del libro. Es un pasaje muy representativo porque al relato de los hechos relacionados con la guerra lo acompañan los recuerdos que van renaciendo en la reportera. Al principio del libro ha explicado que la manera de sobrevivir espiritualmente a una guerra es el embotamiento de las emociones, con todo lo que conlleva: “de otro modo hubiera sido insoportable. El aburrimiento y el espanto de las operaciones militares silenciaban cualquier alteración anímica. La calma y el equilibrio se convirtieron en las virtudes salvadoras; también provocaron la muerte paulatina de la inspiración”. Y un poco más adelante: “Siempre he sabido que el cambio es la atmósfera del escritor.”
Pues bien, esos sentimientos durante tanto tiempo encadenados se liberan sin remedio a lo largo del viaje, y en el momento en que, durante una visita a su antigua universidad, evoca la terrible muerte de su profesor y el trato repugnante que le dio la prensa al suceso, hechos que acabaron de convencerla de abandonar su patria, Spiel se retrotrae un poco más, a los días en que era una estudiante que llegaba a clase a las nueve de la mañana, cuando “el sol siempre brillaba a través de los arces moteados del Ring, era a principios de los años treinta, el aire era tibio y solo lo movía un ligero viento; las ventanas del aula estaban abiertas y por ellas se colaba el sonido de las campanas”, y entonces Schlick, “con aspecto fresco después de su paseo a caballo por el Prater, su único momento de relajación, subía al estrado envuelto en un aura de bondad, sabiduría y dignidad que parecían venir directamente de la Inglaterra del siglo xviii”. La descripción de las impresiones sensoriales que se han conservado en el recuerdo es típica del libro de Spiel, tan precisa y suelta que nos hace recordar a nosotros con nostalgia los momentos y los efectos de luz que no hemos vivido, pero además esa conmovedora evocación del noble profesor resume la ferocidad de los años treinta, de la guerra que vendría después y de todos los momentos en que la barbarie ha arrasado con lo que había de bueno en el mundo, que tanto tarda en desarrollarse y tan poco en desmoronarse. Esto se comprende muy bien desde la incierta época en la que vivimos, y por eso creo que el libro es más que una curiosidad histórica y tiene un mensaje muy vivo para nosotros.
Las reflexiones de Spiel, aforísticas con una frecuencia tan medida que sorprenden en medio del relato y sugieren la poderosa y bondadosa inteligencia que hay detrás, su manera virtuosa de pasar de los tonos graves a la ligereza mediante una observación sencilla, su entereza al recibir las conmociones, permitiendo que el recuerdo, la tristeza o el enfado culebreen por su interior y encuentren su sitio y su esfuerzo por transmitirlas de la manera más clara convierten este libro en maravilloso. La frase con que titulo esta nota está sacada de él. Es una de entre muchas en las que Hilde Spiel consigue que una declaración sencilla adquiera un sentido más profundo, amplio y conmovedor. Si conseguimos ver el mundo así, aun cuando esté destruido, nos habremos salvado –hasta la siguiente guerra–. ~
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).