El caso Tuláyev, de Victor Serge

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Un europeo nacido en San Petersburgo, en Berlín, en Sarajevo o en París hacia 1890 pudo haber participado con crueldad o con horror en la Primera Guerra Mundial. También pudo haberla presenciado con vergüenza y con asco desde Bruselas, Lyon, Amsterdam o Barcelona. Encadenada a esta carnicería, se produjo la revolución rusa de 1917. Quizá este mismo europeo entonces vivió en Moscú, en Kiev o en Nóvgorov las ilusiones socialistas de los primeros días y el ímpetu revolucionario, o la pasión partidista, la arbitrariedad y el sectarismo, o el sentimiento de humillación provocado por la derrota y la traición, o a fin de cuentas la nostalgia y la tristeza, futuras compañeras del exilio. Tras escapar a la compleja situación que lo envolvió entonces, este europeo debió, poco después, sospechar de sus vecinos o convertirse en sospechoso, vigilar o ser vigilado, delatar o ser delatado, asesinar o ser asesinado, participar en las purgas o ser purgado, conducir gente o ser conducido a la prisión, fusilar o ser fusilado, enviar o ser enviado a los campos de concentración, en donde fueron confinados los enemigos (reales y, sobre todo, imaginarios), los inocentes, los compañeros de viaje y aun los revolucionarios de la primera hora que, fieles a la Idea, de grado o por fuerza se confesaron culpables de crímenes que no cometieron  –como Bujarin, que aceptó morir por el Partido, por el Jefe, por la Causa. Algo similar le pudo ocurrir a este europeo ya en el exilio, vivido tal vez en la Alemania nazi que, además de convertirse en el ángel tutelar del fascismo en Italia y de contribuir (ayudado por los comisarios políticos de Stalin) a que los falangistas ganaran la guerra civil española, muy pronto iba a entregarse al exterminio masivo de judíos y a la devastación de Europa. Es verdad que todos estos acontecimientos y situaciones se produjeron de manera inusitada y se sucedieron con vertiginosa rapidez. También es cierto que sus consecuencias y sus efectos estuvieron lejos de agotarse con la caída de la Alemania de Hitler, pero la intelligentsia de izquierda casi siempre se negó a analizarlos con detenimiento y menos aún con lucidez, pese a que ya entonces poseía suficiente información acerca de los mismos.

Si el mismo europeo nacido en 1890 hubiera vivido poco más de cien años (“digo, es un decir”, diría Vallejo) habría podido presenciar, además de la derrota de los nazis en 1945, la muerte del Gran Tartufo en 1953 y algunos acontecimientos políticos de signo contrario a la Idea, como la revolución húngara de 1956, la Primavera de Praga en Checoslovaquia, el nacimiento de Solidarnozc en Polonia, la caída del muro de Berlín en 1989, el derrumbe de la fortaleza soviética en 1991 y el resurgimiento del fascismo en una Europa plácidamente instalada en la comodidad y en la apatía propias de la nouvelle belle époque que, una vez más, se desangró en los Balcanes.

Hay un europeo que vivió o presenció buena parte de las situaciones y de los acontecimientos políticos que se produjeron durante el periodo que va del affaire Dreyfus y la belle époque sacudida por las bombas de los anarquistas a los primeros años de la segunda posguerra. Por desgracia, este europeo murió muy pronto: en 1947. Por fortuna, el testimonio de su experiencia vital, escrito con lucidez y detenimiento, no sólo permite penetrar con profundidad en todos los hechos que vivió o presenció, sino aun en los que se sucedieron durante la segunda mitad del siglo. Este europeo es Victor Serge.

Por su inteligencia, su sensibilidad, sus preocupaciones y su experiencia, Victor Serge fue una personalidad compleja que jamás adoptó una actitud pasiva y menos aún cómplice frente a los poderes que instauraron la barbarie en la primera mitad del siglo XX. Hijo de un emigrado ruso, nació en Bruselas en 1890 y se inició en las actividades políticas con los anarquistas en el París de la banda de Bonnot (cuando Rirette Maitrejean fue su compañera y Dieudonné, Callemin, Soudy y Monnier fueron condenados a muerte) y en la Barcelona que, al igual que Dublín, ardió una Semana Santa de principios de siglo. En 1919 Serge llegó armado de esperanzas a una Rusia atascada en el barrizal de la Guerra Civil, en donde su insobornable capacidad crítica lo condujo a la oposición política desde el primer momento, al exilio interior en Orenburgo en 1928, al exilio exterior en Francia en 1933 y al exilio definitivo en México en 1936. No obstante los desastres y las contrariedades, su inteligencia y su sensibilidad ya habían hecho de él un brillante escritor, un magnífico novelista. A diferencia de muchos otros escritores, intelectuales y teóricos contemporáneos suyos, Serge no fue un militante, sino un irreductible y generoso anarquista, un aventurero justo y valiente, un novelista dueño de su prosa y de su imaginación: jamás se plegó a una disciplina partidista que atentara contra su personal código de valores, sus ideas, sus ilusiones, su escritura y, sobre todo, la dignidad humana que siempre situó por encima de cualquier estrategia política y, de manera aún mas enfática, de las monstruosidades que justificaban como necesidades históricas los numerosos defensores del totalitarismo. No sólo son célebres su oposición al terror estalinista y su crítica implacable al fascismo; también son conocidos sus desacuerdos con su compañero de exilio definitivo: León Trotski.

Para los intereses de la política es muy atractiva la figura del hombre de acción y la del teórico. Para beneficio de la literatura es fundamental la obra del novelista. Es cierto que la actividad literaria de Serge está permeada por sus experiencias políticas y, más aún, por su crítica permanente a las aberraciones y a las fechorías del Estado soviético sometido al implacable control del tentacular Tartufo. Pero, como ocurre en el caso de todo gran escritor, su creación se sitúa muy por encima de sus preferencias políticas y de las reflexiones que las acompañan. Y de aquí que lo fundamental de su trabajo como novelista sea precisamente su obra novelística y no las ideas o los acontecimientos que (literalmente) le sirven de pretexto para el despliegue de una creatividad cuyos fértiles resultados se pueden apreciar con nitidez en Ville conquise, Les derniers temps, S’il est minuit dans le siècle y, sobre todo, El caso Tuláyev, en mi opinión la novela más importante de Victor Serge.

Es cierto que la anécdota central de esta novela recuerda el caso de Serguei Kirov, asesinado el 1 de diciembre de 1934 en la Rusia del Gran Tartufo, pero toda analogía con este asesinato se detiene aquí, ya que Serge no pretende en ningún pasaje de su relato descifrar el enigma del crimen o del criminal ni, menos aún, examinar los enloquecidos acontecimientos que se produjeron en catarata a continuación. El caso Tuláyev es una novela histórica, que a los informados les recuerda la inenarrable realidad soviética de los truculentos años treinta, pero es mentira que sea conveniente ser un informado para mejor entenderla. La creencia de que una novela resulta mejor o más convincente mientras mas se apega a los acontecimientos que la inspiran es, en el mejor de los casos, una creencia extraliteraria que exige del lector, en efecto, poseer cierta información para mejor entenderla y, en consecuencia, disfrutarla. En esta edición se reproduce una nota de advertencia que apareció, sin firma, en la edición original en francés y, rubricada con las iniciales V.S., en la traducción norteamericana de la misma. En dicha nota se advierte:

 

Esta novela pertenece al dominio de la narrativa. La verdad que crea el novelista no puede confundirse, de ningún modo, con la verdad del historiador o del cronista. Toda pretensión de establecer una relación precisa entre los personajes o episodios de este libro y los personajes y hechos históricos conocidos no tendría, por tanto, justificación.

 

La idea de que esta nota traduce una comprensible precaución por parte de los editores franceses, porque entonces Stalin aún vivía, mandaba y era temido, está en evidente contradicción con la idea de la “relación precisa” entre la realidad y la ficción. Si esta relación es, más que precisa, evidente, la nota fue inútil, por no decir ociosa. No fue inútil, en cambio, si se piensa que la única intención de una novela consiste en ser ante todo una novela, y no una denuncia, aun cuando trate acerca de crímenes que recuerdan los crímenes de Stalin, o los procesos de Moscú, que son hechos imposibles, además, de ser examinados artísticamente, a menos que se conciba el crimen como una obra de arte. No fue absurdo, en consecuencia, que el novelista Serge y/o sus editores incluyeran una nota de advertencia contra la permanente tentación extraliteraria de vincular la novela con la realidad, y la voluntad de creer y de hacer creer, por lo tanto, que la “relación precisa” entre los hechos contados en la novela y la historia soviética sea necesaria para leer con rectitud El caso Tuláyev en toda su significación.

Además de ser un transparente novelista, Serge es un talentoso autor de ensayos, en los cuales pone en juego su inteligencia al analizar con inusual claridad en su lacayuno tiempo la escabrosa personalidad y los crímenes de Stalin. Esto no quiere decir que en su prosa literaria no haya espacio para el razonamiento. Basta con leer El caso Tuláyev para darse cuenta de que la reflexión ocupa aquí un lugar destacado, pero no se trata de una reflexión semejante a la que es precisa en el análisis político. En las novelas de Serge, y en particular en El caso Tuláyev, el pensamiento está al servicio de la literatura. En primer término como un recurso propio del creador para concebir, para articular, para desarrollar el relato. Y en segundo lugar como objeto de análisis en el interior de la obra. Victor Serge es un novelista de una gran capacidad intelectual, que acepta el desafío del pensamiento en su actividad como creador, pero no para transformar la novela en teoría, en filosofía o en mera denuncia, “sino para movilizar sobre la base del relato todos los medios, racionales e irracionales, narrativos y meditativos, susceptibles de aclarar el ser del hombre” (Milan Kundera, El arte de la novela). La realidad soviética en tiempos de Stalin sólo es, para el novelista Victor Serge, un punto de partida que le sirve para crear otra realidad: la novela que lleva por título El caso Tuláyev, en donde lo racional y lo irracional tejen una inextricable red de complicidades que dibujan con nitidez el laberinto de la condición humana.

Kostia, uno de los personajes centrales de la novela, asesina a Tuláyev sin saber por qué, al margen de cualquier exigencia militante o ideológica, ajeno al rencor o a la exasperación que lo corroe. Contra las reclamaciones históricas, partidistas, teóricas, de fidelidad a la Idea o de clase, que configuran la atmósfera del relato, Kostia actúa de una manera tan carente de sentido que esta novela recuerda (sólo hasta cierto punto, pues es obvio que se trata de dos obras muy diferentes) la falta de motivaciones que conducen a Meursault al asesinato del argelino en El extranjero de Albert Camus. Debido a la ausencia de sentimentalismos, complacencias y pintoresquismos, El caso Tuláyev tiene cierta semejanza con El extranjero. Pero estas novelas poseen otro elemento en común: el sentimiento del absurdo que prevalece en el ambiente recreado por ambos autores, aun cuando la manera como uno y otro tratan la ausencia de sentido común sea muy diferente. ¿A qué se debe esta proximidad? Ignoro si Serge apreciaba a Camus, pero sí sé que Camus admiraba a Serge. Este entusiasmo no permite, sin embargo, hablar de influencias. Se trata, en todo caso, de afinidades, de sensibilidades que reaccionan de manera análoga ante la sinrazón que prevalece en el ambiente de la época. El absurdo es una característica propia de los tiempos en que se escribieron y se publicaron ambas novelas. El extranjero fue editada en París durante la ocupación alemana, en junio de 1942, luego de haber circulado por diversos laberintos que erigió la guerra. Mientras Camus se aburre en Orán y su salud de nuevo provoca inquietudes, dos manuscritos de El extranjero siguen en Francia caminos complicados entre la zona sur y la zona ocupada, y gracias a Pía, Malraux, Arland, Paulhan acaban por llegar al comité de lectura de Gallimard (Album Camus, Gallimard. París, 1982, p. 107). Lejos de París y de los críticos que calificaron de inmoral o de amoral la novela de Camus, ese mismo año Victor Serge acabó de escribir El caso Tuláyev en su exilio mexicano. Más allá de analogías que no remiten a la originalidad o al estilo, el insensato acto de Kostia en El caso Tuláyev desencadena un sinnúmero de acontecimientos y de situaciones que se presentan en aparente desorden, como las piezas de un rompecabezas, a lo largo de la novela, al mismo tiempo que poco a poco le dan forma –una forma admirable, pues literariamente el asesinato no es más que una excusa, mero accidente, obra del azar que preside el relato. Aunque no se refiere a este acto descabellado, sino al gran desatino que lo enmarca (novelística y no históricamente), esto es lo que opina (y la opinión no carece de sentido, en el marco de la novela) Ricciotti, uno de los numerosos personajes que tejen y destejen el relato: Tuláyev no es más que un accidente o un pretexto.

La novela de Serge es excelente por su elegante escritura, por su original organización, por la vida que insufla a sus personajes, por la descripción de los diferentes escenarios y ambientes en los cuales se mueven los perseguidos y sus perseguidores, las víctimas y sus verdugos, los hombres aguijoneados por su mala conciencia, por la manera de mantener (pese a que de entrada sabemos quién es el asesino) la tensión dramática de la narración de principio a fin. Es excelente también por la capacidad que tiene su autor, tan característica de los grandes novelistas, de querer penetrar en el futuro desprovisto de estúpidas certidumbres: “¿Qué le dará al mundo este esfuerzo en medio siglo más?”, pregunta Rublev, uno de los personajes. La respuesta que recibe de su compañero no es precisamente esperanzadora: “…cuando no quede nada, ni nuestros huesecillos –canturreó Wiadek, quizá sin ironía”. Si Victor Serge hubiera vivido cien años habría presenciado la bancarrota de un proceso político cuyo porvenir vislumbró, y que ha precisado de casi un siglo para ser al fin comprendido por algunos de aquellos que vivieron sumergidos en él como sonámbulos, fueron incapaces de soñar estos objetos sólo en apariencia insignificantes que configuran el universo de una alcoba y jamás comprendieron que el socialismo no aportaría nada al perfeccionamiento de la cama. Si Serge hubiera presenciado el ciclo de la revolución bolchevique que, traicionada, deformada o fiel a sí misma, muy pronto lo condenó al exilio definitivo, tal vez habría encontrado un nuevo pretexto para la elaboración de un relato tan rico como El caso Tuláyev, para la creación de una novela que la izquierda rencorosa leería con desaprobación y la derecha ágrafa utilizaría para adornar sus bibliotecas. ~

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