A estas alturas, son pocas las novedades literarias que logran despertar de la abulia. Pongamos por caso el descubrimiento de un manuscrito de Nabokov, la anhelada reedición de tal o cual obra, o un último libro de Banville.
El irlandés se ha convertido para muchos lectores y críticos en su esperanza de la literatura. Al galope de la poesía y montado en una prosa en perpetuo estado de gracia, cumple la proeza de mejorar siempre su libro anterior.
Ahora es Los infinitos, la primera novela después de El mar (Anagrama, 2005), ese intenso y poético relato salpicado por las olas y la muerte, donde Max Morden –crítico de arte experto en Bonnard– repasaba su vida luego del fallecimiento de su esposa Anna, y volvía una y otra vez a la playa de su infancia. Con El mar el autor ganó el Booker Prize y logró su consagración definitiva. John Banville (Wexford, Irlanda, 1945), ex editor literario de The Irish Times y de The Irish Press, cautivó a la crítica desde sus primeros libros: una tetralogía de novelas dedicadas al pensamiento científico, escritas entre 1976 y 1986 (traducidas años después al castellano): Kepler, Copérnico, Mefisto y La carta de Newton. Sin embargo, sus libros mayores llegaron en la década de 1990 con la trilogía que conforman El libro de las pruebas, Ghosts y Athena; así como la exquisita novela El intocable, dedicada a uno de los “cuatro espías de Cambridge”, Sir Anthony Blunt, historiador de arte, conservador de la colección de pinturas de la reina de Inglaterra y espía de la Rusia comunista. Años después, publicó la saga –incompleta– de Eclipse e Imposturas. A la par de esta producción, ha publicado policiales en Alfaguara bajo el seudónimo de Benjamin Black.
Los infinitos es una novela en la que los dioses se miden con los hombres, comparten sus sueños, se acuestan con sus mujeres y se comen sus almuerzos. Una reinterpretación del mito de Anfitrión, donde Zeus conquista a una mujer haciéndose pasar por su marido. Con una estructura armada en sencillez aparente, digamos a la manera del drama clásico, está acicalada con una prosa elegante, una enciclopedia científica y un desafío intelectual. Es una novela que transcurre en un solo día, una novela de misterio sobre el miedo a la eternidad, la alegría de un amanecer, las maneras de la muerte. Banville es un escritor que escribe como los dioses, en el más terrenal de los mundos. Los infinitos es un título a tino con sus obsesiones y con las de sus personajes: Gabriel Swan en Mefisto, Freddie Montgomery en El libro de las pruebas, Victor Maskell en El intocable, Alexander Cleave en Eclipse y Max Morden en El mar, todos alumnos del Ulysses de James Joyce, ante el cual Banville ha construido su propio altar.
Esta novela, como muchas otras de su extensa obra, se desarrolla en una casa, un espacio bucólico y familiar donde todo se pone en juego y donde las estructuras existenciales de sus habitantes se bambolean frágiles ante los vientos de sus propias historias. La casa tiene un nombre: Arden, y el patriarca, Adam Godley, el “viejo Adam”, está en coma, supuestamente al borde de la muerte. En torno suyo se reúne toda la familia: su segunda esposa Ursula, que trago a trago se debate ante el fantasma de su antecesora suicida; sus hijos Petra y Adam, un adolescente de cuarenta años acompañado por su bella esposa Hellen, una actriz que se mueve con sutileza en esta convivencia. Todo más o menos nor-
mal como en cualquier reunión familiar llena de melancolías y resentimientos, donde los partes médicos, las visitas y el mundo circundante se cuelan en los entresijos de una relación frágil pero vital. Godley ha sido un reputado físico matemático que ha estudiado toda su vida los infinitos sin llegar a ninguna conclusión. Sin embargo, sus investigaciones han ayudado a descubrir universos paralelos. De estos universos paralelos se agarra Banville para desarrollar historia sobre historia y crear un poderoso conjunto inconmensurable como el universo: este día, en esta finca grande del campo irlandés los dioses griegos están vivos y son los que nos cuentan la historia. No es que regresen, nunca se han ido. Hermes es el narrador y Zeus y Pan se mueven de aquí para allá tanteando la vida de los mortales en el pesado silencio de la casa.
Entre las cosas que creamos para que les sirviera de consuelo, el amanecer da buen resultado. Cuando la oscuridad se desmenuza en el aire como terso y blando hollín y la luz se extiende despacio sobre el Este todo el género humano, menos sus miembros más desdichados, vuelve a vivir. Los inmortales solemos disfrutar del espectáculo, esa diaria resurrección menor, reunidos en el parapeto de las nubes con la mirada puesta en ellos, nuestras queridas criaturas, mientras se remueven para recibir al nuevo día. Qué mutismo cae entonces sobre nosotros, el triste silencio de nuestra envidia.
Así inicia el libro, y así continúa por casi trescientas páginas. Cada tanto, Banville apela a la comicidad, acaso como marca de la tradición de las letras irlandesas, si pensamos en el humor que hay en las obras de Joyce, Flann O’Brien, Jonathan Swift, William Traver y en la suya propia.
Como en El mar, Eclipse, Imposturas o El intocable, los personajes de Los infinitos se debaten entre el cúmulo de vidas. Divagan constantemente para saber quiénes son, buscando una identidad a la cual aferrarse. Este libro constituye otro tratado de Banville sobre la muerte. Soporta con ilusión la vida: nos dice que hay esperanzas en otras dimensiones. Probablemente, en el resplandor de su propia poesía. ~