Crónica del fracaso de una utopía

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Amos Oz

Entre amigos

Traducción de Raquel García Lozano

Madrid, Siruela, 2013, 160 pp.

 Como una epidemia latente, hemos llevado dentro el virus de la diáspora

y lo hemos traído hasta aquí, y ahora está creciendo ante nuestros ojos

una nueva diáspora. Vamos de mal en peor.

Amos Oz, Un verdadero descanso

Cuando lo entrevisté en su casa de Arad en 2007, Amos Oz me dijo que sobre su escritorio tenía dos plumas, una negra y otra azul: un llamado de atención cotidiano para recordarle la distancia abismal que debe haber entre la labor del novelista y la del crítico político. Esa brecha siempre ha sido una ilusión en el caso de Oz. Aun Un cuento (Oz insistió en que se trataba de un cuento cuando le informé que el título se había traducido al español como Una historia…) de amor y oscuridad, el maravilloso libro de remembranzas que le habría asegurado un lugar privilegiado en la historia de la literatura aunque no hubiera escrito nada más, mezcla las dos tintas. En algunas páginas dominan los renglones en azul –el color que se me antoja más para la literatura–, en otras, las líneas negro azabache. En el retrato del kibutz Hulda, que Amos Oz despliega en ese cuento de amor y oscuridad, predomina el tono azul: una visión literaria y romántica. No era para menos. Ahí, en el lugar donde vivió treinta largos años, se despojó del apellido Klausner, que resonaba a shtetl y a diáspora, para adoptar el Oz que lo convirtió de golpe en un sabra israelí; empezó a construir al escritor entre la recolección de manzanas, huevos y largas rondas nocturnas; encontró a la mujer de su vida y cubrió con tierra de silencio la herida que le había dejado el suicidio de su madre.

Los heterodoxos se asoman apenas aquí o allá en el recuento novelado de Oz sobre el kibutz Hulda; estos disidentes que meditan entre sombras sobre la injusticia que implicó el desalojo de los árabes palestinos de sus pueblos en la guerra de 1948 y que ponen en duda los ideales socialistas de los judíos fundadores de los kibbutzim que soñaban con establecer un Estado agrícola que aboliera la propiedad privada y distribuyera a cada quien según sus necesidades. Los heterodoxos con criterios y valores propios eran pocos. “Siempre había excepciones, por supuesto –escribió Oz en Un verdadero descanso, otra larga novela cuyo escenario es un kibutz–, pero las excepciones en los kibbutzim nunca duraban mucho.”

Entre amigos es un libro escrito con tinta negra y algunos dejos de azul, dedicado a las excepciones. Sus habitantes viven en un kibutz imaginario –Yekhat– donde a diferencia de Hulda, un jardinero intocable que colecciona horrores y tragedias a través de la radio para transmitirlos a quien quiera escucharlo, llena de belleza la vida de todos con prados de flores, estanques y árboles. Sin embargo, aquí también, como en Hulda, un comité regula las vidas de todos: desde el posible viaje de un joven a estudiar a Italia, hasta la fugaz visita de otro a su padre enfermo. Sus habitantes se conforman o se ahogan.

Como sucede siempre en estas comunidades tocadas por el anarquismo, el más hábil o implacable llena el vacío de poder y acaba decidiendo por los demás. En Yekhat, David Dagan, el ideólogo que condena como traidor a quien cambie (según la definición de fanático del propio Oz), acaba imponiendo a todos no solo su ideología inmutable, sino su modo de vida que responde nada más a sus amorales impulsos y deseos. Incluyendo a su amigo, Nahum Asherov, padre de la jovencita de diecisiete años que es su último capricho. La imposición de la ideología siempre cobra víctimas entre los más débiles. “Un niño pequeño” es la historia más desgarradora de Entre amigos. Un botón de muestra inmejorable de la destrucción que genera el reino de la utopía.

En Un cuento de amor y oscuridad, Amos Oz fue fiel a las raíces de su historia: recuperó al kibutz Hulda como se congeló en su memoria adolescente, como si hubiera sido ayer. Pero ese ayer eran los años cincuenta. Israel era un pequeño país con un amplio sector agrícola, una nación nueva, asediada y bajo sitio, poblada por refugiados de pogromos y sobrevivientes del Holocausto, que tenía que ser defendida a cualquier precio. Los fanáticos de entonces eran constructores y laicos. En las conmovedoras palabras de uno de esos personajes memorables de Oz (de los que le llevan la contraria porque si no los manda en busca de otro autor, me dijo esa tarde en Arad), los miembros de aquella generación –encabezada por Chaim Weizmann y Ben-Gurión– se dieron cuenta de que los judíos estaban contra la pared del exterminio. Tomaron la vida de todos en sus manos y corrieron con ellos contra ese muro, y milagrosamente salieron del otro lado con una nación entre las manos.

Ha pasado más de medio siglo y ha corrido mucha agua bajo el río. Entre amigos refleja otra realidad. La industria tecnológica de punta domina ahora la pujante economía israelí y los pocos kibbutzim que han sobrevivido se incorporaron a la economía moderna o se convirtieron en imanes para el turismo: reliquias de un proyecto de país que no fue y que, tal vez, nunca pudo haber sido. Tampoco los fanáticos de hoy son los mismos de los años cincuenta. Los de hoy son destructores y mesiánicos. Amos Oz ha dedicado años a desmontar con la palabra –hablada y escrita– los mitos bíblicos de estos ideólogos que son, hoy por hoy, uno de los mayores obstáculos para negociar la paz entre israelíes y palestinos. Tal vez por eso, sobre el mundo de Entre amigos pesa una atmósfera de aire polvoriento, estancado, con sabor a cardos calcinados. Una sombra que se desprende de las colinas que dominan al kibutz: de las ruinas abandonadas del pueblo árabe de Dir Ajlun. ~

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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