28, VII, 92
¿Quién es Don Quijote? En esta novela tan relajada y sin plan, que en cada momento parece poner en reconsideración su argumento y su propósito, o más bien querer huir de ellos, y se extravía en historias laterales y pequeñas novelas caprichosamente insertadas, y que apenas se ha iniciado, capítulo 5, da marcha atrás como si hubiese echado a andar con un plan equivocado y debiera devolver al protagonista a su aldea para dotarlo de un escudero e interlocutor, o se interrumpe, capítulo 8, en el comienzo de la batalla entre el loco caballero y el “gallardo vizcaíno” para distraernos con una historia de manuscritos y meter en la historia a otro y anterior autor (el tal Cide Hamete Benengeli sobre el cual habría mucho que especular); en esta novela la verdadera línea argumental constante, la que fluye de página en página, y que yo considero su mayor atractivo, está en la sucesión de momentos en que no ocurre nada salvo que Don Quijote y Sancho van de camino, abandonados al azar y al paso de sus cabalgaduras, haciendo algún alto a la sombra de unos árboles para comer pan y queso o cebollas, conversando siempre de todo y de nada, y convirtiéndose, más que en versiones humanas del “espejo paseado a lo largo de un camino” (según Saint-Réal y Stendhal metafóricamente definieron a la novela), en espejos que se reflejan el uno al otro: Don Quijote en Sancho, y Sancho en Don Quijote. Y si el Quijote es esencialmente una larga conversación donde intriga y acciones serían secundarias ¿qué es entonces lo que le da esa tensión constante que yo le encuentro aun en las ocasiones en que releo el libro en desorden, entrando en él por cualquier capítulo? Creo que la respuesta está en el misterio central del mismo Don Quijote, es decir en el hecho, para mí más evidente en cada relectura, de que ninguno de los personajes del libro, ni sus lectores, ni quizá el autor, saben quién o qué es el protagonista. Cervantes acaso lo ignora o se divierte haciéndonos creer que lo ignora: no decide si originalmente se llamaba Quijano, Quesada o Quijada, se asombra de que en no pocas ocasiones su loco y atrabiliario y caprichoso personaje hable como hombre cuerdo y prudente y llega a insinuar que su locura es fingida, una puesta en escena e sus fantasías, un juego con los otros personajes que creen jugar con él.
En cierto modo, el mismo Don Alonso Quesada, o Quijada o Quijano, surge de la nada, brota en el relato (y para el relato) como un repentino hongo, sin un pasado que lo dote de densidad: nada se sabe de su vida anterior, de las circunstancias que lo han llevado a su condición presente, de cómo se allegó o se le allegó una sobrina, ni si realmente “un tiempo anduvo enamorado” de una Aldonza Lorenzo de la que tampoco alcanzaremos a saber nada, o si inventó ese amor a la “moza labradora” con el fin de tener materia prima para inventarse a su amada Dulcinea. ¿Quién es Don Quijote, a final de cuentas?
Don Quijote dice “Yo sé quién soy” y éste es uno de los enunciados más provocadores de la novela, porque paradójicamente viene a aumentar el secreto del personaje, obligándonos a interrogarle una y otra vez acerca de ese quién al que alude: ¿al inicial Quijano o Quesada o Quijada?, ¿al previsto y terminal Quijano el Bueno, que habrá de renunciar a su ficción para dizque “bien morir” en cordura y resignación?
1, VIII, 92
Don Quijote, inventor de sí mismo. Sospecho que Don Quijote sólo existe en la medida en que incesantemente está reinventándose, sobre, digamos, un fondo de quijotidad, y adopta diversas y hasta enfrentadas identidades: pasa de Quijano a Quijote o a Valdovinos o a Beltenebros o a Quijótiz como una especie de camaleón novelesco, sin dejar de ser simultáneamente ese pobre hidalgo manchego, cincuentón, desdentado, flaco de fuerzas si no de ánimo, del que, a su vez, desconocemos casi todo.
El verdadero juego novelístico de Cervantes consistiría en mantener la incertidumbre acerca del protagonista y en verse él mismo, Cervantes, tocado por esa incertidumbre y reflejándola en otra pregunta: ¿Quién es el autor, quién escribe o crea a Don Quijote? Y así como el caballero alucinado fluctúa por distintas identidades, Cervantes se muestra como el lugar de paso de varios “autores desta verdadera historia”, y como el mero traductor del también misterioso Cide Hamete Benengeli. Obsesión del “otro” autor que podría llevarnos a la sospecha de que hasta el tal Avellaneda, autor del Quijote apócrifo, sería una máscara más de Cervantes, y que éste habría ido tan lejos en esta “puesta en abismo” de identidades que habría realmente escrito una mala contrapartida de su novela, de modo de tener a mano, en el juego de ésta, un punto de vista entre los muchos que interrogan al protagonista (y la segunda parte del verdadero Quijote será una antítesis del Quijote apócrifo).
4, VIII, 92
¿Don Quijote, autor del Quijote? Nacido de las nupcias de Alonso Quijano y las novelas de caballería, Don Quijote es en gran parte hijo de los libros y se sabe destinado a vivir (y morir) en un libro, de modo que desde el comienzo de su aventura él mismo va escribiéndose, poniéndose en palabras, párrafos, páginas, como quien se pone en escena: “Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo: ¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera? ‘Apenas había el rubicundo Apolo…”’, y sigue un trozo de amanerada retórica, vale decir de las clase de prosa que Don Quijote ha leído y en la cual ahora escribe su propio Quijote, como oponiéndose a la prosa llana, “prosaica”, en que está escribiéndolo Cervantes. El Caballero de la Triste Figura tiene también su prurito de escritor desde antes de ser caballero andante: ya muchas veces a Don Alonso Quijano, ante el inacabado Belianís, “le vino el deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra como allí se promete”, y Don Quijote no desaprovecha oportunidad de lucir su retórica y sus conocimientos literarios echando discursos lo mismo ante Sancho que ante cabreros o aristócratas, o escribiendo una pieza del caballeresco género “carta de enamorado” o disertando sobre las novelas de caballería con un sospechoso saber del oficio de novelista. Es “hijo de sus obras” y a la vez hijo y padre del libro que con sus hechos y ficciones escribe para que otros autores, Cide Hamete Benengeli, o Cervantes, o, en el peor de los casos, Avellaneda, lo transcriban, cada uno según su leal o desleal saber y entender.
7, VIII, 92
La Ficción invade la Realidad. Gérard de Nerval escribió acerca de “la expansión del sueño en la vida” (y, de paso, en una noveleta titulada La mano encantada, Nerval limita la ficción cenvantina: el protagonista, Godinot Chevassut, es una especie de Don Quijote de los libros de truhanería, comentados en el primer capítulo con una prosa muy semejante a la de Cervantes en el también primer capítulo del Quijote). En la novela cervantina ocurre una expansión de la ficción en la vida cuando Don Quijote va topando con el resto de los personajes y de diversos modos va contaminándolos de su ilusión y su locura, hasta el punto de que muchos de ellos, y no sólo Sancho (como se ha señalado muchas veces), se “quijotizarán” en mayor o menor medida, quiero decir que se contagiarán de la ficción o la locura de Don Quijote, participando en ellas aun cuando parecen querer destruirlas o tomarlas de burla: el ama, para explicar la desaparición de la librería del hidalgo, saca a cuento un “sabio encantador” que habría volatilizado los libros; Sancho engaña a su amo inventando a una Dulcinea campestre que echa de comer a los cerdos y que habría caído en las manos de otro “sabio encantador”; los duques arman un gran escenario fantástico, el episodio de Clavileño, y crean en tierra una “ínsula Barataria” para reírse del caballero y el escudero; el bachiller Carrasco se convierte en caballero del Bosque, o de los Espejos, o de la Blanca Luna, y combate dos veces en duelo con Don Quijote con el fin de vencerlo y de hacerlo volver a casa y tal vez a la cordura; la dueña Rodríguez cree seriamente en la caballería andante de Don Quijote y le presenta quejas; la primera parte del Quijote, ya publicada, se convierte en motivo de charlas y discusiones en la segunda parte; el cura, el barbero, el bachiller y otros personajes representan personajes ficticios para engañar a Don Quijote y retomarlo al hogar; y el último proyecto quijotesco, el de volverse personaje de novela pastoril halla, como los anteriores sueños, Prolongación en Sancho, que lloroso, pide al caballero moribundo y entrado en razón que se vayan los dos por los prados a tocar el caramillo y suspirar por principescas pastoras: en cierto modo Don Quijote ha vencido a la realidad, la ha modificado, obligándola a copiar la fantasía caballeresca, y ha escrito su novela en la imaginación de los otros personajes, los ha hecho caer en el juego quijotesco y convertido en reflejos de su ilusión o delirio; finalmente los ha encantado y ha encantado una realidad adversa y burlona. Su última y definitiva victoria será la existencia del libro mismo, un libro destructor y devorador y reinventor de las novelas de caballería: el Quijote inventado por Cide Hamete Benengeli, y por Cervantes, que inventó a Cide Hamete, y por nosotros los lectores que reinventamos a Cervantes y a su personaje en cada lectura. Una constante puesta en abismo.
Este artículo se publicó por primera vez en septiembre de 1992, en el N° 190 de Vuelta.
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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.