Contra los jams de escritura

Crónicas del país de lo inmediato
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Era una agradable media tarde de primavera, yo estaba en el sofá leyendo Valis de Philip K. Dick. Un tordo cantaba en las ramas del árbol frente a mi ventana, el gato estaba a mi lado dormido en el cojín que mi madre me regaló la Navidad pasada. Todo parecía estar bien hasta que sonó el teléfono.

—Disculpe, ¿se encuentra el maestro Espartaco?

Era la voz de una mujer joven, de unos  veintitantos años, acento del norte. No importa cuántas veces haya tenido que tratar con funcionarios, nunca me he acostumbrado ni me acostumbraré a que me llamen “maestro” (y este tema tal vez merezca una entrada de este blog algún día).          

—Él habla.

—Buenos días, maestro, hablamos del Instituto de Cultura de San Juan de los Palotes.

—Ajá.

—El motivo de mi llamada es porque queremos invitarlo a la Feria Interplanetaria del Libro de San Juan de los Palotes…

—Ya —le dije—, mire, el problema es que no me gustan las ferias del libro…

—¿No?

La funcionaria que me llamó guardó silencio durante unos segundos, mismos que a mí me parecieron minutos y en los que pude ver cómo la luz de la ventana se desplazaba a través del mueble donde tengo el televisor, rumbo al fin del día. El paso del tiempo es un tema que me abruma. Con frecuencia la luz de la media tarde me produce toda clase de pensamientos lúgubres: la muerte, la aniquilación de todas las cosas, la locura, mi casero (un buen hombre), mi editor, mi agente, la hipernovela, el auge de la música banda y el reguetón, etcétera. Lo que menos necesitaba yo en ese momento era hablar con una funcionaria acerca de una feria interplanetaria del libro. Y aunque mi libido a esa hora del día es apenas un pálido reflejo de lo fue (maldita fluoxetina), no pude evitar preguntarme: ¿estará guapa?

—Mire, maestro, pero esta feria es diferente —dijo por fin ella, más resuelta—, lo estamos invitando a un jam de escritura.

—Un jam de escritura. ¿Qué es eso?

—Es la moda, maestro, el año pasado vino Juanito Popochas.

Me evité cualquier comentario sobre Popochas, todo mundo sabe que es el número uno en mi lista de enemigos. Cualquier cosa en la que ande Popochas no debe de ser buena.

—¿Y en qué consiste? —pregunté, intentando ser objetivo.

La palabra inglesa “jam” me sugería muchas cosas, pero la verdad es que un concepto llamado “jam de escritura” me daba muy mala espina. Una alarma apenas audible comenzó a sonar en lo más profundo de la memoria filogenética de mi especie: mujeres sabías y obesas, llenas de estrías, hechiceras, sacerdotisas, filósofos, enojados profetas del Antiguo Testamento, con ojos de fuego, me advirtieron desde un pasado remoto acerca de los peligros del jam de escritura.

—Bueno, se trata de improvisar en público. Tenemos un escenario con una computadora y un cañón proyector.

—¿Y qué voy a improvisar?

—Pues su escritura, maestro.

—Ah, ¿pero cómo?

—Alguien del público le dice una palabra, y usted tiene que escribir un cuento ahí mismo, mientras todos lo ven. Se trata de que el público pueda ver cómo escribe usted. Es algo así como acercar a los jóvenes a su proceso creativo.

—¿Mi proceso creativo? Changos, pero… ¿cómo?, ¿qué tipo de palabra?

—Cualquiera, maestro, por ejemplo… alguien del público dice la palabra “cordero” y usted escribe un cuento con ella.   

—¿Pero cómo voy a escribir un cuento con la palabra cordero?

—Es un ejemplo, maestro.

—Aaaaaaaaaaaaaah.

Y quise decirle, pero no lo hice: un cuento no se improvisa; un cuento se escribe poco a poco, día a día; es una construcción hecha de imágenes, anécdotas, personajes. Un cuento se escribe hasta cuando no lo escribes, mientras caminas por el parque de tu colonia y piensas en él, cuando estás en la cola de las tortillas o a punto de sufrir una endodoncia. 

La funcionaria me dijo que también iba a haber música a cargo de un tal Chispita DJ, muy famoso en San Juan de los Palotes, y que me iban a pagar no sé cuánto.Durante cuarenta minutos estaría escribiendo en vivo para solaz de los curiosos y los amantes de las bellas letras.

—Está bien —le dije—, déjeme pensarlo.

Y colgué. Al día siguiente volvió a sonar el teléfono a la misma hora pero decidí no contestar. ¿Por qué? Me resultaba difícil explicarle a la funcionaria que ese concepto del jam de escritura me parecía una aberración. Si el acto de pretender escribir y publicar un libro ya es exageradamente narcisista y ególatra, escribir a la vista del público raya en la megalomanía. Pero lo que me parece aún más difícil es aquello de improvisar a partir de una palabra escogida por alguien del público (pensemos en “cordero”). Se supone que uno debe de escribir desde las propias obsesiones: la escritura es un acto íntimo; no me interesan los corderos salvo los domingos por la mañana cuando voy a comer barbacoa a Los Tres Reyes. ¿A qué grado hemos llegado de la sociedad del espectáculo que ahora hasta los escritores deben de mostrarle al público la manera como escriben? Porque la verdad es que uno escribe con lagañas en los ojos, con una bata de baño sucia y pantuflas de Barney, el dinosaurio. Uno comienza   cada mañana tembloroso y sobrecogido con una taza de té o de café; cuando del primer sorbo intentamos sacar algo de valor o de confort, acosados por las grandes preguntas: ¿para qué hago esto?, ¿valdrá la pena?, si no me lee ni mi abuelita (tiene cosas más importantes que hacer). El escritor no es un rockstar, es un tipo ordinario al que las mujeres siempre dejan y los despachos de cobranza acosan. Para él una cita es invitar a una mujer a cenar pasta en casa porque es lo más barato, compra el mandado en Waldo´s y siempre anda detrás de las ofertas, de los tres por dos. El escritor es un paria y la verdad es que nadie sensato quiere verlo garrapatear ni la lista del mandado. ¿Y dónde está el misterio? Si ese hombrecillo es capaz de lograr una imagen bella, esta se esfuma cuando lo vemos mal afeitado y vestido con ropa comprada en García. ¿Por qué nos dio ahora por andar de rockstars? Componer ficción o poesía no es solo sumar, escribir palabras, sino darle vueltas y vueltas a una misma frase, una idea, recortar, reescribir. Si el objetivo es que los espectadores puedan ver el proceso creativo de un autor, entonces un jam de escritura auténtico sería muy aburrido, duraría horas y hay cosas más interesantes que ver.

A lo mejor estos espectáculos no son sino un reflejo de cómo se hace la literatura hoy en día en México: somos esclavos de lo inmediato, cuando un autor no necesita estar en contacto con el público. La literatura es soledad. No imagino a Raymond Carver en una de estas cosas. Pero nuestra necesidad de reconocimiento no nos deja estar encerrados uno o dos años trabajando en una novela: tenemos que estar diciendo todo el tiempo, y especialmente en las redes, “mírenme aquí estoy, tengo un nuevo peinado, voy a todas las marchas y le tomo fotos a mi comida”. Yo la verdad es que no tengo ganas de que cuarenta o cincuenta personas me vean escribir. Qué ociosidad. Tampoco quiero ver a nadie hacerlo: prefiero El precio de la historia o ver a las Kardashian ir de compras.

 

P.S.

Me entero gracias a un amigo de que estos espectáculos también se organizan en bares y cafeterías. Si es así, alguien debería de inventar una app para teléfono que nos mantenga al tanto de dónde van a realizarse estas cosas, para que no nos tomen por sorpresa. Pensemos en el peor escenario: uno está en una cantina tomándose una cerveza como si nada, pensando en algo bello, una mujer de un pasado remoto, un verso, cuando de pronto se apagan las luces y unos tipos con lentes de pasta detrás de una mesa con un proyector y una computadora te piden que les digas una palabra: sorpresa, estás en un jam de escritura. Sugiero que la aplicación también funcione para presentaciones de libros y lecturas de poesía en cantinas. Cada vez es más difícil mantenerse seguro en la ciudad.

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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