Melancolía, genio y locura

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Visiones, ensoñaciones, desesperaciones, aburrimientos, delirios, abismos: la cueva oscura, el reino de la noche, tan lleno de evocaciones y al mismo tiempo de peligros acompaña desde hace dos milenios la creación artística y el pensamiento de Occidente. ¿Qué defecto genético hace que los límites entre el genio y la locura sean tan borrosos como para confundirse? Melancolía, decía Aristóteles. Un exceso de humor negro en la sangre. Melans cholé, suponía Hipócrates. Acedia, confesaban los monjes, perturbados. Pacto con el demonio, acusaba la Inquisición. Locura, confirmaba la psiquiatría. Depresión, según el psicoanálisis. La melancolía es el mito de la cultura de Occidente, afirma el escritor Roger Bartra en una entrevista: “Estoy convencido que lo que se llama condición posmoderna es básicamente el tercer retorno de la melancolía en la cultura occidental. El primer retorno fue el Renacimiento. El segundo, el Romanticismo con sus extensiones en lo que se refiere a la cultura iberoamericana con la generación del 98 y el modernismo. La condición posmoderna sería la tercera resurrección de la melancolía. No sólo es un tema que está de moda en muchos círculos intelectuales, sino que cada vez hay más casos ‘estadísticamente’ de melancolía o depresión diagnosticados por los médicos”.

La exposición Melancolía, genio y locura en el arte que acaba de pasar por Berlín arrasando récords de público así lo demuestra. Un conjunto de trescientas obras de arte de todos los tiempos, organizadas en salas que incluyen la Antigüedad, se introducen luego en el convento donde acechaba la Acedia, llegan al Renacimiento con Durero y la obsesión de alquimistas, médicos, artistas y astrólogos. El Barroco y el iluminismo, desde la intelectualidad a la sensibilidad expresaron la expansión de este complejo sentimiento y al mismo tiempo que Las flores del mal inspiraron a las vanguardias, la psiquiatría buscó encorsetar la melancolía en estadísticas, caracterizaciones, definiciones. Y de allí a la modernidad y sus intentos de controlar este estado del alma, un pecado original que ya no sólo afecta a individuos, sino a grupos, sociedades enteras padeciendo melancolía e ideologías empeñadas en evitarla, sin conseguirlo. Las estaciones de esta exposición intentan sistematizar la producción artística que a lo largo de los siglos ha expresado la ambigüedad, el eterno desencanto, el paraíso perdido, los ángeles expulsados –Adán y Eva– atribulados por el deseo de saber. Como si el fruto de la discordia hubiera provocado el castigo de la insatisfacción permanente, a más conocimiento, más depresión. A más genialidad, más melancolía, y la oscura duda, el pensamiento dividido, poniendo en fuga las hormonas de la felicidad. Y sin embargo Víctor Hugo defendía su derecho a la tristeza, François Sagan la saludaba día a día y Antonin Artaud hizo de ella su delirio. Pero ¿qué hay detrás de todo esto? La pregunta me la formulé ese domingo berlinés frente a la figura del “gordo” de Ron Mueck, el australiano que hace esculturas humanas hiperrealistas de poliester y fibra de vidrio. El gigante, de unos dos metros y medio de altura, desnudo, sentado sobre el piso con las piernas recogidas, los brazos sobre las rodillas, y la mirada oblicua parecía resumir el conjunto de nuestras desdichas, de las preguntas del para qué, de la caída estrepitosa, sino de algún paraíso, por lo menos de un nido o del catre, como dicen en el Río de la Plata. En ese rincón valía la pena llorar a los gritos o por lo menos gemir, si no fuera que estamos casi aliviados, proyectando nuestra voluminosa soledad, sumidos en la compasión. Antes del “gordo” fueron las imágenes de María Magdalena y la naturaleza emergiendo entre las ruinas de algún grabado de Piranesi, los románticos y la catástrofe; después del “gordo” la tentación ideológica, la aventura posmoderna, los campos de concentración, la oscuridad. Y al mismo nivel que sus rodillas rugosas, su piel levemente pálida, el nudo de su ombligo y el sexo obnubilado, como un perro castigado, la cualidad humana en el rincón de un ring fuera de control. Si Münch con su grito desbocado y Caspar David Friedrich con sus siluetas en la bruma y la niebla pregonaban de alguna forma una desmaterialización, una simbiosis con la naturaleza, aun con lo peor de ella, el “gordo” nos confronta con la materia y sus límites inevitables, la terca obstinación del ser y el absurdo de un pedazo de carne, perentorio. Sin futuro ni destino. La entrada en la sala del siglo XX denominada consecuentemente “La angustia de la historia”, iniciaba el viaje de la melancolía como enfermedad y tres autoretratos lacerantes del fotógrafo español David Nebreda, lo violentamente pragmático como desprecio a la debilidad de la carne, la fragilidad de la poesía, la certeza de la muerte. Ahí viene el grotesco de Otto Dix a ocuparse de nosotros y la desesperación de Zoran Music en el sillón negro y gris de su despedida. Dachau, la revolución, los románticos, la cultura arrasada por la comunicación masiva –pasiva–, en esa búsqueda de la felicidad, tan poco común, la más irreal de todas las utopías. Puro tango prohibido, el zeitgeist de la melancolía moderna se pretende aplacar entre sudores de talk show, atiborrando la sinrazón con chips y cerveza, gruñidos a destiempo frente a la tele. Pero a veces no alcanza. El agujero negro de nuestra humanidad se traga en cualquier momento estos pretextos, los expulsa, heavy, como un movimiento de la tierra. Y entonces volvemos a ser como el “gordo” de Mueck, inmóviles frente al devenir, soñando por una teta que ya no vendrá, ofreciendo algo que nadie quiere. Ay, la vida.

“Este Weltschmerz que se expresa de muchas formas, no solamente es una forma crítica que acompaña a la modernidad, creo que es una de sus expresiones más necesarias y reveladoras”, escribió Bartra en El duelo de los ángeles, su imprescindible ensayo sobre la dispar relación con la melancolía en tres paradigmas del pensamiento de Occidente: Kant, Weber, Benjamin. A la filosofía, a la antropología, a las ciencias, les toca entenderse con ese universo oscuro, el reino sin límites entre el genio y la locura; mientras tanto, el arte lo expresa, lo abraza, se desmorona con él y dibuja sus ángeles, sus sombras, su dolor, su
desesperación, su fascinación. Tal como lo percibió el genio de Goya: el sueño de la razón produce monstruos. Pero la razón trabaja a medias cuando se empeña en ignorar los monstruos.

Berlín, mayo 2006

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