Grítenme piedras: Bonifaz Nuño, cimiento de una poesía decolonial

El autor de "Los demonios y los días" consolidó una obra literaria a partir de la tradición clásica grecolatina y la cultura prehispánica. A cien años de su nacimiento, sus nuevos lectores ven en el sincretismo de su poesía una constante búsqueda por nuestros orígenes, así como también una forma de emancipación.
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Es probable que las piedras que dejó Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013) en forma de obra sean de las más vastas y visitadas de la poesía mexicana del medio siglo, y que estas hayan servido para dar forma a una ciudad imaginada por sus versos. Por eso me preocupa cuando la mayoría de la crítica resalta el virtuosismo métrico como su atributo más destacado, tal y como sucede en Poesía en movimiento (1966) donde es calificado como “dueño de [una] excepcional sabiduría técnica” o cuando Monsiváis lo caracteriza simplemente como un “implacable técnico”. El lector que se acerca con estas visiones a su obra probablemente dejará de lado la riqueza trabada en sus poemas, pues el afán de contar sus sílabas muchas veces ha implicado dejar de leer sus versos, convertirlo en un monumento, inmovilizar su poesía en una estatua, hacerlo piedra en el peor de los sentidos.

Pese al prejuicio de encontrarnos con solo un versificador y artífice métrico, habría que preguntarnos como lo ha hecho Hernán Bravo Varela: ¿por qué, visto desde afuera, un poeta del medio siglo heredero de las vanguardias, regresaría a atarse con formas ya probadas? Aunque sin duda es un gran cultivador de ellas, Bonifaz Nuño no es un neoclásico que busca instaurar el reino perdido del metro, la consumación de una visión mestiza o de la arcadia barroca novohispana como han sugerido algunos de sus lectores. Por el contrario, su búsqueda por el origen, en lugar de ser un avance retrógrado, es una forma destilada de la vanguardia. Es tan cercano a Deniz, a Vallejo, a Neruda y Mistral como a Virgilio o Nanahuatzin. No hemos querido advertir que Bonifaz Nuño es en realidad una especie de poeta protodecolonial: su búsqueda por el origen es una forma de emancipación. Queda más claro en el último Bonifaz Nuño, el menos visitado de todos, cuando al presentar el Seminario de Estudios Prehispánicos para la Descolonización de México, menciona claramente: “Los mexicanos […] nos seguimos sintiendo solidarios de aquellos indígenas. Se nos dice ahora que en ellos está nuestra raíz, pero eso es solo parte de la verdad; esta es que los hombres del México prehispánico no son únicamente la raíz, sino el elemento esencial de lo que somos. Seguimos siendo ellos, seguimos siendo indios, como los extranjeros nos llamaron.” Y luego continúa: “Efecto de nuestra falsa conciencia de conquistados y colonizados es el hecho de que, casi sistemáticamente, hemos permitido que este mundo nuestro primordial haya sido estudiado y definido por extranjeros. En la mayor parte de los casos no hemos hecho sino repetir lo afirmado por ellos, teniéndolo por verdad sin siquiera someterlo a análisis y juicio.” Ideas expresadas tanto en su poesía como en sus ensayos.

Bajo esta perspectiva es que cobran un sentido distinto otros aspectos de su obra que parecen soterrados. Por ejemplo: entiende que el habla popular, el sociolecto que intenta preservar, es la decantación del latín de Virgilio o Catulo. Dice en una entrevista con Marco Antonio Campos: “En Albur de amor adapté construcciones de Horacio, traducidas casi literalmente, para que sonaran de pelado mexicano. Si se trata de escribir como pelados, escribamos como los pelados latinos. En ese sentido Horacio y Catulo eran verdaderos pelados.” El proyecto de Rubén Bonifaz Nuño es el de contaminar el canon, llevarlo a lugares donde no suele mirar, crear una literatura subversiva, un anticlasicismo usando las armas de los clásicos. Su obra demuestra que se puede crear desde aquello que socialmente se desecha, aquello con lo que no suele construirse. Rubén Bonifaz Nuño es un albañil que sabe construir con cascajo.

Si quisiéramos seguir la génesis de este proyecto protodecolonial, tendríamos que acercarnos a tres libros que el autor publicara en la década de sus treinta años: Los demonios y los días (1956), El manto y la corona (1958) y Fuego de pobres (1961). Estos poemarios además de constituir un evidente cambio en la sensibilidad de la voz poética también son el desarrollo de un proyecto que aún no se alcanza a vislumbrar aunque el rumbo ya está trazado.

Me parece que es en Fuego de pobres donde se percibe con mayor intensidad el sincretismo que sustenta esta parte de su obra, pues el poemario es una calle de múltiples sentidos, de referencias cruzadas entre mundos: el latino y el nahua, el de antes y el de ahora. Su voluntad por captar los fundamentos de una ciudad se corresponde con el afán de recuperar la tradición prehispánica. En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua –pronunciado dos años después de la publicación de Fuego de pobres (1961)– Bonifaz Nuño afirma que, para los antiguos mexicanos, “el canto, cimiento irreemplazable de la ciudad, lo era de la comunidad también” y retomará algunos versos del Códice matritense sobre la fundación de las urbes: “Se estableció el canto, se fijaron los tambores; se dice que así principiaban las ciudades: existía en ellas la música.” En su poemario recupera ese ejercicio de crear a partir de lo que antes existió, es decir: el poeta busca tejer el canto desde las hebras que ha dejado la matriz colonial de poder, construir sobre las ruinas una ciudad fragmentaria, pero propia, una ciudad edificada por el canto de los pobres: “Y sin embargo, el canto; fuegos / de zarza vibra su materia / ya de carne en común, de huesos / en común entregados. Pan de pobres. / Fuego de pobres para ser comido” (p. 242).

((Las citas de los poemas han sido tomadas de la antología De otro modo lo mismo [FCE, 1979].))

Más adelante encontraremos esta relación de fuego y palabra repetida en el poema como una ciudad que arde o, mejor aún, que está hecha de fuego. El fuego disipaba el temor y la angustia por el aniquilamiento cósmico en el día 4 Movimiento, fecha en la que según el calendario peligraba la vida del universo y que cada 52 años –al menos una vez en la vida– la ciudad tendría que oscurecerse para que el sacrificado en el cerro de la Estrella pudiera dar a luz de nuevo a la ciudad. Así la gente podría dejar de romper vasijas y dejar de esconder a las embarazadas y dejar de usar ropa vieja: “Era también de fuego: / sobre el tizón, hirientes, casi diáfanas / violetas duras a los ojos, / coronadas de oro. De esto era, / de esto se construía bajo el humo” (p. 244).

La ciudad de Bonifaz Nuño, es decir la ciudad de los desposeídos, se va poblando de significados que van de una tradición a otra. Más evidentes en el caso de imágenes extraídas de la iconografía nahua que hacen pensar en la Coyolxauhqui o la Coatlicue: las describe como si fueran las luces de un cuadro impresionista o como si quisiera atrapar la vivacidad de formas que hay en la escultura, como si el significado de estas le fuera revelado más por el testimonio de la piedra que por el relato del mito. Podemos ver alusiones al relato del nacimiento de Huitzilopochtli en el cerro de Coatepec donde Coatlicue embarazada por una bola de plumas escucha la voz de su hijo desde adentro del vientre donde intenta prevenirla de la venganza de sus hermanos y el posterior desmembramiento de la Coyolxauhqui siendo esparcida por los cuatro rumbos.

Notamos a la diosa madre de Huitzilopochtli y de Coyolxauhqui (la luna) en los versos: “Bajo las doce estrellas, / emergida del sol, embarazada, / señora de la luna sobre el vientre” (p. 256). La serpiente, ese símbolo central de la cultura nahua y presente en la iconografía de la falda de Coatlicue, aparece constantemente en distintos poemas: “[…] si la serpiente/ de música enjoyada quiebra / el cascarón, y adelgazándose / –sensual, bicéfala y exacta– / cruza la puerta doble del oído” (p. 241), “[…] la rabiosa / cabeza degollada: el odre / velludo de culebras hacia dentro, / de bífidos rumores revestido” (p. 241), “serpientes salen de la boca, / frutas amargas” (p. 241). Asimismo, el desmembramiento ritual de la diosa por los cuatro rumbos del universo es aludido: “Entre las cuatro esquinas / sobrevino el momento de mirarse; / sabor del canto entre los dientes, / lengua florida, nuestra casa” (p. 255). Es como si en la síntesis de estos versos existiera la concentración de una materia en un solo punto, el nacimiento de la casa de todos, la ciudad como la casa grande y, así como con el fuego nuevo, fuera posible dar testimonio de nuestra facultad de conservar la creación reinventándola.

Al seguir la lógica que establece el mismo poema: si la ciudad es fundada por el canto, la misión del poeta es seguir cantando para que no deje de existir y sea posible en ella la convivencia. Y por eso, él mismo responde en el poema 31: “Y dijo la partera: ‘Es hombrecito / y está vivo, pues grita.’ / Era evidente. Y he gritado / hasta que el grito desvistió las lágrimas, / y el llanto las palabras, / y las palabras desterraron / el llanto, y se juntaron las palabras / para cantar, y establecido el canto / se fundó la ciudad, como al principio” (p. 275). Y más adelante en el poema 37 insiste en esta imagen capaz de reiniciar el mundo mediante el canto: “introdúceme al coro; así, al oficio / de fundar la ciudad sobre cenizas / de vencidas ciudades. Buen oficio. / […] / como el amor, clarísimo al mirarte, / para siempre naciera, / y en torno, y habitada y ofrecida, / la ciudad y la gente suscitada / por el orden del canto” (pp. 284-285). Así, al preguntarnos qué es lo que canta el poeta, tendríamos que responder: canta, mediante el habla de los desposeídos, la posibilidad de ser alguien; darle un todo al que no tiene nada, dar de su vida lo bueno porque qué otra cosa puede dar.

Bonifaz Nuño, pese a ser un magnífico arquitecto de su universo poético, no busca ser un dios que construye ciudades de fuego, sino el cantor de esas urbes –fundadas en nuestras raíces– capaces de acogernos días tras día. También edifica una casa para que todos podamos habitarla, tiende la mano, espera la llegada de una visita, es un niño que comparte la alegría de la calle o el amigo que nos guarda una cerveza en el refrigerador. Bonifaz Nuño se convierte en peatón de su propia obra principalmente en Los demonios y los días. No me parece casual que mi primer contacto con su poesía haya sido precisamente con este libro, sus versos llegaron a mí cuando mi rutina era levantarme a las cinco de la mañana, subir las escaleras del metro Balderas y esperar a que abrieran la Biblioteca México.

Me engancha ese poeta que tiene algo de orador o de predicador evangélico, que se para en medio de la plaza a decir lo que (nos) sucede, cuya voz poética puede pasar de un yo a un nosotros –lección tan importante para la poesía contemporánea– como en el poema 41, esa voz que parece decir un discurso privado para hacerlo público, algo así como un parista que reclama un pliego petitorio para los solitarios, una buena manera de reivindicar el derecho a no estar satisfecho, a que puedan dolernos las cosas mínimas y que amenaza con hacer una marcha con todos los que nos hemos pegado en el dedo chiquito del pie:

No es una desgracia abrir los ojos
ni tener despiertos los deseos
y estar triste y solo y pensando.

Y no ser de aquellos que consiguieron
su placer a ciegas para cegarse;
su televisión después del cine,
sus bailes, su ruido, sus limonadas […]

Bienaventurados los que padecen
la nostalgia, el miedo de estar a solas,
la necesidad del amor […] (p. 158).

Lo que quiero decir es que uno de los aspectos que más atraen de Bonifaz Nuño es cuando menos culto parece. Cuando logra engañarnos y se descalza para comenzar a hablar de una mosca torpe que choca siempre contra el vidrio, de un perro que llora al abrir la ventana, de la gente que camina en la lluvia sin paraguas, de cómo subirse a una silla a lo mariachi.

Supongo que los lectores de Bonifaz Nuño podrán encontrar diversos caminos, nuevas grietas o lugares de sus libros donde es más agradable asentarse. Por ello, quizá debamos persistir en pensar que toda obra es una obra negra, inacabada. Los lectores somos una suerte de chalanes de esa Torre de Babel que es el lenguaje: cada que nos encontramos con un autor vamos ayudando a construir los cimientos y a forjar un camino que no sabemos en dónde terminará; solo visto desde la lejanía que permite el tiempo será posible reconocer su marcha.

Dicen que las voces se quedan en los muros y por eso cuando creemos escuchar un fantasma es en realidad la resonancia que se quedó vibrando entre los ladrillos. No lo sé. Pero a veces me gusta creer que, en las paredes que fueron habitadas por Rubén Bonifaz Nuño, yo también escucho el anuncio que se emite por el altavoz de un radio Zenith en 1936, sintonizado en la XEW, por el cual un niño ganará su primer dinero con un dibujo sobre el protagonista de la radionovela Rex de la selva; veinticinco pesos que servirán para comprarle a su hermana una estufa de juguete y un rifle de dardos para él. Ese mismo niño que, ya adulto, será retratado con su traje y una sonrisa en una manifestación de estudiantes, a espaldas del rector Barros Sierra, bajo un cartel donde puede leerse: “La educación requiere libertad, la libertad requiere educación”, días antes de la toma de Ciudad Universitaria por elementos del ejército. Ninguno de los dos podría imaginar que en el segundo piso de la Biblioteca Central habrá una placa con su nombre indicando el recinto de sus libros. Allí, un proyector de acetatos calcará en las paredes la sombra de una sigma gigante, de una alfa, de algún carácter o derivación latina que los ojos de ese traductor ya no podrán distinguir, aunque siga persiguiendo la poesía; como la persiguen los muchachos que llegan, después de su muerte, a ver los objetos que no pudo recoger, esas piedras que dejamos como para no perdernos. ~

Clemente Guerrero
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