El 19 de septiembre, ¿de qué año?, el terremoto vino a remover largas heridas. Hubo quien, pasado el primer, doloroso, espanto, salió a las calles a recoger polvo y concreto. Hubo quien recogió banderas, quien se lanzó por víveres y medicinas, quien acogió en su casa a quienes la habían perdido. Hubo también quien, además de personas y animales, de palas y picos, donaciones y enseres, recogió palabras que en forma de poesía llenaron las redes, esas mismas redes que este 2017 fueron tan importantes para sentirnos de algún modo unidos en un propósito común: reconstruirnos, no estar solos.
Hace muchos años, Gabriel Zaid escribió: “La cuestión de la vida es más importante que la cuestión de los versos, los negocios, la política, la ciencia o la filosofía. La cuestión de los versos, como todas, importa al convertirse en una cuestión vital.” Lejos del canibalismo habitual en nuestro medio, durante esos días alguna poesía caminó entre la gente, y con ella, viva.
No sé cuántas veces leí aquella línea de Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!” o incluso aquellas otras que León Portilla recoge de la profecía del sacerdote Tenochtli: “En tanto que dure el mundo / nunca acabará, nunca se perderá, / la gloria y fama de México-Tenochtitlan.” Palabras de desconsuelo, voces de la esperanza. Cientos, miles de poemas propios o ajenos, circularon en los muros de Facebook, en Twitter, en blogs, en las bardas, en los paquetes que fueron enviados a los damnificados, en los recados de los niños, en la prensa. Poetas y no poetas los escribieron. Poemas y no poemas que en su sola enunciación lo eran. Un mismo espíritu los animaba: decir y decirnos: reconocernos. Malos y buenos poemas. Poemas que eran expresión de la desgracia y del sentimiento personal y colectivo que nos unía.
De la esperanza y el dolor a la rabia, la poesía fue también, y como ha sido siempre, una forma de la empatía que se expresó como poesía civil.
El gobierno de México
le pide al pueblo
que done lonas y cobijas
para las víctimas del sismo.
Esto no es un poema.
Eso no es un gobierno.
El no-poema que Aurelio Asiain subió en su cuenta de Twitter es un ejemplo de ello, tanto como, desde otras perspectivas, pueden leerse “El puño en alto” de Juan Villoro; “19.09.17” de Sandra Lorenzano; “Dos diecinueves de septiembre” de Daniel Leyva; “Catástrofe” de Andrés Paniagua, o el de Ricardo Yáñez, “Una grieta en el muro / no es mi corazón”, entre muchos otros que volvieron sus ojos a la poesía para encontrar una casa común.
La poesía escrita en estos y otros días aciagos tiene carácter de urgencia, es provisional, no aspira o no debería aspirar al canon. Quizá alguno de esos poemas pase a la historia de nuestra literatura por razones que deberían ser ajenas a su primera voluntad: conmovernos en su sentido de movernos a, hacia, el otro; ya sea para estrecharlo o para gritar con él. Una experiencia real, una postura ética, personal, que se funda con la experiencia de todos.
Cuando en 1985, lejos de la ciudad devastada, José Emilio Pacheco escribió “Las ruinas de México”, no sabía que su poema habría de ser recordado tan vivamente en las tristes horas que hemos sufrido otra vez, otro 19 de septiembre, 32 años después. Su poema inicia con un epígrafe de Luis G. Urbina, que me remueve como el sismo, lejos de mi ciudad.
Volveré a la ciudad que yo más quiero
después de tanta desventura, pero
ya seré en mi ciudad un extranjero.
No quiero serlo. La poesía tiene también la virtud de quitarnos la extranjería y volvernos chilangos, oaxaqueños, morelenses, poblanos, chiapanecos… De convertirnos, por un momento al menos, parte de todo. Tiene razón Pacheco: “Solo el polvo es indestructible.” Pero rescato mejor de aquel poema una línea: “Solo cuando nos falta se aprecia el aire.”
Cada quien vivió su propio temblor. Cada quien tiene su poema. La angustia, la urgencia, es de todos; para saber apreciar el aire, la empatía –ese albergue– debe seguir caminando entre nosotros. ~
(Ciudad de México, 1961) es poeta, ensayista y editora de poesía en Letras Libres. Este año su libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020) recibió los premios Mazatlán de Literatura y Xavier Villaurrutia.