Blue Demon, el último héroe

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Un acontecimiento inesperado sucedió en la noche del 22 de abril de 1934 en la vieja Arena México. En el anuncio se habló de luchas de rutina, con nombres de gladiadores escritos con minúsculas. Sin embargo, en esa función la lucha libre mexicana interrumpió su destino. La Arena ofreció el pleito entre Luis Núñez, un hombre que a los veinte años dejó sus estudios en la Escuela Nacional de Medicina para dedicarse a la profesión del ring, y Vidal Quintanilla, un rival incómodo sin grandes atributos bélicos. De las caídas poco hay que contar aquí, pero debe decirse que en esa facha de Núñez se estrenó el carnet de identidad del cuadrilátero nacional del siglo XX. Para hacer el viaje entre el vestuario y el ring, decidió utilizar un atuendo asombroso, un recurso inédito en el quienvive coloquial, un arma punzocortante contra el tedio urbano, una superstición más para la religión colectiva de la violencia. Núñez apareció en escena con el rostro vestido por un incómodo antifaz e hizo que lo anunciaran con un sobrenombre hasta cierto punto surrealista: el Enmascarado. Así, como sustantivo sin adjetivo calificativo.
     ¿Qué otro nombre pudo utilizar el primer rudo disfrazado? Ninguno, desde luego. El impacto fue tan terrible que a la larga se convirtió en una especie de marca registrada en el mercado público de la capital. Fue una rúbrica indispensable para reconocer a los futuros héroes de la México, de la Coliseo, de la Revolución y de las cintas de Chano Urueta. El inminente Santo no escapó al apelativo, fue el Enmascarado de Plata, el posterior Blue Demon se transformó en el Enmascarado Azul y el zapatista Marcos en el Enmascarado de la Selva Lacandona. Sin proponérselo (o quizá con una descarada mala intención contra la sociedad), con aquel arranque Núñez extralimitó la función social de la lucha libre, la expandió hasta las calles, las recámaras, las historietas y hasta las catacumbas de Guanajuato, Ciudad de México y Cuernavaca.
     Si para los griegos la palabra persona fue una manera de describir a los que llevan puesta una máscara, el Enmascarado hizo posible el pleonasmo tribal: encubrió a los que no sabemos, ni sabremos, quiénes son. Fue como si hubiera puesto una sombra sobre el lado oscuro de los hombres que se dedican a vender expectativas cotidianas. Los grandes señores del ring serían, después de Núñez, dueños de su identidad privada, se cubrirían el rostro para emancipar la labor altruista contra el mal que está, como Dios, en todas partes y a todas horas.
     Santo y Blue Demon (y toda la ciudad tras ellos, porque cualquiera pudo untarse esas máscaras sobre el rostro) ocuparían las vacantes que dejaría abiertas el orden establecido: lucharían contra la delincuencia organizada, capaz de poner en jaque al planeta en sesenta segundos; evangelizarían al mal que se esconde en los rincones más alejados del inframundo y convertirían al cristianismo a vampiros, chacales y hombres lobos con decenas de autos de formal prisión en su contra. Todo en hora y media. Desde la esquina de los rudos, trabajo aun más arduo porque el hacedor tiene que ganarse el rencor y la
     gratitud del aficionado, Demon se convirtió, aun contra su voluntad, en un fantasma de una comunidad creada a su imagen y semejanza, concentró en su nombre a todo el país, incluso sobre las aborrecibles disparidades económicas que lo identifican en Naciones Unidas. Aun sobre las diferencias económicas, sociales y culturales, México se rindió ante la astucia del ídolo del ring, a quien siempre se creyó rival acérrimo del inmaculado y técnico Santo.
     Contra sus rivales americanos, este héroe de la Patria Mexicana no tuvo —como el Enmascarado de Plata— doble identidad, su personaje se impuso desde su génesis a la persona que pudo vivir en él en un día que se perdió en la desmemoria. A quién pudieron importarle nombres y apellidos convencionales como esos que conforman el directorio telefónico ante la denominación superlativa de Demonio Azul. Contra Peter Parker, Bruno Díaz y Clark Kent, Demon nunca intentó presentar su rostro o la fe de bautizo con la que se demostró su llegada al mundo de los hombres. No fue nadie; fue todos. Tampoco fue reportero de fuente o millonario huérfano, iluminado por un don divino o encaprichado por rescatar al mundo de la terrible maldad que cada día nos acecha con mayor crudeza. Quién puede saber hoy el oficio de Demon, su RFC o la matrícula de su coche. Despachó en la lona y su horario de oficina estuvo supeditado al azar del calendario y, si acaso, a la peligrosidad del maloso en turno.
     Demon, sacado del cuadrilátero de la existencia el 16 de diciembre pasado, fue la última avanzada de aquel primer enmascarado del 34. En un mundo dependiente de formas, fue la expresión más fiel del azul eléctrico, color que le impuso su maestro Rolando Vera desde su entrada en funciones en una lucha en Laredo, Texas, en 1948. Nunca apareció con el rostro desnudo, fue celoso hasta el exceso de su identidad, dejó de ir al cine porque sus asombrosas manos pudieron delatarlo, no conoció playas al mediodía por miedo a que la espalda motivara su descubrimiento. Y murió sin que nadie supiera qué alma mortal batallaba bajo su máscara. "Cuando yo salía a las giras había veces que me tenía que hospedar en un hotel en donde ni siquiera se imaginaban que por ahí estuviera Demon. Y lógico es que nada más lo alquilaba para dormir porque me iba a la arena y de la arena me iba a otro hotel para que nadie supiera quién era", dijo en su libro Blue Demon, historia de una máscara. Si quedara alguna duda, más adelante insistió: "En toda la provincia se supo del personaje, si no de vista, por lo menos de oído. Había rumores de que el personaje andaba por ahí entre los aficionados". Cuando Demon venció al Santo, en septiembre de 1953, comenzó a edificarse su monumento en las primeras planas de los diarios. Y aun así no se dejó vencer por la tentación vulgar de la fama. Después de allí, siguió con la construcción incansable de una llave que nos abra el paso hacia el verdadero mundo de lo real, la irrealidad. La esquina está vacía, el siglo reclamó a sus muertos, quién podrá ayudarnos.-

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es reportero y editor. En 2020, Proceso editó su libro Golpe a golpe. Historias del boxeo en México.


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