En estos momentos parece bastante fácil criticar a la Unión Europea. En la gestión de la crisis ha habido indecisiones, tardanza, empecinamiento y bandazos. Las medidas de austeridad y los problemas económicos alimentan un resentimiento nacionalista. Las dificultades actuales sirven también para recalentar viejas quejas. Es por ejemplo lo que hace el ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger en su libro El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela. Este libro, armado de ironía y aparente lucidez, ofrece un sentido común equivalente al señor que se planta delante de un Miró y dice: “Esto lo hace mejor mi nieto de seis años”.
La Unión Europea, dice, es una criatura en perpetuo crecimiento, antidemocrática, obsesionada por las normas y por proteger a una elite que practica una jerga incomprensible. El parlamento funciona con siglas ininteligibles, como, por ejemplo, PPE. Las ventajas que ha dado a sus ciudadanos –la circulación de personas, mercancías y capitales, el permiso de residencia en otros países, una integración cultural y la creación de infraestructuras, la existencia de un espacio democrático que a veces funcionaba como horizonte, para países salidos de dictaduras, y otras veces como garante, por no mencionar más de medio siglo de paz y prosperidad para los habitantes de un continente acostumbrados a matarse entre sí durante siglos- apenas merecen unas líneas. En cambio, Enzensberger menciona entre los antecedentes al proyecto europeo a Napoleón y a Hitler, y emparenta a la crítica de las posiciones antieuropeístas con los métodos de McCarthy y la Unión Soviética. Aunque admite que no es exactamente un régimen autoritario, afirma que construye “un correccional al que incumbe la supervisión, bondadosa pero severa, de los encomendados a su protección”, y que “la eurozona se ha convertido solapadamente en una unión de transferencias, donde cada socio ha de responder sin límite por todos los demás”.
Al contrario de lo que parece pensar algún exministro español, muchas de las críticas de Enzensberger son falsedades, exageraciones, o directamente no merecen que las tomemos en serio, entre otras cosas porque va cambiado de posición todo el tiempo, como un teórico de barra de bar. Uno puede pensar que las regulaciones de los productos alimentarios son totalitarias y que tener una normativa para los alimentos que se venden entre países muestra que el estalinismo, como el amor, entra por el estómago, hasta que coge una salmonella en un restaurante. Y, en la barra del bar, uno puede insinuar también que una directiva contra el tabaco es una forma velada de totalitarismo, puede quejarse de falta de transparencia y de que exista un canal del Parlamento, o admitir que las transferencias internacionales no están mal, pero denunciar al Gran Hermano que nos obliga a teclear muchas cifras. Cada cual se entretiene como puede.
Quizá la acusación más contundente, entre Enzensberger y los críticos de la unión, es el “déficit democrático”. Por un lado está la supuesta opacidad. Se ha escrito mucho sobre el lenguaje de Bruselas. Pero la Unión Europea es una de las instituciones más transparentes del mundo. Quizá tiene parte de responsabilidad en que esa transparencia no se haya trasladado a los ciudadanos, pero ¿no comparten cierta responsabilidad los ciudadanos de su falta de curiosidad? ¿Detrás de ese aparente sentido común, del emperador desnudo, no hay también un elemento de pereza mental?
Otra de las críticas que hemos escuchado contra la crisis es doble: por una parte, “déficit democrático”, por otra “falta de liderazgo”, o líderes que no están a la altura. Pero muchos líderes, como algunas exnovias, ganan en el recuerdo. Y, por supuesto, más liderazgo implicaría en todo caso más déficit democrático: acabamos de verlo en Grecia. Como otros críticos de la Unión Europea, Enzensberger parece tener una gran confianza en los referendos, y ataca a Jean Monnet por su rechazo a este tipo de consultas. Sin duda, resulta sorprendente que se hable con tanto entusiasmo de un mecanismo al que han recurrido bastantes tiranos.
Por otro lado, la Unión Europea sigue siendo un garante democrático. Tras la experiencia de dos guerras destructoras, en su diseño hay un blindaje de contrapesos de poder destinados a frenar la pasión populista. Como ha escrito Pablo Ruiz-Jarabo,
que la UE se diseñase a salvo de populismos no significa que sus mecanismos de decisión no sean pulcramente democráticos. Sólo las democracias pueden formar parte de ella. Y prácticamente todas sus decisiones requieren la autorización del Consejo de Ministros y del Parlamento Europeo. Hoy en día, muchos de los Ministros no pueden pronunciarse en el Consejo sin autorización previa de sus parlamentos nacionales. Cada página de su diario oficial, por muchos tecnicismos que encierre, es reflejo de transacciones entre representantes democráticamente designados.
Aunque a veces se desdeñe como mero “elitismo”, la confianza de la Unión Europea en la democracia representativa y su rechazo al populismo y el nacionalismo son dos de sus elementos más admirables. Personalmente, no me importa mucho la cuestión de la soberanía, mientras estén garantizados los derechos individuales y la participación democrática, y siento cierto rechazo ante las emociones colectivas. Pero a veces me pregunto si uno de los errores de Bruselas no ha sido no crear más símbolos comunes. Pascal Bruckner lamentaba que en los billetes del euro no se vieran caras de algunos de los personajes que han hecho Europa. La idea de todos los países es una construcción a posteriori, pero la tradición ilustrada, democrática y tolerante de Europa podría hacerse todavía más explícita si recurriéramos más a los hombres y las mujeres que han construido esa corriente de pensamiento. La producción audiovisual de otros países de la Unión debería estar más presente en nuestros cines y en nuestras televisiones. El programa Erasmus, uno de los grandes aciertos de la Unión, ha servido para crear vínculos, pero quizá no es suficiente: quizá, por ejemplo, faltan otros elementos unificadores. Por ejemplo, selecciones deportivas o programas televisivos que mostraran esa convivencia europea.
Aparte de los beneficios prácticos de Europa que todos disfrutamos, la idea me parece profundamente noble e inspiradora. Y me resulta cada vez más emocionante y aleccionador leer frases como las que escribía Jorge Semprún, un hombre que podía tener cierta prevención contra la influencia germana, en La escritura o la vida: “Mi propósito consiste en afirmar que las mismas experiencias políticas que hacen que la historia de Alemania sea una historia trágica también pueden permitirle situarse en la vanguardia de una expansión democrática y universalista de la idea de Europa”. O estas líneas escritas poco antes de su muerte, sobre su último viaje a Buchenwald:
Es un lugar ideal, la explanada de Buchenwald, para recordar el origen de Europa, pero también para pensar en su futuro, en este momento de crisis, involución, falta de aliento y empuje. Un momento en el que viene a la memoria la frase de Edmund Husserl, pronunciada en Viena en 1935, en pleno apogeo de los totalitarismos: "El mayor peligro para Europa es el cansancio”.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).