Los equívocos del liberalismo

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Miguel Ángel Cortés y Xavier Reyes Matheus

Era cuestión de ser libres. Doscientos años del proyecto liberal en el mundo hispánico

Madrid, Turner, 2012, 122 pp.

 

Aunque solo fuera desde un punto de vista histórico, los liberales deberían estar contentos. Tras un siglo de guerras, matanzas e ideologías totalitarias, la democracia liberal se ha convertido en el único sistema de organización política aceptado en Occidente. Incluso en lugares donde parecía que iba a ser particularmente difícil de implantar –muchas partes de Latinoamérica o, por qué no, España hasta hace relativamente poco– los partidos alternantes, las elecciones limpias, la igualdad ante la justicia y el respeto por los derechos humanos se han ido asentando al punto de que hoy el liberalismo, entendido en un sentido amplio, simplemente no tiene alternativas serias. Ciertamente, en casi ningún país occidental existe un partido liberal con opciones de gobierno, pero en mayor o menor medida, todos los partidos mayoritarios europeos y americanos de izquierdas o derechas (regímenes autoritarios al margen, por supuesto) han asumido los principios básicos del liberalismo.

Sin embargo, “liberal” o “liberalismo” siguen siendo palabras mal comprendidas. Después de siglos de gran filosofía política, de décadas paseando lo aprendido de Stuart Mill o Berlin o de años tratando de hacer ver que el pensamiento liberal defiende básicamente la derogación de los privilegios y el aumento de las libertades individuales, aún es relativamente frecuente la confusión del liberalismo con el neoliberalismo (signifique eso lo que signifique), con el conservadurismo (que a veces es liberal, pero no tiene por qué) o, si la cosa se enciende, con el fascismo (¡!). Esto es sin duda caricaturesco, pero a pesar de ello el malentendido persiste y está bien instalado.

Era cuestión de ser libres. Doscientos años del proyecto liberal en el mundo hispánicoes un intento más de deshacer este equívoco, y es especialmente interesante porque trata de hacerlo desde la tradición hispánica, la que se sintetizó en la Constitución de Cádiz de 1812 y desde entonces, con suerte dispar, ha tratado de modernizar España y la América de habla española. Partiendo de un punto inexcusable –que el discurso religioso es sin duda valioso, pero que “lo que toca a las doctrinas políticas, en cambio, cae del lado del más acá, en el mundo visible en el que se relacionan las personas vivas”–, Cortés y Reyes Matheus van explicando las pretensiones de los liberales hispánicos de ayer y de ahora.

Los pioneros, cuentan, deseaban sacudirse el absolutismo, el fanatismo católico y, en general, las arbitrariedades de los malos gobiernos. Así lo explicaba un oscuro texto escrito a finales del siglo XVIII de un desconocido levantino llamado León de Arroyal, recuperado felizmente aquí por los autores:

[…] nuestros tribunales apenas sirven para lo que fueron creados; los cuerpos del derecho se aumentan visiblemente, y visiblemente se disminuye la observancia de las leyes; la demasiada justificación hace retardar demasiado las providencias justas […] El erario está empeñadísimo y, si no se aligeran las cargas, cada día lo estará más; la suprema autoridad está repartida en multitud de consejos, juntas y tribunales, que todos obran sin noticias unos de otros […] Yo comparo nuestra monarquía, en el estado presente, a una casa vieja sostenida a fuerza de remiendos, que los mismos materiales con que se pretende componer un lado, derriban el otro, y solo se puede enmendar echándola a tierra y reedificándola de nuevo, lo cual en la nuestra es moralmente imposible.

Más o menos radicales, pero en cualquier caso no revolucionarios a la francesa, los primeros liberales hispanos querían que la soberanía residiera en los ciudadanos y no en el rey, separación de poderes y sufragio (por aquel entonces, solo masculino), exigían que todos los ciudadanos pudieran crear un negocio –“una industria”, se decía–, expresar libremente sus opiniones por escrito y garantizar sus propiedades. Sin embargo, “como todo el mundo sabe –dicen los autores– [la Constitución de Cádiz no fue] un happy ending para los reclamos del fenómeno liberal. Tampoco podía darlos por conseguidos el resto de Europa”, que, sobre todo en el continente, se hundió en el confuso siglo XIX. El siglo XX, pese a momentos de esperanza, no fue mucho más luminoso: fascismo, comunismo, franquismo en España, dictaduras de uno y otro signo en América Latina.

Los liberales actuales de Occidente quizá se enfrenten a formas más atenuadas del mal, pero no por ello, repiten los autores con insistencia, deben bajar la guardia. El nacionalismo, las formas más radicales de multiculturalismo, un buenismo de apariencia liberadora que sin embargo vulnera los derechos individuales, el exacerbado intervencionismo económico de los gobiernos: todos estos y otros riesgos corren hoy, en el plano político, las sociedades democráticas –por no hablar de las dictatoriales como Cuba o las populistas como Venezuela–. Pero además de eso, afirman, las bases de nuestra cultura están en riesgo no ya solo por las filosofías blandas del posmodernismo, sino también por una proliferación tecnológica –la consabida hiperconexión a 140 caracteres– que puede desdibujar el liderazgo político y la transmisión de ideas complejas. Consecuencia de ello es, a su modo de ver, la insustancialidad de un movimiento como el de los indignados, que “ha demostrado carecer de todas las ventajas de la democracia representativa y adolecer de todos sus vicios”. Por mucho que se intente, sin reglas claras, jerarquía y programa es imposible aglutinar un movimiento político efectivo. La libertad necesita normas.

“Este libro […] se escribe con el deseo de que las reflexiones a propósito de nuestra empresa liberal no se queden en un puro ejercicio de erudición”, afirman Cortés y Reyes Matheus. Sin duda, Era cuestión de ser libres es un ejercicio de erudición pulcra y concreta, pero también es en todo momento útil para lo que ahora vivimos, desde una crisis económica brutal –los autores reconocen las grandes fallas de nuestro sistema financiero, pero también apuntan a nuestra juerga fiscal– hasta una desoladora falta de liderazgo político que hace que Europa lleve años dando tumbos. Sin embargo, hay también algo importante en Era cuestión de ser libres que, probablemente sin que los autores lo tuvieran en mente, me ha llamado la atención: su amplio repaso de las ideas liberales españolas de gente como Blanco White, Jovellanos u Ortega, y las de otros grandes liberales como Montesquieu, Constant o nuestro contemporáneo argentino Sebreli, demuestra a las claras que hacer filosofía política liberal es algo más fácil que hacer política, tout court, liberal. ¿Cómo si no tantas buenas ideas han tenido tantísimos problemas para traducirse en obra de gobierno?

Decía al principio que el liberalismo, como forma de organización social, ha triunfado, y que los grandes partidos occidentales han asumido en sus programas al menos una parte del pensamiento liberal –los autores no están de acuerdo con esto, y creen, yo diría que con cierta exageración, que la izquierda española es completamente impermeable al liberalismo–. Pero al mismo tiempo, resulta evidente que cuando los partidos que parecieran más proclives al liberalismo han llegado al poder, raramente han sido capaces de hacer políticas realmente liberales, y casi nunca han logrado llevar a cabo las reformas que, ya en el siglo XVIII, pedía León de Arroyal para dinamizar los Estados. Naturalmente, es más difícil transformar una inmensa burocracia que escribir un buen libro. Pero al mismo tiempo eso debería hacernos pensar –y Era cuestión de ser libres ayuda sin duda a ello– si el liberalismo no corre también el peligro al que han sucumbido otras ideologías más doctrinarias como la socialdemocracia, el ecologismo o el conservadurismo: la complacencia con las ideas propias, el deleite con palabras que suenan muy bien pero raramente logran traducirse en hechos, el contraste entre bellos planes y poca osadía. Son tiempos difíciles para defender el libre mercado y un Estado prudente, y sin duda Era cuestión de ser libres es un valiente y razonado alegato de esas y otras causas justas. Ahora, sin embargo, nos queda convencer a nuestros gobernantes –no solo los españoles, sino los de todo Occidente– de que la causa de la libertad individual merece ser defendida en los gobiernos –en el plano económico, en el moral, en el sexual, en el religioso– con el mismo fragor con que lo hacemos en los papeles y las pantallas. Este es un buen paso, y más cuando uno de los coautores es un político, pero hay que ver cómo este puñado de ideas nobles pueden ser puestas en acción. ~

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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