En 1988, hace ya más de dos décadas, Miguel Basáñez se encontró ante un dilema. Tenía que escoger su carrera profesional como político, que estaba al punto de florecer, o su pasión y compromiso con una ciencia completamente nueva en México, el estudio de la opinión pública. No era una decisión fácil. Como decían en esos tiempos en que sólo un partido tenía poder, la Revolución le había hecho justicia. Había tenido posiciones importantes en el gobierno federal y en el del Estado de México. Sus contemporáneos, con quien había estudiado en la UNAM dos décadas antes, estaban al punto de gobernar el país, incluyendo Carlos Salinas de Gortari, entonces candidato del partido gobernante a la presidencia.
Pero Basáñez había desarrollado un interés intenso y personal en las encuestas para entender que pensaban los mexicanos comunes y corrientes sobre los grandes temas del país . Había terminado un doctorado en Inglaterra, publicado libros sobre la política mexicana y cursado estudios en la Universidad de Michigan, en un centro prestigioso para el estudio de opinión pública. Y había hecho un par de encuestas nacionales desde el gobierno federal, cuando trabajaba en la Secretaría de Agricultura y luego en Presidencia. Algunos se burlaban de él y le aconsejaban que sondeara a los que importaban — los gobernadores, los líderes sindicales, los coordinadores parlamentarios y otros influyentes en el partido gobernante — pero él seguía creyendo que todos los Mexicanos tenían opiniones que importaban y que había que medirlas.
Así que durante la campaña de 1988, la primera realmente reñida en mucho tiempo, Basáñez se dio la tarea de realizar una pequeña encuesta en la Ciudad de México sobre los candidatos a la presidencia y luego otra nacional, ambas publicadas en La Jornada. No tardaron las reacciones. Para la oposición del Frente Democrático y Partido Acción Nacional, las encuestas mostraron que el partido gobernante estaba débil y tenían oportunidad de derrumbar el sistema unipartidista. Sin embargo, para algunos de sus colegas en el Partido Revolucionario Institucional, este nuevo arte de encuestar al público era una traición al control de información que tenían y a su causa. No tardaron voces en su partido que le pidieron retractarse y rectificar las encuestas publicadas para que fueran más alentadoras al candidato oficial.
Basáñez no era ningún radical ni un hombre de oposición al sistema — había vivido siempre dentro del sistema de un solo partido gobernante — pero su juicio profesional y su compromiso con la verdad no lo dejó cambiar sus resultados. Creyó que era importante escuchar a las voces de los Mexicanos, la opinión de un público que nunca antes había contado, sea lo sea el impacto de ese proceso. No cambió sus resultados y se encontró frente al enojo de muchos de sus compañeros en el partido.
En los años que siguieron, sus viejos amigos gobernaron a México, muchos como secretarios de estado y gobernadores, mientras Basáñez se contentó con ser profesor en el ITAM, realizar encuestas y cultivar a una nueva generación de encuestadores y expertos en opinión pública. Se estableció como el padre de los estudios de la opinión pública en México, esta nueva ciencia que permitió que se escuchara no sólo a los políticos, sino también a los ciudadanos, y ganó mucha fama en el extranjero como uno de los expertos más respetados a nivel global en el campo. Fundó la revista Este País con otros colegas y participó en numerosos esfuerzos para entender y promover la democracia.
Algunos creyeron que Basáñez se había vuelto un anti-Priista, un hombre de oposición que vivía para derrumbar al antiguo sistema, pero eso tampoco era cierto. Era más bien un creyente ferviente en que la voz de los ciudadanos debía tener impacto en la vida nacional. Nunca perdió sus lazos con algunos de sus excompañeros de partido, pero se dedicó a entender a los Mexicanos en su conjunto y promovió cambios que permitieran crear un sistema político plural y democrático, algo que ya existe en México, si bien (como en todos las democracias) de forma imperfecta.
En años recientes fundó su propia empresa global de encuestas, basada en Estados Unidos y luego fue reclutado para dar clases y realizar investigaciones en la prestigiosa Escuela Fletcher, el programa de relaciones internacionales de la Universidad Tufts, un semillero para líderes a nivel mundial. Mantuvo un bajo perfil en México, pero nunca dejó de estar metido en temas cívicos, en cuidar a la nueva generación de profesionistas de opinión pública que había formado años antes y de publicar artículos importantes en momentos claves.
El Presidente Enrique Peña Nieto lo ha nombrado como el nuevo Embajador de México en los Estados Unidos: es una decisión inspirada. Basáñez no sólo conoce bien a Estados Unidos –su clase política, sus líderes cívicos y empresariales y, sobre todo, los ciudadanos y sus opiniones, sino también representa una voz nueva y fresca en el círculo íntimo del poder en México, alguien que tuvo la valentía de seguir sus convicciones en vez de acceder al poder 27 años atrás, alguien que mantuvo una cercanía con muchos líderes del PRI al mismo tiempo que conservó un compromiso con los ciudadanos mexicanos en su totalidad y su pluralidad.
En este momento en que la clase política mexicana está asediada por dudas sobre su honestidad y se encuentra frente a una pérdida de confianza general en el país y en el extranjero, Basáñez representa una imagen distinta, cercano a muchos de los que ya gobiernan México pero con una trayectoria distinta, que es digna de respeto. Es posible que su nombramiento sea el signo de una nueva apertura de la clase política a personas que se han formado fuera de su arena de poder, conocedores del juego político pero con otras perspectivas más allá del también local círculo rojo del poder.
es vicepresidente ejecutivo del Wilson Center.