Svetlana Alexiévich, la costumbre del horror

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“Necesito almas que reflexionen. Lo que más teme el ser humano es que su vida carezca de sentido. Después de todo, nuestra vida es una constante búsqueda de significado”,escribe Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015, a quien publicar testimonios de la Segunda Guerra Mundial y del desastre de Chernobil le valió ser perseguida.

Conversé con ella en marzo de 2003 en la Casa Refugio Citlatlépetl y publiqué buena parte de esa entrevista en  El Universal. Ahora recupero fragmentos de esa conversación que se mantuvieron inéditos.

La costumbre del horror

La preocupación de Svetlana Alexiévich es “buscar nuevas palabras, nuevas formas de referencia a esta locura que se llama guerra. Si no reflexionamos sobre la guerra corremos el peligro de convertirnos poco a poco en fieras”.

En sus libros figuran imágenes que van desde la Segunda Guerra Mundial, la invasión soviética a Afganistán, la caída de la Unión Soviética hasta la tragedia de Chernobil. “Resulta difícil hallar nuevas palabras porque veo que el horror ha devenido en una cosa banal. La gente se ha ido acostumbrando a ver escenas de guerra mientras toma su café: actualmente muchos miran la televisión como si lo que ocurre en Irak se tratara de un videojuego.”

En La guerra no tiene rostro femenino, su primer libro, cuenta cómo una mujer vive atormentada por sus vivencias: “La protagonista confiesa que después de la guerra ya no podía entrar a las carnicerías, no podía ver carne porque le recordaba los restos humanos. Esta mujer tuvo que sacar a gente del fuego y le quedó un trauma relacionado con el color rojo: cada vez que su piel tocaba hilo o alguna tela roja, inmediatamente se cubría de una alergia. Lo que he hecho en mis libros es ver la guerra con toda su crudeza y horror”.

Para Svetlana Alexiévich, al observar la guerra en los medios de comunicación nos hemos convertido en rehenes de la información. “Cuando veía imágenes de la guerra en Afganistán a través de la televisión soviética, y cuando tuve oportunidad de ir a la zona de conflicto, me percaté de que se trataba de otra guerra. En la televisión mostraban cómo las tropas soviéticas ayudaban a la población a plantar árboles, a atender a sus hijos, a construir sus viviendas; en mi viaje a Afganistán observé lo contrario. Recuerdo que llegué a un hospital, en realidad una cabaña grande, que tenía capacidad para 200 y había 600 personas. Había mujeres, niños y ancianos. De pronto un niño tomó con los dientes uno de los muñecos de peluche que yo llevaba para ellos, y le pregunté a su madre por qué su hijo había hecho eso. Ella dijo: ‘Es que no tiene brazos ni piernas, y eso se lo hicieron ustedes, los rusos’, y me mostró el bultito que llevaba en sus brazos. Lo que trato de mostrar en mis libros es el rostro de los personajes que participaron de manera indirecta en la guerra. Busco darle voz a esos testigos de guerra, a esas madres que perdieron a sus hijos y a esos hijos que ahora son huérfanos. Hay que escuchar a toda la gente real, tanto a las víctimas como a los verdugos, pues incluso los verdugos son personas reales lo que pasa es que no sabemos qué ha ocurrido en su cabeza para llevar a cabo todas esas atrocidades”.

Los riesgos de la escritura

Al mostrar la realidad de lo que ocurrió en la guerra entre Rusia y Afganistán usted fue calificada como traidora en su propio país. ¿No le importó correr ese riesgo?

—El problema es que nadie necesita la verdad. En mi país no le era necesaria a las autoridades. Si tomamos la literatura rusa como referencia, desde Pushkin hasta Solyenitzin, vemos que la literatura siempre reflejó una lucha y una oposición al poder. Ni siquiera este conflicto es lo que más me preocupa, lo que a mí me inquieta es el enfrentamiento con la conciencia de las masas, el que la gente ame a su propio dictador y estén como hipnotizados. Los militares comunistas comenzaron a tenerle odio a mi libro y todo lo que yo escribía, les incomodaba mucho que yo fuera por la vida diciendo que eran asesinos por lo ocurrido en Afganistán. Soy bielorrusa, vivo en una dictadura en donde la gente también es encarcelada, en donde las personas desaparecen sin dejar rastro. La persona que da su alma a un Estado, a una idea, genera para mí un mayor conflicto que la lucha por el poder.

Y recuerda al fin: “Los militares, para apoyar su acusación en mi contra, llevaron a muchas personas que decían que sus hijos habían muerto en la guerra con Afganistán siendo héroes. Y repentinamente se apareció una escritora diciendo que en realidad eran asesinos. Eso me sorprendió mucho y más cuando vi a una de las madres de los difuntos, yo la conocía, había platicado en varias ocasiones con ella; era la madre de un soldado que murió en Afganistán. La mujer había criado a su hijo sola y un día llegó a su casa un ataúd con los restos de su hijo. Ella estaba muy desconcertada porque el féretro era muy pequeño para ser de su hijo, y es que en Oriente matan con mucha fiereza, los cortan en pedazos, por eso el ataúd era de ese tamaño. El día que vi a la madre entrar a declarar en mi contra, le pregunté: ‘¿Qué haces aquí? Tú te quejaste conmigo del dolor que te causó perder a tu hijo’. Y ella respondió: ‘Sí, lo lloré mucho, pero más lloré cuando leí en el libro que lo considerabas asesino de guerra y no un héroe’ ”

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(ciudad de México, 1963) es editor y escritor, miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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