Después de la transición, de José Woldenberg

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Después de la transición reúne los artículos de José Woldenberg en el diario Reforma. Los nuevos retos, asevera el autor, no están en la esfera electoral, sino en la gobernabilidad. El gran logro del periodo precedente fue edificar un escenario institucional para que la diversidad política pudiera expresarse, competir y convivir de manera pacífica. No fue un mero cambio electoral. Las nuevas reglas despojaron al Presidente de la República de su papel decisivo en la transmisión del poder y en la mediación de los conflictos, transformando así el sistema vertical y autoritario en uno basado en reglas, organizado y arbitrado por instancias autónomas.

El problema ahora es asegurar que el nuevo sistema disminuya la pobreza y la desigualdad, caldo de cultivo de reacciones contra la democracia. Una porción sustantiva de la población valora más al “líder fuerte” que a los políticos obedientes del estado de derecho. La sociedad mexicana presenta enormes franjas intolerantes y discriminatorias contra las mujeres y todo lo que parezca diferente. Si los gobiernos no encaran estos retos como prioritarios, la democracia podría naufragar.

Sectores de la clase política y la opinión pública son impacientes ante la relativa ineficiencia del nuevo sistema y desean restaurar una Presidencia fuerte. No han entendido que la distribución del poder con un presidente sin mayoría parlamentaria llegó para quedarse. La creación de mayorías en el Congreso seguirá siendo una tarea posterior a la elección, no anterior a ella, para lo cual se requiere introducir “alguna fórmula de parlamentarismo”.

El punto fuerte del autor es subrayar la indigente conciencia democrática de muchos, aquellos dispuestos a seguir “líderes fuertes” hasta el abismo. Pero falla al apreciar el movimiento estudiantil de 1968 como piedra angular de la transición, pues resulta evidente que muchos líderes y herederos de ese movimiento están a la cabeza de la reacción antidemocrática.

Los desafíos del presente mexicano, compendiado por el mismo Woldenberg con Enrique Florescano y Francisco Toledo, incluye un alegato de Rolando Cordera contra la desigualdad, fenómeno que ha tomado carta de naturalización como condición del gobierno cotidiano, expresión cultural que modula los reflejos colectivos de la conducta social. La desigualdad propicia una doble alienación: de las masas respecto de los grupos dirigentes, y de éstos respecto de la nación. La política económica aumenta la concentración de la riqueza, mientras la democracia normativa transcurre indiferente, aunque resiente su efecto en su discurso en forma y fondo.

No puede haber poderío exportador sin mercado interno robusto, y éste no puede prosperar sin cambiar la estructura de la distribución para propiciar un crecimiento alto del producto y el empleo. El estado está emplazado a corregir las fallas del mercado para generar empleo. Hacen falta una reforma fiscal distributiva y, sobre todo, una reforma intelectual y moral que sensibilice a la opinión pública y la clase política del verdadero problema. El peligro no está en los líderes “populistas”, sino en la elites atrincheradas en su privilegio.

Para Cordera, el movimiento estudiantil del 68 fue el primer gran desafío a la desigualdad, “al menos así lo interpretó Luis Echeverría”.

Pero una cosa es Echeverría y otra el movimiento estudiantil. El de 1968 fue un movimiento de un sector de la clase media que ya tenía algo y por eso quería más, sobre todo libertad, pero no lo expresó con claridad y fue conducido con dogmatismo y torpeza. La lucha contra la desigualdad no nació en el 68; es una saga intermitente de trabajadores del campo y la ciudad a lo largo de la historia.

En el mismo volumen José I. Casar interpreta la acción económica del gobierno como un esfuerzo por compensar las fallas del mercado desde el decenio de 1940. Pero a partir de los años ochenta las fallas del mercado desaparecieron del pensamiento económico y sólo quedaron las fallas del gobierno. Ocurrió que el papel económico estatal superó la capacidad del gobierno para controlar el sentido de su intervención. El populismo de Echeverría y López Portillo fue un intento contraproducente de proseguir esa ruta.

Al enfatizar las fallas del gobierno y las virtudes de la libre competencia, el nuevo consenso adoptó la estabilización económica como condición del crecimiento, pero sus resultados son decepcionantes. Aunque las reformas son deseables en sí mismas, su efecto en el crecimiento es difícil de medir. La política fiscal, orientada a la estabilidad, resulta procíclica: el déficit fijo expande el gasto en periodos de crecimiento, pero contrae la demanda en periodos recesivos.

Las reformas de “segunda generación” pueden mejorar las condiciones de inversión en los renglones probadamente redituables, no así en nuevas actividades, las que deberían ser estimuladas. El crecimiento debe anteceder a las reformas, pero no hay un esquema institucional único para desatarlo. Hace falta jerarquizar las reformas porque son costosas y no todas rinden igual. Quizá la más promisoria sea la que vincule la estabilidad macroeconómica a diversas configuraciones de precios de tipo de cambio, salarios y tasa de interés reales.

Carlos Monsiváis, por una parte, acomete una vez más los paradigmas y fenómenos culturales. Por desgracia, la adjetivación de su objeto (“torrencial, reiterativo, desigual y múltiple”), invade su propio enfoque. En su vasta enumeración de fenómenos culturales, uno siente falta de oxígeno y jerarquía conceptuales. Si el autor se diera tiempo para revisar su lluvia de ideas, mitigaría excesos e incongruencias como los siguientes: internet “acentúa la concentración social de las desventajas”, pero también es “el medio más importante de difusión cultural [porque] acrecienta el número de los que no precisan de intermediarios (…), provoca que (…) se lea como nunca antes [y] auspicia generaciones de lectores…” En este punto, uno piensa que el autor ya entró en vena, pero no: la globalización de la cultura y las artes es obstaculizada por “el imperio de los medios electrónicos”. Ya estaba uno creyendo que internet era parte de ese imperio.

Si sólo meditara sus propias ideas, el autor podría dar nivel a sus afirmaciones. Por ejemplo: en el siglo XX mexicano “se produce la revolución cultural, felizmente no llamada así”.

¿Por qué emplear esta expresión si la sabe desafortunada? Incurre en arbitrariedades como ésta: “Se urbaniza el país y (…) en el proceso interviene el antiintelectualismo”. ¿Tiene que ver este complemento con la idea principal? Postula una idea irrefutable: “En México, los prestigios literarios suelen ser por fe y no por demostración.” Nuestra fe en el autor se mantiene.

José Antonio Aguilar aborda el tema no menos elusivo de la identidad nacional. Afirma que el siglo xx mexicano fue racista al privilegiar, por un lado, el componente indígena y, por otro, el mestizaje. El énfasis en un aspecto u otro, dice, es reaccionario. Los primeros indigenistas exaltaron el componente indígena porque la democracia liberal del XIX lo marginaba. Al final del siglo XX, unos intelectuales urbanos radicalizaron el indigenismo y otros exhumaron el expediente mestizo abierto por ciertos positivistas al inicio del siglo.

Conclusión: abandonemos la definición racial de la identidad y restauremos el principio ciudadano de los primeros liberales. Aguilar se apoya más en teorías que en hechos. Cierto, el énfasis en el mestizaje es una reacción a la propaganda indigenista, pero aduce datos difíciles de impugnar. Combate la extrema reivindicación racial con datos mestizados (café con poca leche), pero no es racista, pues el mestizaje es, en sí mismo, una refutación de la pureza racial. Desde luego, Aguilar está en lo correcto al fincar la identidad nacional en la ciudadanía.

Los desafíos… incluye un ensayo de Adrián Acosta sobre el deterioro de la educación. Su argumento de que la descentralización educativa dispersó la responsabilidad en la materia y potenció el poder del sindicato de maestros, ilustra la crisis de Oaxaca. El discurso del senador Javier Corral contra la “ley Televisa” destaca el desmesurado poder político de los medios, pero no examina la realidad económica del fenómeno. Julio Frenk explica las bondades del seguro popular. El profesor José Sarukhán presenta los retos ambientales.

México ante el mundo, coordinado por Luis Herrera-Lasso, reúne ensayos de política exterior que constatan la confusión del gobierno en la materia. No podría ser de otra manera en un contexto en que la potencia única tiende a imponer su interés sobre el resto del mundo. La única política exterior posible es el contragolpe: aguardar y responder los embates. Destaca el ensayo de Jorge Alberto Lozoya, que abarca desde temas geopolíticos y económicos hasta la vida cotidiana del siglo XXI, con estilo ágil y solvente.

Francisco Suárez Dávila presenta un diagnóstico y retos de política económica exterior bien informado. Está en línea con las reformas del mercado, pero admite matices tricolores según condiciones de desigualdad nacional. Jorge Tello Peón aborda la seguridad nacional desde la entraña burocrática. Reitera la prevalencia del desconcierto y sugiere que los funcionarios están más preocupados por su seguridad personal que por aquella bajo su responsabilidad. Aceptan crear un perímetro de seguridad con Estados Unidos “para obtener concesiones”, no para combatir amenazas reales. ~

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(Santa Rosalía, Baja California Sur, 1950) es escritor y analista político.


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