Roger Bartra: el intérprete de las mutaciones

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Este 7 de noviembre, Roger Bartra, nacido en la ciudad de México, cumple setenta años. El hijo de una pareja de literatos catalanes exiliados (Agustí, el poeta, Anna Murià, la narradora y periodista) tiene muchos motivos para festejar en grande una vida plena en aventuras intelectuales y libros magníficos. Egresado de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, la que estaba adjunta al museo en Chapultepec, Bartra ha visto mundo: la Barcelona de sus padres a la que siempre vuelve, ahora como abuelo; el París esplendoroso de los estructuralismos; el Londres del siglo en curso, su nuevo amor; la vida cotidiana en la Hipódromo Condesa en la época de los beatniks o la Venezuela democrática, sin contar sus apariciones en Moscú o en un episodio de la extrema Guerra Fría, en un carguero de bandera norcoreana durante una misión editorial clandestina.

Antropólogo en fin y en principio, Bartra se ha dedicado al estudio de las especies mutantes y, entre estas, aquellas más resistentes al cambio, como los mexicanos ajolotes (La jaula de la melancolía, 1987) o, antes que ellos, su prefiguración analítica, los campesinos, o los salvajes (El salvaje en el espejo  y El salvaje artificial, 1992-1997), ambulantes entre la barbarie y la civilización. Ha estudiado la melancolía en los médicos del Siglo de Oro (en Cultura y melancolía, 2001) y en los filósofos de la modernidad (El duelo de los ángeles, 2004) y desde hace años se dedica al estudio de la mutación más asombrosa, la del cerebro humano: Antropología del cerebro  (2006). Pasa muchas horas, absorto, escuchando música. Como buen ateo, cree que el no-lugar está en las Sonatas del Rosario, de Biber.

Acaso su papel como observador participante en la mutación del marxismo sea su más célebre y polémica actividad pública desde fines de los años setenta del siglo pasado. Antes de la caída del Muro de Berlín, en 1989, fue uno de los poquísimos intelectuales de izquierda en tomar sus previsiones; las más optimistas: se abría (lo creía Bartra, lo cree) la gran oportunidad de conciliar, en verdad, a la democracia con el socialismo. Lo creía desde 1980, cuando sacudió al Partido Comunista Mexicano con una revista de efímera y mítica vida, El Machete, la cual, de haber sido conservada y respetada, le habría ahorrado a la izquierda en México dos décadas de indigencia intelectual autoritaria y nacionalista. Pues Bartra no solo estudió las mutaciones del marxismo, sino las del nacionalismo revolucionario (su bestia negra) y concluyó que el connubio entre una y otra corriente había parido monstruos y los seguiría pariendo.

En esta entrevista, realizada hace pocos meses en su casa de Coyoacán y centrada más en la historia de su vida que en la de sus ideas, Bartra habla claro sobre una especie todavía numerosa cuya extinción no parece próxima: la del intelectual de izquierda para quien la alternancia democrática en México ha sido una tragedia aún peor –así lo dicen– que esos setenta años de autoritarismo priista, cuya restauración, si ocurre, tendrá a Bartra, qué duda cabe, entre sus más decididos adversarios. En 1984, Bartra me había dicho: “La democracia es la exigencia de igualdad entre desiguales; es el establecimiento de instancias donde se anulan las desigualdades existentes en otros ámbitos. La democracia es, por lo tanto, un proceso y un conflicto de larga duración.”[1]

No se quedó Bartra en el cubículo (aunque es el científico social mexicano mejor conocido en lengua inglesa) ni, desde luego, en las reuniones partidarias, sino que decidió hacer política cultural en la plaza pública, primero desde El Machete  y luego, durante seis años, como director de La Jornada Semanal, la cual convirtió en un parlamento abocado a la diversidad ideológica y literaria. Ensayista de curiosidades dieciochescas, Bartra es, entre los intelectuales mexicanos, el más escuchado y respetado de los demócratas de izquierda, y en Letras Libres, desde hace años, representa a la noble tradición del socialismo democrático.

Esta es la segunda vez en mi vida que lo entrevisto. La primera fue, para la revista El Buscón, en la primavera de 1984. Algunas de mis preguntas de ese entonces son hoy obviamente históricas y hasta antediluvianas, mientras que no pocas de sus respuestas resultan actualísimas: había muerto no hacía mucho Enrico Berlinguer, el reformador de los comunistas italianos que había inspirado a quienes como Bartra aspiraban a socialdemocratizar a los herederos de la Tercera Internacional. En esa conversación entre Roger y yo, el diálogo con los liberales, con Octavio Paz y con la revista Vuelta, también aparecía explícitamente en el horizonte. Fue aquel el año, en fin, de un aniversario inusual, el de la cifra con la que George Orwell había titulado su distopía sobre la sociedad totalitaria: 1984. A diferencia de la opinión entonces convencional, Bartra no creía que las democracias occidentales encarnasen maliciosamente al Gran Hermano, que imperaba no solo en Moscú sino en las aulas y en los institutos de investigación de Ciudad Universitaria en México. El “árbol de la utopía”, como le decíamos, no había sido derribado pero estaba visiblemente reseco, desprovisto de savia. Entonces Bartra afirmaba: “La única forma que he encontrado de seguir siendo marxista es la de renunciar al marxismo: descubrimiento tardío, pues ya lo había dado a entender el propio Marx.”[2]

No es que Bartra hubiera previsto (ni mucho menos yo, el discípulo informal que ha tenido la inmensa suerte de volverse su amigo) lo que casi inmediatamente después ocurriría: el inicio de la  perestroika, la caída del Muro de Berlín y el hundimiento del mundo soviético, la cuenta regresiva en el dominio del autoritarismo priista en México y todo lo demás. Lo que sí creo es que uno de los mejor preparados para entender lo que iba a pasar fue Bartra, por su espíritu de apertura, por su noción de sociedad regida por las redes imaginarias de lo político, por su visión horizontal, evolutiva de lo humano, por su gusto por la mezcla, por lo mestizo, propio de un hijo de exiliados que sufrió la condena de ser “semiextranjero o semimexicano”, lo mismo que por su lucidez optimista. Así que esta segunda década del XXI en la que Roger Bartra cumple setenta años me parece, de todos los momentos en que ha sido observador participante, el más propicio, el más auspicioso para el ejercicio de su sabiduría ante las mutaciones.

 

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¿Cómo fue tu infancia, hijo de escritores catalanes refugiados en México?

Mis padres huyeron del franquismo a comienzos de 1939, cuando las tropas de Franco invadieron Cataluña y cayó Barcelona. Tuvieron dificultades para escapar y no llegaron a México sino hasta 1941. Mi padre pasó meses en distintos campos de concentración en Francia y conoció a mi madre en París; juntos lograron escapar de todo lo que se venía –la guerra, la invasión alemana– a través de Cuba y de República Dominicana. Finalmente se establecieron en México, como lo hizo la inmensa mayoría de los refugiados españoles, aunque también habían considerado Chile. También como la mayoría, tenían poco dinero y carecían de nacionalidad. Poco a poco fueron haciéndose un hueco, pero mi padre, Agustí Bartra, era poeta y mi madre, Anna Murià, novelista y periodista –sobre todo novelista–, y no estaban muy interesados en circular por los medios del poder. Querían vivir de la literatura, lo cual era sumamente difícil, y vivían de hacer traducciones. Desde pequeño recuerdo una vida de estrecheces. Mis padres llegaron a principios de los cuarenta y se establecieron, como gran parte de los refugiados, pensando que al terminar la guerra Franco iba a ser hecho a un lado, pero eso no sucedió. Después de un tiempo dejaron de funcionar exclusivamente en círculos catalanes y españoles y comenzaron a integrarse cada vez más a los círculos literarios mexicanos. Recuerdo esa transición: el entorno de la casa primero eran Ramón Xirau, Manuel Durán e incluso, antes de que muriese, Luis Nicolau d’Olwer, el historiador; gente del ambiente intelectual catalán. Poco a poco empezaron a aparecer personajes mexicanos, como Alberto Gironella y su esposa. Después llegaron más.

De cualquier modo, en los cuarenta, mis padres se movían todavía en el ambiente español, y por entonces mi padre obtuvo una beca Guggenheim y nos fuimos a Nueva York, en donde yo crecí. Entre los seis y los ocho años yo era un niño neoyorquino. Siempre he sido bilingüe, pero en aquella época era bilingüe de catalán e inglés y había perdido el español. Mi padre tampoco se adaptó a Nueva York, a lo que habría podido ser su futuro, un futuro académico. A él no le gustaba la academia, y la academia norteamericana menos que cualquier otra, así que volvimos a México. Al regreso, en los cincuenta, empezó a conectarse porque los refugiados españoles estaban muy bien colocados en los medios editoriales mexicanos. El Fondo de Cultura Económica estaba lleno de refugiados, que eran una base muy sólida. Ese era el medio de mis padres, y yo crecí forzosamente en él.

Mi padre empezó a relacionarse entonces con poetas jóvenes mexicanos, el grupo que de algún modo encabezaba Juan Bañuelos, conocido como La Espiga Amotinada. Los veía con frecuencia, les preparó el prólogo a un libro y mantuvo una fuerte amistad con ellos.

 

La experiencia de tu padre como tutor de La Espiga Amotinada, ¿es paralela al momento en que decide ser un escritor –de alguna manera– mexicano?

Sí, es la época en que se da cuenta de que no va a regresar pronto a España, empieza a escribir en español y deja de hacerlo en catalán; cuando escribe Quetzalcóatl  y se mete de lleno en el ámbito mexicano. Él siempre había escrito en catalán y se traducía al español, y desde entonces escribía en español y se traducía al catalán. Fue sintomático, se dio cuenta de que la cosa iba para largo y que se iba a tener que quedar en México.

La integración de extranjeros en México es muy compleja y paradójica. Por un lado, aparentemente, hay una gran recepción, pero por otro hay un distanciamiento muy grande, y eso es algo que he heredado: lo viví de pequeño, de adolescente, de joven y, hasta cierto punto, lo sigo viviendo. Se generan barreras muy fuertes, distancias importantes, de tal manera que era complicado que mi padre comenzara a introducirse en temas tan mexicanos como la figura de Quetzalcóatl o escribiera La Luna muere con agua, novela de inspiración mexicana. No acababa de convencer, no gustaba del todo. Aunque algunas personas lo veían bien y lo estimulaban, prevalecía una situación ambivalente, complicada. Difícil de entender esa mezcla de rechazo y de bienvenida. Esa paradoja yo la viví toda la vida.

 

¿Hay relación entre la búsqueda de la mexicanidad de tu padre con tu decisión de estudiar arqueología?

Sí, es posible que viniera por su influencia. En realidad yo estaba muy despistado y mis padres eran de la idea de que ellos no debían influir demasiado en mis elecciones. En los años cincuenta, cuando estudiaba la secundaria, tomé la decisión de no ser un intelectual; no quería estudiar la preparatoria, y desde luego tampoco una carrera universitaria. Lo que quería era ser encuadernador. Me inscribí en la Escuela de las Artes del Libro e inicié la carrera de encuadernación con toda la intención de montar un taller y ser un artesano. Elegí la encuadernación porque tenía una pasión formidable por los libros, era un lector voraz, devoraba libros uno tras otro. Iniciarme en la encuadernación parecía lo más sensato, tenía mucha habilidad manual y me gustaba. Casi termino la carrera, hice dos años de tres, pero entré en una crisis y cambié.

En buena medida, empecé a estudiar arqueología por un amigo de mis padres, Raúl Flores Guerrero, compañero de Lin Durán, una conocida bailarina mexicana. Él se dedicaba a temas prehispánicos y hablaba de ellos con tal entusiasmo que comencé a leer libros de arqueología romántica. Era un estudiante revoltoso en la secundaria y en la preparatoria y cuando me expulsaron de la escuela aproveché para hacer un viaje a Palenque. Además, claro, la casa estaba llena de libros de historia antigua de México, de mitología náhuatl, maya… Abandoné la encuadernación y opté por la arqueología, pero faltó poco para quedarme como artesano.

 

¿Cómo era el ambiente cultural, intelectual, literario de principios de los años sesenta en la ciudad de México?

En los sesenta, siendo estudiante de la Escuela Nacional de Antropología, y gracias a mis padres, estuve cerca de la vida literaria de la ciudad. Acudía constantemente a inauguraciones de exposiciones y a cocteles donde me presentaban a escritores. Por mi casa habían pasado Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Fernando Benítez… Mi padre tenía muchos amigos y yo los conocí a todos. Aunque estudiaba arqueología, seguía siendo un lector insaciable y me gustaba estar en contacto con las manifestaciones culturales de la época. Pintura, danza y teatro experimental, de avanzada –en esa época empezaban a generar cierto escándalo Alejandro Jodorowsky, por ejemplo, o Juan José Gurrola, y yo no me perdía esas funciones–. No dejaba de visitar exposiciones, en las que iba guiado por Gironella.

Estaba conectado con esa red y muy metido en el proceso de transformación de un México que ni podía imaginar. Los años cincuenta fueron realmente grises, supongo, y en los sesenta hubo un despertar: polémicas, suplementos culturales, los happenings de José Luis Cuevas, y una gran efervescencia ligada al crecimiento de un barrio más o menos intelectual, la Zona Rosa.

Era una vida intensa. Comenzaron a nacer cafecitos, en donde nos juntábamos grupos de jóvenes intelectuales como Paul Leduc, Carlos Monsiváis, Tania Celaya –su supuesta novia–, Tomás Pérez Turrent, entre otros. Interesados también en el cine empezamos a organizar cineclubs  en donde se discutía de todo. Es la época del juicio contra el libro Los hijos de Sánchez, que hace que Arnaldo Orfila Reynal tenga que abandonar el Fondo de Cultura Económica y funde posteriormente Siglo XXI.

A principios de los sesenta ya se notaba una gran efervescencia cultural, lo que después decidieron llamar la contracultura. Además, yo había pasado unos meses en Nueva York y ahí me contagié del virus beatnik. Vivía en la plaza Citlaltépetl, una de las placitas de la calle Ámsterdam, y la casa se convirtió en una suerte de lugar de paso de beatniks  gringos que iban y venían. Las drogas y el olor a mariguana fueron muy comunes en la época. Personas que iban a la casa se inyectaban heroína y yo me azotaba un poco, pero menos de lo que debí haberlo hecho. En ese ambiente estuvieron Ray Bremser, Alec Randall y otros tantos. Gente rarísima. Era la época de la revolución sexual y la revolución musical, y eso se mezclaba con la lectura de Los hijos de Sánchez  y con las nuevas formas de pintar –la reacción contra los muralistas, sobre todo contra David Alfaro Siqueiros–. Era parte de la ebullición del momento, y la Escuela de Antropología, donde yo estudiaba, era de las pocas que quedaban aún en la ciudad y no en Ciudad Universitaria. Estaba en el antiguo Museo de Antropología, teníamos cerca a los artistas, en la escuela de San Carlos, y no nos quedaba lejos la Zona Rosa.

Al mismo tiempo comienzan a surgir movimientos políticos de nuevo tipo, grupos guerrilleros, y también ocurría una transformación del Partido Comunista Mexicano (PCM) que lo abrió mucho. Es decir, también había una agitación política fuerte que desembocó en el 68.

 

¿En qué medida el 68 es el resultado de esta efervescencia cultural? ¿O es una especie de accidente?

Creo que es el resultado. Algo similar tenía que surgir. A lo largo de los sesenta se va acumulando una serie de humores intelectuales, de tensiones culturales y políticas entre los jóvenes y los no tan jóvenes que empiezan a estar molestos con la situación y la cerrazón rigurosa. Por repartir un volante en el zócalo contra el presidente Kennedy, que venía de visita a México, me metieron a la cárcel diez días. La represión era muy fuerte, había muchos presos políticos –presos políticos notables, como Siqueiros y Valentín Campa.

Se acumularon humores en los territorios culturales y entre los estudiantes, lo que paradójicamente coincidió con un auge económico: aunque los jóvenes de aquella época aspirábamos a que el capitalismo entrase en su crisis final, el capitalismo estaba desarrollándose de manera desbordante, había trabajos y circulaba dinero. Era un periodo de bonanza. Es posible que eso también contribuyese al fermento.

Las tensiones eran tan fuertes que antes del 68 sentí que el ambiente era irrespirable para gente como yo, que no tenía ninguna perspectiva, y me fui de México. Partí a Venezuela harto del ambiente político de represión. Al mismo tiempo que se generaba un nuevo espíritu en los territorios culturales, vivíamos sofocados. Era de esperarse que estallase algo.

 

¿Te fuiste a Venezuela, regresaste a México y posteriormente partiste a Francia?

Me fui a Venezuela en 1967, pero a fines del 68 regresé a México. Vi cómo estaba la situación y decidí no volver nunca más, y volví a Venezuela, en donde era profesor en la Universidad de los Andes, en Mérida. Terminé mi trabajo y resolví no quedarme, así que me fui a Londres, sin pasar por México, con la decisión de no volver. México me parecía un país horrible, en donde la represión era grandísima, y sentía que yo no tenía ningún futuro ahí.

El ambiente de Londres tampoco me gustó demasiado, el 68 sentó mal y hubo una reacción muy conservadora en las universidades. En los sesenta, París era el lugar al que había que ir, así que me marché a Francia, pasando rápidamente por la República Democrática Alemana, en donde me ofrecían una beca. Prudentemente aproveché el viaje y vi que aquello no era para mí. Era la época posterior a la invasión a Checoslovaquia: el ambiente de guerra era un desastre. Friedrich Katz me aconsejó que no me quedase; él mismo se fue.

Decidí que me iba a París, para lo que pedí una beca, pero yo estaba en las listas negras de los jóvenes intelectuales indeseables y no me la dieron. Me sorprendió mucho porque tenía todas las calificaciones necesarias, pero un comité conformado exclusivamente por mexicanos no me la dio. Eso me complicó un poco la vida, pero estuve en París hasta 1971. Al borde de morir de hambre, con una hija, regresé a México, lo que había prometido no hacer –esas cosas no hay que decirlas–. Conseguí un trabajo en la Universidad, trabajo que todavía tengo. En aquella época, en que iba de un trabajo a otro y de un país a otro, nunca me imaginé que me quedaría tantos años en el mismo trabajo.

A mediados de los setenta volví a París dos años más.

 

Que es, digamos, la época de tu formación dura.

Desde mi primera estancia en París –una estancia relativamente corta– quedé empapado del estructuralismo y del nuevo marxismo. A mediados de la década de los setenta, cuando regresé a París por dos años, empecé a desconfiar y a alejarme del estructuralismo, que tanto me había marcado antes.

Había hecho una mutación en Venezuela: me volví un socialdemócrata, aunque no usaba esa palabra. A pesar de que era militante comunista, era un demócrata. Contra lo que decía la izquierda, en Venezuela pude comprobar que la democracia era una alternativa viable y muy deseable en los países subdesarrollados, dominados por el imperialismo. Supuestamente eso era imposible, pues esa salida era considerada una vía burguesa. En Venezuela comprobé que sí lo era y acabé de entenderlo en Europa. En esa época se disolvió en mí el marxismo duro.

 

Haciendo un balance de los últimos veinticinco años del siglo XX, tú eres el principal intelectual comunista mexicano que, antes de la caída del Muro de Berlín, evolucionó a otras posiciones reformistas, democráticas, liberales. A través de tu propia biografía, ¿cómo concibes la figura del intelectual comunista que muta, se transforma, vive una metamorfosis?

Por un lado, lamento el dogmatismo en el que estaba inmerso, pero por otro me da mucho gusto comprobar que el marxismo me dio una disciplina intelectual, una disciplina de trabajo extraordinaria a la cual no quiero renunciar. Una afirmación de que es necesario investigar y ver la realidad y no inventarla, construirla o, desde luego, deconstruirla.

Fui un intelectual comunista, yo diría, bastante atípico en México: mis camaradas intelectuales comunistas eran muy duros, muy dogmáticos, y yo llevaba una vida muy diferente, una vida cotidiana distinta, en parte porque nunca acepté que mi vida privada quedase atrapada por las redes del Partido Comunista. Llevaba una vida burguesa, estaba casado con una mujer burguesa y leía literatura burguesa. Esto, afortunadamente, era un contrapeso. También tenía la herencia de mis padres, que nunca fueron comunistas y eran muy abiertos; eran unos demócratas, y yo sentí su influencia.

Eso me salvó de la inmersión en lo peor del dogmatismo marxista, así que en esa época, sobre todo en los últimos veinte años del siglo pasado, estaba en lo posible marginado de la vida militante típica, con una excepción –una excepción muy curiosa–, cuando dirigí, en 1980-1981, la revista del Partido Comunista, El Machete.

 

Cuando te conocí, precisamente, dirigías El Machete. ¿Cómo lo describirías para los lectores que llegaron después de esa suerte de canto de cisne del comunismo mexicano?

Cuando regresé de Francia llegué a México lleno de ideas nuevas, poseído por el valor de la democracia y de abandonar la noción de un movimiento comunista basado en un partido cerrado, de militantes; llegué con la idea de impulsar un partido de opinión pública, un partido abierto, un partido –valga la paradoja, porque era un partido mexicano– eurocomunista. A mí eso no me molestaba demasiado, porque yo también soy europeo, así que me parecía natural ser eurocomunista. Claro, no a todos los comunistas mexicanos les parecía bien, pero me encontré a algunas personas sensibles a esta posición, pues el pcm había cambiado mucho.

El partido, ya legalizado, recibía fondos entre otras cosas para publicar una revista oficial, de la cual me nombraron director. Acepté con la condición de que me dejaran total libertad, cosa que ocurrió, no sin dificultades. Arnoldo Martínez Verdugo, su secretario general, era una persona abierta que aceptó que el Comité Central me nombrase director de la revista del partido sin siquiera pertenecer al Comité Central, un fenómeno insólito.

Fue una aventura en la que por un tiempo me acompañó el que años después sería secretario de Relaciones Exteriores en el gobierno de Vicente Fox, Jorge Castañeda, que también era miembro del pcm y a su vez había regresado de París, en donde nos habíamos hecho amigos. Él tenía una posición distinta a la mía, era más althusseriano, más estructuralista, y yo tendía más al lado literario y humanista.

 

¿Qué hacía a El Machete  tan distinta a otras publicaciones?

En El Machete  no solamente escribían comunistas, ni siquiera principalmente. Invité a colaborar ahí a escritores de todas las corrientes políticas, lo más ampliamente que pude, incluyendo a Octavio Paz. Colaboró gente de las tradiciones menos duras, encabezadas por Arnaldo Córdova, Rolando Cordera y Carlos Pereyra, lo mismo que trotskistas; colaboraron Hugo Hiriart y una buena cantidad de intelectuales.

Posiblemente lo más espectacular de la revista era el diseño y las portadas atrevidas de Rafael López Castro. La idea que yo planteé –a diferencia de lo que querían Castañeda o Enrique Semo, que pensaban en una revista militante– era hacer una revista para formar opinión pública, de gran tiraje –tirábamos veinte mil ejemplares, una cifra considerable–; una revista, pues, de distribución en los quioscos, en los puestos de periódicos de todo el país.

El mayor problema consistía en lograr colaboraciones de cierta calidad, ya que las que venían de intelectuales comunistas dejaban mucho que desear. Era evidente para mí que había que invitar a gente de diferente signo político y pedí ayuda por todos lados. En algunos casos la dieron, en otros no. Por eso aparece un abanico de firmas muy amplio.

 

¿Podrías explicar ese diálogo derivado de El Machete  con Octavio Paz, Luis Villoro y Carlos Monsiváis?

Cuando terminé el manuscrito de Las redes imaginarias del poder político  (1981) se me ocurrió organizar una discusión. Yo pensaba que había escrito un texto marxista, lo cual era parcialmente cierto, y fue interesante darlo a discutir a pensadores como Octavio Paz, Carlos Monsiváis y Luis Villoro, ninguno de ellos marxista. Los tres aceptaron. Octavio Paz puso la condición de que la reunión, que iba a ser en la Universidad, fuese cerrada: tenía miedo de que llegasen a insultarlo las hordas dogmáticas. La discusión fue muy interesante, muy abierta, al punto de que salimos de ahí amiguísimos. Juntos acordamos que íbamos a continuar la discusión y a convocar a gente de distintas tendencias políticas –progresistas, liberales, marxistas– en las revistas que dirigíamos. La idea iba a concretarse publicando las cuatro intervenciones del diálogo, dos en Vuelta  y dos en El Machete. Octavio Paz iba a publicar en El Machete  junto a Monsiváis, y Luis Villoro y yo publicaríamos en Vuelta.

Unos días después, para concretar el acuerdo, que para mí era muy importante en el intento de abrir las puertas de la izquierda, hablé con Octavio Paz y habíamos quedado que los jefes de redacción de las dos revistas, Enrique Krauze y Humberto Musacchio, pondrían en práctica estos acuerdos. Pero no funcionó. Hablé con Paz y me dijo: “a El Machete  y al Partido Comunista no les conviene que yo colabore, van a tener problemas”. Le contesté que acaso tendríamos dificultades, pero que no habría ningún problema para que publicase, yo tenía toda la libertad y su intervención saldría sin ninguna clase de censura. Me respondió que para él también era un problema. El acuerdo se desbarató por ese motivo, no porque en el Partido Comunista los más dogmáticos se opusiesen, que seguramente se hubiesen opuesto, pues yo tenía el control de las cosas y tenía todo el apoyo del secretario general. No sé las razones de fondo de Paz, pero me puedo imaginar que se podía esfumar la idea de un enemigo al que era fácil criticar por cerrado. Aparecer publicado en la revista del Partido Comunista y que yo lo declarara abiertamente como un hombre de izquierda lo incomodó, supongo.

 

Más allá del intercambio de colaboraciones entre El Machete  Vuelta, este diálogo siguió y tuvo un episodio memorable, el Congreso de Valencia en junio de 1987. ¿Qué significó para ti estar ahí, siendo hijo de la Guerra Civil?

Fue un acontecimiento enormemente importante. En principio, continuó esta tendencia mía de apertura. Yo lo veía, y lo sigo viendo ahora, no como un abandono de Marx, sino como sumar a su pensamiento el pensamiento de Kant, el de Max Weber, el de Taine, el de Tocqueville… De enriquecimiento, sin necesidad de tirar todo por la borda.

Cuando llegó el planteamiento de un congreso en Valencia, tremendamente atractivo y significativo por mi historia personal, hijo de refugiados españoles, sentí que debía tener un lugar, quería participar. Además, me dio mucho gusto saber que lo presidiría Paz, pero no fue a través de él que fui invitado, sino a través de Manuel Vázquez Montalbán, un buen amigo, comunista español heterodoxo.

Todavía no me explico por qué fui el único intelectual mexicano que participó en las discusiones y que presentó una ponencia, salvo, claro, Octavio Paz, que pronunció el discurso inaugural. Supe que había sido invitado Carlos Fuentes y que había dado una excusa, y Monsiváis y José de la Colina estuvieron presentes, pero no dieron ponencia, ni estuvieron en las mesas redondas. La confluencia de eso mismo que yo había intentado en El Machete  en esa ocasión se dio en una escala mayor. Ahí estaban comunistas españoles, excomunistas –como Jorge Semprún–, invitados extranjeros –como Stephen Spender, que había estado en el congreso original–, intelectuales cubanos castristas… Ahí conocí a Mario Vargas Llosa y a Guillermo Cabrera Infante.

 

¿Cómo valoras a Carlos Monsiváis en el contexto de tu biografía intelectual? Colaboró en El Machete, les recuerdo a los lectores, con un tema novedoso en México en ese entonces: los derechos de los homosexuales.

A Monsiváis lo conocí cuando estaba todavía en la preparatoria; formaba parte de esos círculos que nos reuníamos en el café Kineret en la Zona Rosa. Éramos un pequeño grupo de intelectuales de izquierda que nos encontrábamos en todas partes, en los cineclubs, en cafés, en reuniones, en fiestas. Desde entonces tuve relación con Monsiváis, aunque debo decir que no demasiado estrecha. Él muy pronto formó parte de un grupo de tendencias muy nacionalistas y yo formaba parte de una tradición completamente distinta: comunista, desde luego cosmopolita. Por mi origen, por ser medio europeo, por conocer el mal y los estragos del nacionalismo, no solamente en la historia europea, sino incluso más cerca, con las tradiciones nacionalistas catalanas, que aunque progresistas y antifranquistas no por eso eran menos cerradas. Monsiváis, en cambio, era muy nacionalista y eso fue una frontera que nos separó toda la vida. Mantuvimos siempre una relación cordial, pero no creo que pudiese decir que llegamos a ser muy amigos. Pertenecíamos a grupos políticos distintos.

Me ayudó mucho la discusión con Monsiváis lo mismo que la discusión con Fuentes, otro nacionalista, porque ahí puse a prueba mis críticas al nacionalismo mexicano, el nacionalismo revolucionario, a toda esa cultura que estaba ligada al autoritarismo del sistema mexicano, al antiguo régimen. Pensaba, y sigo pensándolo, que formaban parte de la cultura nacionalista revolucionaria que de alguna manera legitimó el régimen autoritario. Es cierto, eran su lado de izquierdas, su lado más abierto, su lado más democrático, pero no obstante formaban parte de eso. Con ellos, especialmente con Fuentes, tuve muchas discusiones sobre el problema de la democracia.

 

¿Qué decía Fuentes de la democracia? ¿Cuál era la diferencia esencial entre ambos?

Fuentes, al igual que otros, como Pablo González Casanova, estaba convencido de que en México primero tenía que haber desarrollo social y económico y después, cuando ya fuésemos lo suficientemente desarrollados, debería venir la democracia. Yo sostenía lo contrario, sostenía que primero tenía que llegar la democracia y que, si teníamos suerte, esta podría contribuir al desarrollo económico.

Después de pasar por la experiencia venezolana sabía que en condiciones de subdesarrollo y, como se decía, de “dependencia del imperialismo” la democracia era posible y muy deseable. Recuerdo una discusión muy amigable con Fuentes, pero la habría podido tener también con Monsiváis, en la que yo apoyaba que viniesen observadores extranjeros a supervisar las elecciones mexicanas. “La soberanía nacional es fundamental, no podemos admitir que haya observadores extranjeros, eso sí es intolerable…”, decía. Y me advirtió que ese tema nos distanciaría para siempre. No fue cierto, por suerte, pero sí nos separó de algún modo.

El tema nacionalista siempre fue un asunto por el cual tuve numerosas discusiones con Monsiváis y con Fuentes, con toda esa izquierda del PRI, izquierda del sistema. No veían con buenos ojos mis críticas al nacionalismo.

 

La jaula de la melancolía  (1987) es tu crítica, decisiva, al canon de la ideología nacionalista en México, y es, a la vez, un diálogo con El laberinto de la soledad  de Octavio Paz, pero también con Samuel Ramos y la antropología mexicana. ¿Cómo ubicarías este libro?

La jaula de la melancolía  tiene sus orígenes cercanos en estas discusiones con los amigos de la izquierda nacionalista. Es posible que ellos, la gente del sistema –del sistema que Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta”, pero que tenían tendencias democráticas y progresistas–, hayan sido el detonador. Ahí incluyo a Paz, a Monsiváis, a Fuentes. Todos ellos, por diferentes caminos, contribuyeron a la cultura que alimentó el carácter nacional del mexicano.

Veía ese mito como un problema grande en la política mexicana y me parecía que era necesario criticarlo, así que tuve que enfrentarme a ellos, aunque ya había tenido, desde hacía muchos años, discusiones directas e indirectas al respecto. Había discutido mucho con Paz, al que no creo que le sentase muy bien La jaula de la melancolía.

La experiencia de alguien nacido en México, formado en México y que no obstante es tratado como extranjero en buena medida me motivó a abordar la crítica del carácter nacional del mexicano y de todos los mitos que giran en torno a él, contra recomendaciones de buenos amigos que me decían que por ser semimexicano  o semiextranjero  no debía meterme en esos temas porque iba a tener problemas. No les hice caso, por fortuna, y escribí mi libro.

Obtuve una beca Guggenheim para trabajar en Madison, en la Universidad de Wisconsin, así que escribí la mayor parte de La jaula de la melancolía  fuera de México. Creo que de este modo seguí el camino de tantos otros: para pensar bien a México, necesitas irte de México.

Publiqué el libro y no fue bien recibido. Creo que tú fuiste el único que realmente lo reseñó favorablemente, y junto a ti muchísimos lectores: el libro fue un éxito y desde entonces se han hecho edición tras edición.

Todos los que tenían posiciones más o menos nacionalistas, de uno u otro signo, vieron a mi libro como algo execrable, pero, al mismo tiempo, muchos lectores veían ahí, como uno me dijo alguna vez, “aire fresco” que les hacía sentir que podían ser mexicanos aun no estando enmarcados en el arquetipo tradicional. Se podía ser mexicano de muchas maneras y no solamente de la manera arquetípica, bautizada y santificada por Fuentes, Paz, Monsiváis, etcétera. Por eso creo que el libro funcionó.

 

La Jornada Semanal, el suplemento cultural de La Jornada, apareció en el contexto de la desintegración final del viejo sistema autoritario, y tú la dirigiste. Fue, como todas tus empresas, plural. La revista coincide con eventos importantes –el salinismo, el levantamiento zapatista, el asesinato de Colosio, los espasmos finales del mundo del PRI– y tú estabas en una posición privilegiada para apreciar el fenómeno.

Llegar a dirigir La Jornada Semanal  fue uno de esos curiosos accidentes que han sucedido. A fines de los ochenta fui nombrado director porque Fernando Benítez renunció a la dirección para irse a un diario que al final nunca salió, El Independiente, al que después llamaron El Inexistente. Fui sondeado por Carlos Payán, director de La Jornada, y dije que aceptaría. En conversación con Payán surgió el proyecto de convertirlo en una revista. En esa época La Jornada  tenía dos suplementos, uno sobre libros el sábado y uno de cultura el domingo, y la idea era suprimirlos para crear una sola revista.

Quería algo muy amplio y me importaba mucho que colaboraran al mismo tiempo los que estaban en Vuelta, el conglomerado de intelectuales más inteligentes y creativos en México, y los que estaban en Nexos. Y también que colaborase Fuentes. Mi idea era que, a pesar de las rencillas, en La Jornada Semanal  colaborasen tanto Paz como Fuentes. En una mínima medida lo logré: publiqué textos de Fuentes y publiqué también a Paz, aunque solamente una colaboración en seis años; no le pude sacar más.

El problema con La Jornada Semanal, con cualquier revista literaria mexicana y de izquierdas, era la división, la guerra de dos grupos que hegemonizaban la cultura: el encabezado por Paz y aquel más afín a Fuentes. Además de estas limitaciones, muchos no eran muy amigos de publicar en La Jornada… Había escasez general de producción intelectual de primer nivel. Para remediarlo decidí traducir y publicar textos europeos y traer cosas de América del Sur. Molesto con esa situación, Monsiváis alguna vez dijo que La Jornada Semanal  era la mejor revista europea hecha en México, lo cual era un cumplido para mí. Yo lo hacía con toda la intención. La cultura mexicana, con toda su riqueza proverbial, tiene también muchas carencias y era difícil que alimentara, manteniendo un nivel alto, una revista semanal con más de sesenta páginas. Creo que ese es todavía un problema hoy en día.

A diferencia de Nexos  y de VueltaLa Jornada Semanal  era una revista semanal que estaba en medio de esta guerra de grupos. Mi solución, entonces, fue la alternativa eurocomunista, por decirlo de alguna manera, la que usé también en El Machete: alimentarme de colaboradores europeos, sudamericanos y, en menor medida, norteamericanos. Funcionaba muy bien y las ventas del periódico el domingo se elevaron significativamente. Lo que no acabé de lograr, porque era imposible, fue que fluyese la colaboración de los dos grupos literarios. En eso fracasé, o posiblemente era imposible de lograr, no sé.

Tenía la ventaja de que, con excepciones, no era considerado un escritor: era el antropólogo, el científico social, el sociólogo. De cualquier manera la irritación que generaba La Jornada Semanal  por su actitud independiente acabó dando al traste con el proyecto en su conjunto.

 

¿Cómo ubicarías a La Jornada Semanal  en el contexto de lo que estaba ocurriendo en los noventa en México?

Era la época de Salinas, cuando la izquierda tenía una situación muy tensa. La Jornada Semanal, según un pacto no escrito con el diario, debía meterse poco en temas de política nacional e internacional. La política era un dominio del periódico, no del suplemento.

A pesar de ello La Jornada Semanal  se ubicó siempre en una posición crítica respecto al gobierno, no porque publicásemos mucho sobre el asunto, sino porque el grupo que la hacía era realmente crítico del salinismo.

En esa época era típico que intentasen comprar a la gente. Recuerdo que ofrecieron darme el Premio Nacional de Periodismo y lo rechacé. Les dije a los de Gobernación que no iba a recibir de Salinas ese premio, no me interesaba. Había cierta tensión con el gobierno, y el diario la manejaba a su manera, pero el problema más grave no fue con el gobierno. Los problemas que finalmente motivaron la liquidación de la revista y que yo abandonara el proyecto surgieron al incomodar a las corrientes más dogmáticas y sectarias dentro de La Jornada.

 

A veinte años de distancia, ¿qué significó el zapatismo, el primero de enero de 1994, para los intelectuales mexicanos?

El levantamiento zapatista fue un dardo dirigido al centro del nacionalismo y de los mitos de la identidad nacional del mexicano. Fue un movimiento indígena completamente nuevo que les movió el piso a todos; fue una suerte de terremoto que creó una tensión intelectual importante. Paz, por ejemplo, quedó fascinado y al mismo tiempo horrorizado por lo que estaba pasando; no entraba en su esquema, no lo entendía.

El zapatismo generó una enorme atracción de todos los sectores de izquierda, que lograron convocar en el lugar más inhóspito, en medio de un lodazal y de cafetales, a cinco mil personas, gran parte de ellos intelectuales de todas las sectas y variedades que uno se pueda imaginar de la izquierda. Aquello era una galería de tipos humanos izquierdistas, de monstruos de la izquierda. Ahí estaban Monsiváis, por supuesto, Luis Villoro, González Casanova y grupos trotskistas y maoístas de una y otra variedad; cinco mil personas chapoteando en el lodo encantadas ante la magia del Subcomandante Marcos.

Fue una fuerte conmoción intelectual que duró solo unos meses y que después se fue diluyendo. Entre los zapatistas predominó la línea más dura, y cuando llegó la democracia no supieron integrarse y fueron desapareciendo.

 

El otro acontecimiento de la época, viéndolo desde la historia de la intelectualidad mexicana, fue la derrota del PRI en el año 2000. ¿Qué significó para los intelectuales el cambio de régimen, la alternancia?

Para la intelectualidad la alternancia fue una tragedia. Buena parte de los intelectuales de izquierda no entendían qué pasaba, no aceptaban que la democracia pudiese llegar por la derecha, y que existiera una derecha moderna y democrática. En buena medida fue una sorpresa desagradable.

En eso me sentí muy solo. Yo veía con muy buenos ojos esa transición, para mí no era una sorpresa que hubiese una derecha moderna y democrática. De hecho, militando en el Partido Comunista había entrado en relación directa con gente del pan y sabía que había una derecha civilizada, moderna y democrática; la habíamos trabajado conjuntamente en la ciudad de México. Pero la izquierda nacionalista tenía demasiado peso y para ellos significó una desgracia.

La izquierda llegaba muy lastimada por las derrotas de Cuauhtémoc Cárdenas, una seguramente lograda a base de trampas; la otra, en un contexto relativamente democrático en donde ya operaban muchas de las reglas del juego democrático que conocemos hoy. Y no se diga lo que pasó en el año 2000. Esas grandes conmociones –el zapatismo y todas las tensiones que rodearon ese momento, los asesinatos terribles y el triunfo de la derecha– generaron en la intelectualidad fracturas terribles, enemistades muy profundas y una tremenda desorientación que no ha logrado sedimentarse entre las distintas corrientes intelectuales de la izquierda.

 

¿Qué dirías de la primera década del siglo XXI en términos de historia intelectual? Si tuvieras que mirarlo en perspectiva, ¿qué sería lo esencial que les ha pasado a los intelectuales en el México del siglo XXI?

La historia ha recibido a los intelectuales mexicanos del siglo XXI con una inyección de democracia, lo cual es formidable. Esta primera década del siglo me produjo una enorme alegría: me sentí, tal vez por primera vez en muchos años, ubicado en el contexto mexicano. En cierto sentido porque se cumplió una de las ilusiones más antiguas que he tenido: que funcionase un sistema democrático en este país.

Al mismo tiempo, paradójicamente, la soledad política e intelectual ha aumentado, porque una gran parte de la izquierda intelectual no acepta lo que estoy diciendo ahora, no está convencida de que hayamos avanzado a una nueva etapa. Con todos los problemas, especialmente la terrible grisura  de los políticos, hemos pasado a una época extraordinariamente estimulante, con posibilidades de impulsar producciones creativas fascinantes.

Una parte de la intelectualidad está obsesionada con la idea de que México ha quedado varado, de que no avanzamos hacia ningún lado o vamos hacia el abismo, obsesionada por la violencia, un problema que desde luego es gigantesco pero hay que medirlo más objetivamente.

La idea de vivir en democracia me parece estimulante y al mismo tiempo decepcionante: en el contorno observo amargura y tristeza y no orgullo por vivir una condición democrática. En eso pesan las tradiciones más atrasadas de la izquierda, que no han sabido medir la importancia de los cambios.

 

Después de hacer una revisión de tu vida y tu obra, ¿has reparado en algo que antes no podías ver?

En perspectiva, hay una serie de saltos en mi vida, en muchos casos saltos peligrosos, saltos mortales… Estuve sumergido y me escapé de la arqueología mexicana, después estuve sumergido en el agrarismo y me fui después al estudio de los sistemas políticos, los problemas del carácter nacional. Tuve mis crisis, brinqué a dos líneas paralelas, el mito del salvaje y la melancolía. También decidí que quería terminar con estas líneas y me fui a estudiar –en el que fue posiblemente el salto más peligroso– temas de neurobiología y cultura. Esta es una característica poco académica. En la academia, que es de donde yo vivo, esos saltos no se hacen; uno escoge un tema y se dedica toda la vida a eso. También en muchos medios intelectuales se adopta una línea y ya. En cambio, yo he estado dando saltos y siempre me he preguntado si eso ha sido benéfico o no.

Desde el punto de vista vital, y pensando más como escritor que como investigador, eso me ha enriquecido enormemente. Supongo que me voy a preguntar toda la vida si desde el punto de vista de los lectores ha sido bueno, si ha sido adecuado, fructífero. Tú me deberías contestar eso, no yo. ~



[1] Christopher Domínguez Michael, “Leña del árbol de la utopía. Entrevista con Roger Bartra”, El Buscón, núm. 10, mayo-junio de 1984, p. 38.

[2] Ibíd., p. 34.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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