Hielo negro de Bernardo Fernández Bef

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Por supuesto: se requiere de novelistas que no le teman al mercado. Que aprovechen sus canales y establezcan un diálogo literario con un amplio círculo de lectores. Pero, ¿hasta dónde se ha de ceder para satisfacer gustos numerosos? ¿Qué significa la palabra ceder cuando hablamos de un artista?

Ignoro si Bernardo Fernández, Bef (México, 1972), se haya planteado, con Hielo negro (primer premio Grijalbo de novela), escribir un libro que renunciara a la literatura para quedarse en el comercio. Se trata de una novela de corte policiaco sobre el narcotráfico, la violencia y la corrupción judicial en México. Incorporar temas de actualidad es solo un rasgo, no una cualidad ni un defecto. El problema que discierno en Hielo negro es la docilidad: estamos ante una trama redonda, veloz y “sencilla” en la que demasiadas convenciones son acatadas como para que la lectura no se resienta una estafa.

Primero: la falta de lógica. Los ejemplos abundan. El líder de un cártel muere en una balacera. Su hija Lizzy, quien se ha mantenido lejos del narcotráfico estudiando artes visuales en el extranjero, toma el control de la organización sin que nadie de entre su gente, sus enemigos ni del gobierno manifieste resistencia. Así de fácil.1

Detalles como este son convenciones del género: la trama ha de avanzar, sin buscar pulir las incongruencias. No es verismo lo que espero; pero, si no hay un temple paródico, pediría que la trama no luciera tan refutable. Fernández en libros anteriores ha demostrado más sujeción que riesgo ante la pauta de la novela redonda, en la que todos los hilos, merced a muy forzadas coincidencias, se reúnen en el clímax.

Otro punto: la prosa es débil. Descansa en el abuso de la frase corta, que otorga un ritmo sincopado carente de variación tonal o caracterológica. No distingo un efecto de contención o laconismo; antes bien, la expresión trillada, la cacofonía de oído sordo y la parvedad sintáctica sueltan una escritura sin conciencia de estilo. La alternancia de voces narrativas, en primera y en tercera persona, se da sin que identifiquemos contraste ya no solo en la dicción: en su estructura narrativa, ambas recurren al suspenso de manera mecánica –sucede, así de predecible, igual en El ladrón de sueños (2008) y Ojos de lagarto (2009).

El meollo está, creo, en la indefinición del punto de vista. Después de un siglo trasgresor como lo fue el XX en la novela, un narrador no deja de plantearse la pregunta: ¿desde dónde se narra? ¿Cómo no ha de sospechar mi lector de lo que la narración afirma? Y esto exige la determinación precisa del punto nodal desde el que se genera la realidad que va proponiendo el texto. Ya en Gel azul (2009), nouvelle de ciencia ficción, se advertía el problema: el narrador no crea nada, todo lo explica. Sin la conciencia de que la diégesis se construye desde la percepción –a menos de que se introduzca un elemento paródico o crítico–, ante el reto de hacer visible un mundo distópico la ficción ahí se sustenta no en la viveza de sucesos concretos sino, mayormente, en la palidez de recuentos informativos. Así de pobre. Tengo la impresión de que Fernández escribe novelas de aventuras, ya sea de ciencia ficción o policiacas, como si Conrad y Onetti no hubieran pasado por aquí –y también como si Highsmith o Greene no hubieran propuesto otra exploración: la de las motivaciones, no solo de las peripecias.

En Hielo negro semejante indefinición técnica mengua el conocimiento de los personajes. Un ejemplo: la percepción es limitadamente falocrática, y esto se nota desde la dicción –que hace cuarenta años se habría tolerado en García Márquez pero que hoy, con el horizonte de la teoría de género, no ha de reducirse a corrección política.2

También lo veo en cómo se trata la sexualidad de las protagonistas: la gorda judicial Mijangos expondrá su carrera y pellejo para vengar a su amante, un policía corrupto, casado y padre de tres hijos, porque… ¡él la hizo sentirse deseada! Lizzy Zubiaga conoce el éxtasis sexual con su mejor sicario, y el discurso da fe de un criterio falocrático del goce sexual femenino.3 La mayor perplejidad viene cuando, sin asomo de parodia, el clímax de la trama hace rodar por una playa caribeña a las dos mujeres, quienes terminan –fantasía varonil cumplida– besándose. Así de sexy.

Cierto: una novela no es machista por presentar escenas de machismo –eso que llamamos “realidad” tiene más episodios así que mil ficciones juntas–, sino porque el texto las legitima al postularlas, a veces inadvertidamente, como la única percepción posible; en este caso, las dos mujeres no tienen mayor complejidad en su relación con el sexo. Más aún: los personajes se ven gobernados por motivaciones “básicas” (El Sadismo, El Poder, La Venganza) y nunca enfrentan conflictos nucleares que cimbren su psicología. Las peripecias se suceden una tras otra y los momentos de crisis, como el duelo por el asesinato del agente Armengol, se documentan con cursilería y patetismo tópicos, sin disrupciones interiores, pues en su esencia los personajes son los mismos al principio y al final. Así de planos.

Se me dirá: “Es sólo un best seller; estos libros pululan en todo el mundo, no solo en Latinoamérica.” Pero acá hay también una cuestión política. El sistema educativo de nuestros países ha sido eficaz para mantener en niveles miserables la lectura de obras humanísticas. Los empresarios editoriales no estarían obligados a corregir lo que las aulas no han hecho bien, pero pareciera que ciertos autores, al tiempo que exigen para sí un estatuto artístico, no hallan indigno perpetrar libros que refuerzan estereotipos machistas, hacen un menesteroso uso de la lengua y reciclan convenciones narrativas que reducen la visión de la realidad.

¿Es literatura aquello que empobrece la mente del lector? Acaso Hielo negro no sea el “santo grial” de los best sellers, pero, viendo la facilidad con que acepta ceder ante la fórmula comercial que el complaciente mercado hispanoamericano aplaude y premia, se desmarca del arte literario que, si no cambia el mundo, sí enriquece la percepción que su lector tiene del mundo. Así de cierto. ~


Notas

1 Otro caso: un primo de Lizzy, vendedor de droga al menudeo, es extorsionado por una pareja de ramplones judiciales. Para cobrar venganza, la ya poderosa Lizzy, en vez de –puesto que dispone de tantísimo dinero– contratar al más cruel sicario del país, va en contra de sus prioridades y distrae de sus trabajos de investigación a El Médico, genio científico recluido en un laboratorio subterráneo y dedicado contra reloj a encontrar el “santo grial de las anfetaminas” que significaría una revolución en el mercado. Así de contradictorio.

2 En la segunda página, un policía auxiliar piensa en el cuerpo de su mujer y el discurso indirecto libre nos traduce: “La parecía fascinante la delicada línea con que su talle se ensanchaba en las caderas, la textura de durazno [¡sic!] de aquel trasero moreno que solía recorrer con la lengua antes de atacar a mordidas.”

3 “El sicario dormía después de tres días frenéticos de penetrar a Lizzy. Penetrar, ésa era justo la palabra. No la ridiculez de hacer el amor. No la corrientada de coger. Penetrar. Como el cuchillo del carnicero. O el bisturí del cirujano".

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(Culiacán, 1976) es crítico literario y autor de la novela 'Cartas ajenas' (Ediciones B, 2011).


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