Algunos libros nunca están a la altura de sus memorables títulos. Otros sí, pero no del modo en que podrían haber previsto sus autores. La traición de los intelectuales de Julien Benda, una intervención esencial de los debates del siglo XX sobre la responsabilidad intelectual, pertenece a la segunda clase. Arrojado a las agitadas aguas de la política europea entre las dos guerras mundiales, todavía flota hacia la orilla cada década más o menos, atrayendo a los lectores con su emocionante llamamiento a una vida intelectual independiente, libre de las seducciones del poder y la autoridad. Es una lectura esencial. Desde que el libro se publicó en 1927 su argumento ha sido retomado por escritores de tendencias políticas muy diferentes en circunstancias históricas muy distintas. En la década de 1930 intelectuales comunistas denunciaban a sus homólogos fascistas como traidores a la verdad; los liberales presentaron el mismo cargo contra comunistas y compañeros de viaje durante la Guerra Civil española, para encontrarse luego ellos mismos en el banquillo, acusados por progresistas, conservadores y ahora populistas. La traición de los intelectuales es uno de esos libros que sirven como una lente para discernir el presente y como un espejo que refleja la imagen de los que apelan a él.
Nuestro siglo se llamará con justicia el siglo de la organización intelectual del odio político: con esa frase reconocemos a Julien Benda como nuestro contemporáneo. Los odios que tenía en mente –basados en la raza, la nación y la clase– son de nuevo los nuestros. Cuando escribió La traición de los intelectuales, la violencia alimentada por una prensa hiperpartidista era común en Europa entre facciones radicales rivales a las que solo unía su desprecio al liberalismo y la democracia parlamentaria. En Francia la fuerza política más potente era la antisemita Acción Francesa, el movimiento social monárquico cuyo diario era ampliamente leído entre las élites y servía de micrófono para el racismo elocuente de su fundador Charles Maurras y escritores nacionalistas como Maurice Barrès. El diminuto Maurras era cualquier cosa antes que un luchador callejero. Inventó lo que se podría llamar la monserga antiintelectual, que se puede definir como un ataque implacable a la clase intelectual, por defectos de los que el autor es milagrosamente inmune. En 1905 Maurras publicó un panfleto titulado El futuro de la inteligencia (L’avenir de l’intelligence), que retrataba a los intelectuales de Francia como una casta desclasada que había perdido su influencia en la era del capitalismo y de la democracia de masas, y que ahora obtenía su venganza volviéndose contra su padre y convirtiéndose en marioneta de los intereses judíos y alemanes. Al declarar que los escritores y periodistas eran traidores raciales, Maurras, de manera no muy sutil, colocaba dianas en su espalda.
Dos décadas más tarde, Julien Benda, un hombre de izquierdas, publicó su brillante respuesta a Maurras y le dio la vuelta a la acusación de traición. El núcleo del libro, como en el panfleto de Maurras, es un retrato muy idealizado de la vida intelectual europea desde la Edad Media hasta la Revolución francesa. Benda imaginó una clase honorable de pensadores sin ataduras políticas, que durante siglos solo se habían fijado en los ideales eternos de verdad, justicia y belleza. Los llamaba les clercs, una vieja palabra para escriba que conserva una connotación eclesiástica. Algunos de esos clercs eran santos (Tomás de Aquino), otros eran poetas (Goethe), otros filósofos (Descartes), otros artistas (Da Vinci) y algunos científicos (Galileo). Compartían la idea de una vocación trascendente y un compromiso de protegerla frente a la extensión del poder y la necesidad. No eran ingenuos; reconocían que el poder y la necesidad presentan exigencias, y a veces debemos inclinarnos ante ellas. Pero nunca confundieron la necesidad con la verdad y la justicia. Ni siquiera Maquiavelo, que enseñó a su Príncipe el uso estratégico del mal para conservar el gobierno, dijo que el mal fuera bueno, solo necesario, nos recuerda Benda.
En la versión de Benda, esta clase de intelectuales se transformó en el siglo XIX bajo la influencia del romanticismo y del historicismo, que los llevó a pensar que su tarea era dar forma al mundo, no solo entenderlo. En la estela de la Revolución francesa el estricto gobierno de la razón parecía algo irrisorio comparado con la energía, la emoción, el avance de la historia y la evolución de la especie. Si la existencia es solo una niebla de puro devenir, la tentación es entrar en su flujo y participar en el proceso, doblegándolo si se puede. El valor de una idea en ese proceso es su efectividad, no su verdad atemporal. Y el poder, sea el del genio creador, el del líder, la raza, la nación, una clase o un movimiento, se convierte en un ídolo. Al abandonar su distancia crítica con respecto a lo mundano, los intelectuales modernos de la izquierda y la derecha se convirtieron en moralistas del realismo, cargaba Benda, la milicia espiritual de lo temporal, conduciendo a las masas hacia el próximo fin histórico. La derrota del escriba comienza en el punto en que reclama ser práctico. En cuanto afirma que tiene en cuenta los intereses de la nación o de las clases establecidas, ya está –inevitablemente– vencido. La flecha lanzada contra Maurras alcanza aquí su objetivo, y el llamamiento a servir a la verdad, la justicia y la belleza puede oírse de nuevo.
Es un relato cautivador e inspirador. Tan cautivador que el lector casi olvida que La traición de los intelectuales es en sí una poderosa polémica destinada a tener un efecto práctico. El libro es más extraño de lo que parece a primera vista. Después de todo, si a Benda solo le hubiera preocupado vivir la vida clerical, podría haber seguido simplemente con ella. En vez de eso, elabora un argumento práctico contra lo práctico, un argumento comprometido contra los compromisos políticos.
El misterio se vuelve más profundo cuando consideramos el arco de los compromisos intelectuales y políticos de Benda con el paso del tiempo. Su vida se extendió a lo largo de un periodo terrible de la historia europea, desde justo antes de la guerra franco-prusiana de 1870 hasta el fallido levantamiento húngaro contra la ocupación soviética de 1956. No se ahorró ninguna de las estaciones de la cruz. En el cambio de siglo se había hecho visible por sus apasionados escritos en defensa de la causa de Dreyfus, y luego se volvió igual de apasionadamente antialemán en la Primera Guerra Mundial. Tras la publicación de La traición de los intelectuales, donde defendía el alejamiento de la política, cambió de opinión durante la Guerra Civil española, argumentando que los intelectuales debían ponerse del lado de los republicanos y hacer oídos sordos ante cualquier atrocidad que pudieran haber cometido. Luego se movió más a la izquierda, y se convirtió en un destacado antifascista con simpatías comunistas (aunque consideraba el marxismo una estafa).
Cuando París cayó ante los alemanes en 1940, Benda, un judío, fue perseguido por los nazis, se escondió en Vichy con ayuda de la Resistencia francesa y escapó por los pelos a la detención y una muerte casi segura en 1944. Después de la guerra, la suya fue una de las voces más ruidosas a la hora de llamar a la ejecución de los colaboradores de los nazis, incluyendo a algunos escritores e intelectuales. Su odio hacia ellos se volvió legendario. Mientras la Unión Soviética intensificaba su control de Europa Oriental, Benda se escabullía. De manera particularmente vergonzosa, justificó el juicio espectáculo y la ejecución del ministro de Exteriores húngaro László Rajk en 1949 por acusaciones falsas de espionaje y una confesión forzada, mientras proclamaba su inalterable adhesión a los principios elevados de La traición de los intelectuales.
La hipocresía es demasiado universal para ser interesante. Además, un libro no pierde nada de su valor si el autor traiciona su mensaje; en todo caso, el mensaje se refuerza. En el caso de Benda, sin embargo, hay más coherencia entre la vida y la obra de lo que a primera vista podría parecer. Cuanto más atentamente lees La traición de los intelectuales, más claro resulta que el escriba ideal de Benda no es un mero guardián del templo de la verdad. Es, en virtud de su propio alejamiento de la vida política, su único juez legítimo. Benda quiere convencernos de que una visión clara y desinteresada de la realidad política y moral solo se puede alcanzar desde arriba, no en el medio de las cosas. Luego afirma quedamente –este es el paso decisivo– que les clercs que alcanzan esta visión tienen una responsabilidad de revelar la verdad y defenderla en público. Hay un sutil cambio en La traición desde la imagen del intelectual como servidor de la verdad hasta la del intelectual como representante de la verdad –una vocación profética y no clerical.
El reino del profeta político sigue sin ser de este mundo. No tiene un plan práctico de lo que se debe hacer, solo tiene un ojo agudo para la falsedad, para las abominaciones morales, para lo que no se debe hacer en absoluto. Donde se cuenten mentiras y se practique la crueldad, donde se violen los derechos, el intelectual responsable debe, como decimos irreflexivamente, decirle la verdad al poder. Luego su trabajo ha terminado. En cuanto a derrotar a los mentirosos en la batalla, crear leyes para castigar a los crueles y construir instituciones para proteger los derechos: bueno, hay gente para eso. Y, si se quedan cortos, también serán juzgados.
Desde esta perspectiva, La traición de los intelectuales es el acto de un escriba responsable por antonomasia. Benda simplemente ha cogido el látigo y ha echado del templo a los prestamistas y a las putas para que se pueda oír a los verdaderos profetas. Los verdaderos héroes de La traición de los intelectuales, resulta, no son los tipos monásticos en sus celdas con sus manuscritos, brújulas y telescopios. No son santo Tomás, Leonardo da Vinci, Galileo o Descartes. Son más bien aquellos que en un momento histórico crítico presentaron la protesta, el resonante ¡NO! que todavía vive en nuestras memorias. Lo que Benda más admira en Montaigne, por ejemplo, no es su escepticismo o su estilo, es su denuncia de la quema de brujas y su exposición del absurdo del colonialismo; en Montesquieu, la condena de la esclavitud; en Voltaire, la campaña para exonerar al protestante Jean Calas del asesinato de su hijo; en Zola, el j’accuse que acabaría por liberar al capitán Dreyfus. Fueron todos valientes actos de protesta intelectual y tuvieron efectos reales. Ya no se quema a las brujas, la esclavitud ya no es legal y al final Dreyfus fue liberado. En una obra anterior, Benda escribió que la razón es revolucionaria en su esencia precisamente porque es universal, mientras que el orden social siempre es autointeresado, parcial. Esos ejemplos muestran por qué la verdad es una amiga de la justicia. Uno no le dice la verdad al poder simplemente para limpiar su conciencia o mantener a los ministros relevantes informados. Lo hace en un contraejercicio de poder, por débil y condenado al fracaso que se esté. Y a veces esto tiene efectos revolucionarios.
Pero todo poder, incluso el poder de la verdad, viene con responsabilidades temporales, en particular la responsabilidad de tener en cuenta las consecuencias potenciales de actuar a partir de esa verdad. Hay casos en los que terminar con una abominación moral implica costes morales desdeñables. Son escasos. El caso moral habitual en la vida política se parece más a las guerras de Yugoslavia de los años noventa, una pesadilla de intereses encontrados y abominaciones recíprocas. Sobre la cuestión de la responsabilidad de los profetas en esas situaciones, Benda no tiene nada que decir.
Una vez que le hemos dicho la verdad al poder, una vez que queda expuesto y frustrado, el poder no se marchita y muere. Hay una pelea por recuperarlo, a partir de la cual nuevos vencedores tienen poder sobre los nuevos vencidos, y nuevos abusos se vuelven posibles. ¿Qué debe hacer por tanto el clarividente escriba de Benda? Para ser consistente, debe comprometerse a gritar el mismo ¡NO! en el mismo volumen cada vez que ocurre una transgresión, sin actuar. Es una posición absurda (aunque uno puede imaginar una buena película de Bergman con ese clérigo sueco). En vez de eso, lo que ocurre con más frecuencia es que en un momento histórico concreto –y, para algunas personas, siempre estamos en ese momento– las injusticias de un lado parecerán tan grandes que luchar para derrotarlas le parecerá al profeta el único imperativo, no importa lo que ocurra después. Esto es psicológicamente comprensible: un crimen moral en la mano siempre pesará más que ciento volando. Pero una cosa es inclinarse ante la necesidad y cierto abuso de poder puede ser necesario para evitar uno mayor. Otra cosa es convencerse después, como han hecho tantos intelectuales en la historia moderna, de que la monstruosidad del statu quo transubstancia cualquier mentira en una verdad y cualquier crimen contra él en un acto moral. Implica que, si lo vemos desde la perspectiva correcta, los que cuentan esas mentiras y perpetran esos crímenes son los que tienen las manos más limpias. En este momento la definición de decir la verdad al poder se convierte en exoneración.
Esta forma de pensar es, por supuesto, una trampa moral y política, y Julien Benda cayó en ella en la década de 1930, para no escapar nunca. Diez años después de su tributo en La traición de los intelectuales a la devoción intelectual desapasionada por lo verdadero, lo bueno y lo hermoso, podía escribir sobre las atrocidades cometidas por los comunistas durante la Guerra Civil española:
Digo ahora que el escriba debe tomar partido. Debe escoger el lado en que, si amenaza la libertad, al menos la amenaza para dar de comer a todos los hombres, y no por el beneficio de los explotadores adinerados. Escogerá el lado donde, si debe matar, matará a los opresores y no a los oprimidos. El clérigo debe tomar partido por este grupo de hombres violentos, porque debe elegir entre su triunfo y el de los demás. Les dará [a los comunistas] su firma. Quizá su vida. Pero conservará el derecho de juzgarlos. Mantendrá su espíritu crítico.
Benda nunca recuperó por completo el suyo.
La traición de los intelectuales sigue siendo un llamamiento inspirador, casi religioso, a la vida intelectual independiente, es un libro de valor duradero. Pero también ofrece lecciones involuntarias sobre lo fácil que es deslizarse desde esa vida hacia una de compromiso profético con fuerzas que uno no comprende. Los fracasos del libro muestran por qué decir la verdad al poder es más tenso y complejo de lo que suelen creer los que llevan los megáfonos. Tomemos estos dos pasajes de un libro, por lo demás bien meditado, de Edward Said, Representaciones del intelectual:
Es un espíritu de oposición, más que de acomodación, lo que me atrapa, porque el romance, el interés, el desafío de la vida intelectual es encontrarte en desacuerdo con el statu quo.
El intelectual siempre tiene la opción de ponerse del lado del más débil, el peor representado, el olvidado o ignorado, o ponerse del lado del más poderoso.
La imagen de la política que viene a la mente es la de un castillo enorme y sin ventanas rodeado de un foso, con campesinos enfadados en el exterior quemando antorchas, luchando para entrar. Es una imagen dotada del romanticismo que Said menciona y parece contar una historia sencilla: un poder inherentemente injusto explota a los que carecen de él, que tienen de su lado a la verdad y la justicia. La historia está llena de ejemplos de este drama básico. Pero también está llena de ejemplos como el asalto al Capitolio en enero de 2021, cuando cientos de los olvidados o ignorados, en desacuerdo con el statu quo, intentaron revertir una elección legal. En este caso el poder era legítimo y los que carecían de él difundían mentiras sobre injusticias imaginarias. No hay nada a priori justo o razonable en los parias de la tierra.
Pero hay un problema más profundo en esta imagen de la política, que es básicamente medieval. Traslada una idea del poder como algo monolítico, cerrado, nada comunicativo, siempre defensivo. Y los campesinos no tienen voz en sus operaciones salvo la resistencia. Nunca fue cierto en la Edad Media, y sin duda no lo es en las democracias modernas. No hay una sola “élite del poder” que mande en el castillo. Los poderes económicos, políticos y culturales son diferentes, los ejercen personas distintas y grupos e instituciones en momentos distintos, y sus intereses nunca están totalmente alineados. Trabajadores, votantes y consumidores tienen voces y deben en cierto modo ser abastecidos si algo ha de funcionar. Hoy pueden sentir que tienen menos poder que en el pasado, pero no es porque el poder se haya unido contra ellos; es porque el poder se ha vuelto tan disperso y descentralizado a través de la globalización que es más difícil que alguien lo movilice para alcanzar cualquier fin colectivo. Cuando el estado de cosas resultante es injusto, aparece un impulso moralmente admirable de protestar, de gritar ¡NO! Uno no quiere perder nunca la capacidad de decir esa palabra. Pero ¿luego qué? ¡Combate el poder!Vale, pero necesitamos tener su dirección antes. Una de las muchas paradojas de las manifestaciones de Occupy Wall Street en 2011 es que Wall Street ya no vive en Wall Street. Vive en servidores y bunkers con aire acondicionado por todo el globo, ocultándose lo mejor que puede de toda responsabilidad. Y nadie sabe aún cómo domesticarlo.
Said idealiza a los intelectuales independientes proféticos, que contrasta con los que cree que han sido “cooptados” por instituciones como empresas, el ejército, incluso partidos políticos –aparentemente inconsciente de que no hace otra cosa que invertir el viejo mito derechista, cultivado por figuras como Maurras, que dice que esas instituciones han sido cooptadas por corruptos intelectuales modernos–. Es llamativa la importancia que tiene la cooptación en su libro y el de Benda, y lo ausentes que están las ideas de compromiso recíproco y sinceras diferencias de opinión. La vida democrática es relativamente abierta y necesariamente dialógica. Los profetas no asisten a reuniones, los demócratas sí. Hablamos, habla otro, se dan razones, se examinan pruebas, a veces se forma un consenso. Como argumentó tan poderosamente John Stuart Mill en Sobre la libertad, la verdad en política no se nos entrega desde arriba para que a continuación podamos poner al mundo de rodillas. La descubrimos juntos, o intentamos descubrirla, a través de la investigación y el debate. Incluso cambiamos de idea a veces –precisamente porque queremos la verdad y queremos defenderla–. Por eso mantener normas para el debate y la discusión abiertos es tan importante en las democracias. La alternativa es una plaza pública llena de profetas que compiten entre sí, cada uno con su propia claridad moral, y bandas de seguidores embriagados con la idea de que sus adversarios cooptados son traidores contra la verdad y la justicia.
Muchos de nosotros sentimos nostalgia de la claridad moral y nos aferramos a historias exentas de ambigüedad que hablan de injusticia y resistencia como si se tratara de las tablas de un barco que se hunde. Es comprensible porque el mundo en que nos encontramos es a la vez cruel y oscuro. Pero la verdad es que la nuestra es una época en que los profetas desde su puesto en alto ven menos que los de abajo, quienes, entre la niebla, tantean con sus bastones, avanzando paso a paso. Recordemos la primera generación de revolucionarios rusos, que sintieron un bajón enorme después de que el zar fuera depuesto y la guerra civil hubiera llegado a su fin. Hasta ese momento, sus vidas habían consistido, por parafrasear a Dostoievski, en comer rábanos y escribir denuncias. De pronto tenían que enterarse de la situación real de su gigantesco país y la maquinaria de Estado que heredaron. Como muestran sus memorias, muchos cayeron en depresiones cuando intentaban desempeñar sus nuevos papeles. No se puede hacer otra cosa que compadecerse de ellos. Cuando se va el romance, las instituciones pintan gris sobre gris. Pero con ellas se aprende una lección valiosa: alcanzar la claridad moral es un trabajo que dura toda la vida y no podemos hacerlo solos. ~
Traducción del inglés de Daniel Gascón. De la introducción a The treason of the intellectuals (Eris, 2021).
(Detroit, 1956), renombrado ensayista, historiador de las ideas y profesor de la Universidad de Columbia, es colaborador frecuente de The New York Review of Books y The New York Times. Su libro más reciente es El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad (Debate, 2018).