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1. Un diagnóstico rápido
Los ciudadanos tienen la percepción de que la Administración de Justicia funciona muy mal. Los datos sobre el colapso de los tribunales y el número de asuntos pendientes apuntan en la misma dirección. Quizá el problema más conocido y el que más espacio ocupa en los medios de comunicación sea el de la politización del órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial (cgpj), que elige de manera discrecional (por libre designación) a los cargos superiores de la judicatura, entre ellos a los magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de los tribunales superiores de justicia, presidentes de las audiencias provinciales, etc. No es el único problema que tiene nuestra justicia, aunque quizá sea el más llamativo.
Es esencial acabar con la politización del órgano de gobierno de los jueces, pero no es tarea fácil. El control de los partidos políticos sobre este órgano constitucional ha ido aumentado con cada legislatura hasta consagrarse con la última Ley Orgánica del Poder Judicial, que garantiza el reparto “partitocrático” de los cargos. El Consejo se asimila a un miniparlamento, donde la presidencia corresponde al partido mayoritario y el resto de los vocales se reparten entre la oposición, más o menos en proporción a sus escaños. El modelo, por tanto, está absolutamente pervertido, y puede afirmarse sin exageración que, a pesar de que el principal cometido constitucional del cgpj es velar por la independencia judicial, en la práctica puede ocurrir lo contrario por lo menos cuando colisiona con los intereses de los partidos políticos. Episodios como el de la sustitución del juez Ruz, instructor de la trama Gürtel, que se había convertido en un magistrado incómodo para el partido en el gobierno en año electoral, aprovechando que no tenía su plaza en propiedad, son suficientemente expresivos.
Pero al margen de esta politización –que por otra parte no suele afectar a las “bases” de la carrera judicial– el defectuoso funcionamiento de la Administración de Justicia española tiene también otras causas más profundas. El régimen competencial actual es profundamente ineficiente; tienen competencias sobre la Administración de Justicia hasta tres administraciones distintas. Las comunidades autónomas tienen atribuidas las competencias sobre los medios materiales (edificios, material de oficina, aplicaciones informáticas y personal auxiliar); el Ministerio de Justicia tiene competencias legislativas y competencias sobre los secretarios judiciales; y el cgpj tiene competencias sobre los jueces. Por poner un ejemplo, si hay un colapso en los juzgados laborales o mercantiles de una población, el cgpj puede intentar conseguir jueces de refuerzo para sacar adelante los asuntos, pero necesita los medios materiales que le tiene que proporcionar la comunidad autónoma correspondiente, además del “plácet” y los secretarios judiciales del Ministerio de Justicia, sin contar en su caso con las reformas normativas que sean precisas.
En definitiva, el Gobierno tiene competencias sobre la planta de los tribunales o puede promover las reformas procesales que considera oportunas, pero no puede ejecutarlas por sí solo. Las comunidades autónomas no tienen competencias legislativas, pero tienen las competencias sobre los medios materiales, sin los cuales ninguna propuesta puede pasar del papel a la realidad. Y el personal que debe atender los juzgados depende de tres administraciones distintas, lo que entraña una enorme dificultad no ya para diseñar una política de recursos humanos razonable y eficiente sino incluso para establecer un sistema claro de responsabilidades y de rendición de cuentas. Así las cosas, la justicia puede funcionar muy defectuosamente, pero nadie es responsable: siempre es posible culpar a otra administración.
Desde luego el poder judicial como poder del Estado es algo más que un servicio público, pero por lo menos debería ser un servicio público mínimamente eficiente, aunque muchos no lo usarán nunca. Para aquellos que sí lo hagan será fundamental que funcione de forma adecuada, ya se trate de un despido, un divorcio, una herencia o unas participaciones preferentes. Como cualquier servicio público necesita una organización racional, unos fines claros (obtener una justicia rápida y de calidad), unos incentivos adecuados para los profesionales (retributivos y de promoción profesional), la correcta identificación de responsabilidades y la imprescindible rendición de cuentas (inspecciones, régimen disciplinario, separación del servicio, disminución de retribuciones).
Por último, la Administración de Justicia, como cualquier servicio público, debe estar sujeta a indicadores y a evaluaciones periódicas. Se trata de evaluar las políticas públicas que se llevan a cabo en este ámbito, ya se trate de inversiones en recursos tecnológicos o en inmuebles.
2. Reformas parciales o “parches”
Se ha escrito mucho sobre reformas, pero, a pesar de los muchos planes y hasta de la existencia de un Pacto de Estado por la Justicia del año 2003, ningún Gobierno hasta ahora ha ofrecido más que soluciones parciales, es decir, “parches”, como las tasas judiciales, que han reducido drásticamente el número de asuntos en los tribunales, las inversiones ingentes en aplicaciones informáticas o el notable incremento del número de jueces.
Esta última solución –incrementar el número de jueces, secretarios judiciales y fiscales– es lo más sencillo, aunque no lo más barato ni lo más rápido, dado que el sistema de selección mediante oposiciones tiene unos tiempos que se compadecen mal con las necesidades perentorias de personal. Los sucesivos incrementos de plantilla (y de juzgados) no han contribuido mucho a reducir problemas como la lentitud de los procedimientos, la escasa predictibilidad de las resoluciones judiciales o la inseguridad jurídica. Cada vez hay más jueces, pero no se aprecian mejoras relevantes en el servicio, como ponen de manifiesto los datos disponibles.
España tiene un número de jueces perfectamente homologable al de la mayoría de países europeos (Francia, Italia, Suecia…), pero presenta una conflictividad muy superior. Si nos limitamos a aumentar el número de jueces no vamos a solucionar el problema. Se trata de reducir la conflictividad y mejorar el rendimiento de la organización. Pero ¿cómo hacerlo?
Se implantó una solución parcial –ahora modificada para suprimir las tasas aplicables a las personas físicas pero no a las pymes– para atacar el problema de la elevada conflictividad: imponer tasas judiciales con la finalidad de desincentivar un mal uso del servicio, reducir su coste y mejorar su eficiencia. Pero hay que discriminar para saber cuándo se trata de un mal uso o de un abuso y cuándo no. No se consigue en un sistema como el español donde las tasas se establecen a priori sin diferenciación alguna, ya se trate por litigante (si es una pyme o una multinacional) o por tipo de asunto, más allá de los supuestos de exención que son muy limitados.
En definitiva, esta solución parcial ha conseguido reducir correlativamente el coste (o el riesgo) de las grandes organizaciones por actuar en contra de la Ley, ya se trate de entidades bancarias que comercializan indebidamente productos financieros o de administraciones públicas que cometen arbitrariedades. Necesitamos soluciones globales que tengan en cuenta todos los factores y sobre todo voluntad política para introducirlas. Las tasas pueden ser una medida efectiva para disminuir la conflictividad si el diseño es razonable y se combinan con otras reformas estructurales. Pero un sistema como el nuestro sencillamente aumenta la injusticia y debilita el Estado de Derecho.
3. Las reformas estructurales
Es imprescindible abordar reformas estructurales tendentes a despolitizar la justicia y a mejorar su funcionamiento. Resulta esencial reorganizar las competencias sobre la Administración de Justicia, de manera que sean responsabilidad de una sola administración por razones básicas de eficacia y eficiencia.
También es urgente abordar la reorganización de la planta judicial, dividiendo la Administración de Justicia en dos niveles diferentes en función de la complejidad de los asuntos y estableciendo una jurisdicción próxima que resuelva pequeñas cuestiones con carácter verbal, en la línea de los antiguos jueces de distrito. Las apelaciones frente a esas decisiones y la primera instancia e instrucción de los casos más complicados pueden resolverse a través de tribunales colegiados.
Por lo que se refiere al personal al servicio de la Administración de Justicia es esencial introducir los mecanismos de incentivos y de responsabilidad adecuados no solo para resolver el problema del colapso judicial sino también la falta de calidad o de predictibilidad de algunas resoluciones. El juez responsable que dicta buenas sentencias y lleva el juzgado al día debe ser premiado en términos retributivos y de promoción profesional, y el que no lo haga debe ser penalizado.
Para establecer este mecanismo es imprescindible despolitizar los nombramientos de carácter discrecional, a fin de primar los principios de mérito y capacidad y disponer de buena información que permita evaluar con objetividad el volumen de entrada, cargas de trabajo, asuntos resueltos, sentencias anuladas o revocadas, trato a los profesionales, rotación del personal, etc. Aunque algo se ha avanzado, falta información y sobre todo voluntad política para sustituir una promoción profesional más fundada en la fidelidad, la confianza y la afinidad ideológica por otra que tenga en cuenta méritos objetivos como la antigüedad, la formación o la calidad del trabajo. En esta materia, como en tantas otras, resulta esencial la transparencia.
Por último, hay que modificar el sistema de nombramiento de los vocales del cgpj, con la finalidad de impedir el reparto por cuotas entre partidos. A estas alturas parece que cualquier sistema alternativo, incluso el de sorteo entre las personas que reúnan determinados requisitos, puede ser mejor que el actual. ~
Es abogada del Estado en excedencia, editora del blog jurídico ¿Hay derecho? y coautora del libro del mismo nombre, que publicó Atayala en 2014.