Pepe Gerardo Fernández de la Carroña
Siempre se situaba al frente de la parvada carroñera en la gigantesca jaula parlamentaria adornada con conejos, nopales y los héroes desplumados que lo habían precedido en los gloriosos hechos patrios. Se llamaba Pepe Gerardo Fernández de la Carroña. No solo formaba parte de esta parvada de gansos patrios, sino que la lideraba (si se puede liderar un grupo de deshilachados y tiesos calcetines), y andaba siempre con la cabeza erguida por considerarse su más insigne representante aunque solo era un ganso más. Comparados con él, sus plumíferos compañeros le parecían apenas opacas sombras de una rijosa ave desplumada después de haber transitado por el palenque con mala fortuna. La ocasión en que le tocó batirse con alguna ave del patriótico corral tricolor dijo haber perdido media docena de plumas de las que le gustaba llevar como entorchado. Algo semejante dijo tras liarse a puños con el jefe de los gansos blanquiazules.
Pese a creerse invicto después de sus repetidas confrontaciones (de las que cada semana ofrecía un bochornoso espectáculo), nada en él lo hacía verse como un campeón de boxeo. Lo que para él eran apenas una docena de plumas menos, para sus rivales eran en realidad, y con mucho mayor acierto, más de un centenar. Aunque estudió en la Escuela Politécnica y sacaba un provecho mal habido del título de Ingeniero, su conocimiento de las matemáticas era menos que elemental. Pese a ser o precisamente por ser un pajarraco testarudo, insistía en ser un sabio comparable con Kurt Gödel. Se supone que estudió sociología en la Universidad Libre de Berlín, en donde conoció a uno de los pocos sobrevivientes de la banda de Baader, que fue de los pocos que no pusieron bombas, pero no hay nada claro al respecto. Las habilidades desplegadas en su época de estudiante las perfeccionó cuando hizo campaña para ir al senado y, sobre todo, ya como senador, en donde aprendió a piar para infundir piedad, a cacarear para simular una multitud, a graznar desenfrenadamente como hacen los gansos que no han vivido una Revolución Amorosa y acaban por sentarse en las céntricas calles de una ciudad donde en menos de ocho años han sido asesinadas 17,492 personas.
Todo acabará, imaginaba el violento pacificador, cuando los propiciadores de la violencia sean obligados a vivir un sexenio parlamentario mediante la fuerza de las bayonetas. ~