El gozo del no-saber

Lo diferente. Iniciación en la mística

Hugo Hiriart

Literatura Random House,

Ciudad de México, , , 2021, 196 pp.

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No sé en qué parte de China hay un puente de vidrio sobre un abismo inmenso. Es breve y transparente, como el libro más reciente de Hugo Hiriart. Uno puede cruzar el puente sin mirar abajo y queda el placer de haber cruzado. Pero asomarse al abismo sobre el cual camina uno es una experiencia distinta. Quienes admiramos la obra de Hiriart podemos celebrar un libro nuevo, pero este es algo más, para quien incurre en el absurdo de la fe. Algo, en el vuelo espiritual, es goce puro y testimonio del asombro, pero el ancla de la razón no puede sino atestiguar que carecemos de alas y que el vuelo es imposible.

De entrada, Hiriart decidió guillotinar dos preguntas: “¿Existe Dios?” y “¿Crees en Dios?” Si no decapita esas dos cuestiones, se habría tenido que alargar en filosofía y regresar a los caminos que otros recorrieron con fama, pero sin suerte. Las pruebas de la existencia de Dios son catedrales de la lógica, pero en el aire. Hasta Bertrand Russell pudo admirar la belleza del argumento de san Anselmo, a la vez que su futilidad. Lo mismo con Tomás de Aquino, que no convence a Hiriart, por lo mismo que Anselmo no convirtió a Russell: no es por el lado de la lógica, ni por la racionalidad, ni se puede demostrar nada. Su camino es más afín al de Agustín de Hipona y a sus necesarios antecesores. Esa tradición, honda para el creyente, buffa para el ateo, que inicia con Pablo de Tarso, cuya fe era “escándalo para los judíos, locura para los gentiles”, y que llega a su paradoja en la glosa a Tertuliano: credo quia absurdum: “creo porque es absurdo”, que es paráfrasis, y certum est, quia impossibile, “es cierto porque es imposible”, que sí lo dijo, tal cual, Tertuliano. Y con esto el libro deja claro que no se va a meter en religiones establecidas, ni en iglesias, ni nada que competa a las formalidades e instituciones. Lo suyo es la experiencia religiosa, el rezo, la contemplación, el estrujamiento de lo numínico (con Rudolf Otto), la presencia del mysterium, la existencia del mal, la compasión. Nada le queda demasiado grande; ha pasado muchos años meditando, escribiendo, intentando explicarse lo que no halla explicación.

No es una apuesta de conocimiento. Tiene un lugar distinto y, como Hugo Hiriart no iba a incurrir en ingenuidades ni en necedades, comienza su libro con precisiones: a la pregunta ¿Existe Dios?, responde: “Hablando con franqueza, yo tampoco creo que Dios exista.” Y empezamos bien. Su explicación es un destilado de siglos de teología y filosofía, con una claridad que parece la sencillez más natural. Por ejemplo, interpela al lector: “Piensa en los números, las figuras geométricas o las Formas de Platón (si es que hay eso), ¿tú dirías que existen?… Yo prefiero no decir que ‘existe’, por ejemplo, lo que no puede destruirse: ni el radio de un círculo ni Dios pueden destruirse.” El segundo desbroce responde a la equivocada formulación de la pregunta “¿Crees en Dios?” Y no: esa pregunta es improcedente.

No es un lugar racional ni defendible. Tampoco es irracional: la fe puede pensarse, analizarse, pero se llega a poco más que a un trazo de fronteras donde ya no podemos acceder con el mismo recurso lógico. La experiencia mística o la fe religiosa son vulnerabilísimas a las saetas de los silogismos. Indudablemente experiencias, indudable su realidad, certeza que no puede salir de la experiencia de lo sagrado sin quebrarse. Cuando esa forma de religiosidad cree que puede soportar embates racionales de modo racional, no hace sino volverse dogmática, necia, intolerante. Es otra cosa y se da en otra forma. Por eso Hiriart tuvo que elegir un título modesto: Lo diferente.

No ha sido sino hasta hace unas pocas décadas que la razón sola ha podido hallar su lugar verdadero, sin tener que esconderse de dogmáticos, intolerantes y muchos asesinos. Habría sido deseable que la pérdida de lugar de las iglesias desembocara en un mundo sostenido por la lógica, la razón, la objetividad del conocimiento. No fue así: abundan los mismos seres torvos, intolerantes y asesinos, dispuestos a guerrear contra la lógica, la razón y el conocimiento. Pero ha cambiado mucho, para mejor, el lugar del creyente: ya no le es lícito imponer nada. La carga de la prueba está en quien afirma y no en quien niega. Pero este no es el afán de Hiriart. Él está fuera de la refriega de los poderes, los derechos y las políticas. Los sabios no coleccionan basura y algunos, como él, coleccionan asombro, no-saber, perplejidad, y con gozo creciente. En ese acorde se afina este libro. El sabio, el brillante escritor, el de imaginación más viva, fue a perderse “no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”. Al paso, recuerdo que Dante, en el Paraíso, ve luces y fulgores y no sabe qué está viendo hasta que se lo explican los santos o los ángeles. Pero, de este lado de la existencia, no hay guía que nos ayude a enfocar la luz. Hiriart repara en Otto, Kierkegaard, Gallegos Rocafull… en muchos, incluido Wittgenstein: “Un honesto pensador religioso es como un funámbulo, con un abismo a cada lado de su paso. Y aun así es posible caminar.”

Su ignorancia no se comporta como la del positivista. Pariente, pero no es la de Sócrates, que utilizaba su ignorancia como herramienta para conocer, para salir del no-saber. Hiriart ha abandonado la pretensión de conocimiento; no estorba, pero se trata de otra cosa: no se enfrenta a un acertijo o una incógnita, sino al misterio. La incógnita se puede despejar, resolver el acertijo, pero el misterio se define por ser inextricable, quedarse sin solución racional, y puede ser incluso diáfano como una certeza: la experiencia religiosa, la mística, no es un recurso del saber sino una experiencia cuya realidad no tiene siquiera que ver con la duda, ni responde preguntas. Hiriart propone dos formas del misterio; uno, más suave, atañe al pensamiento; el otro, al ser. El pensamiento puede dar con las cosas que existen, pero “desde nuestra irreparable contingencia, buscamos ser, no solo existir”.

Y, claro: “suele ser manifiesto que no tenemos idea de qué estamos diciendo”. Hiriart se relaciona notablemente bien con lo que él mismo ignora. Por ejemplo, escribe novelas sin haber ideado una trama (El agua grande), averigua los sueños (Sobre la naturaleza de los sueños), resurge del alcoholismo (Vivir y beber) y, ahora, habla de la relación con Dios, la mística. Todos estos están entre sus mejores libros porque Hiriart se halla gozoso en el no-saber. De hecho, es de sus ámbitos favoritos, ya como experiencia estética, ya como lugar de la espiritualidad religiosa.

Y es ahí donde propone un acercamiento de una sensatez admirable, que al principio provoca en el lector algo parecido al disgusto: que la experiencia religiosa no tiene que ver con la inteligencia sino con los sentimientos… Parece un recurso insuficiente: la religión, dice, “está hecha de sentimientos y apreciaciones”. Pero supongo dos cosas. Una: cuando, sentados, leyendo y pensando queremos entender qué es sentir, pensamos en sucesos causales. Pero no habla Hiriart de ese “sentimiento” sino de algo más primario, que la psicología ha intentado elucidar y apenas consigue repetir esa trampa del saber médico que consiste en nombrar en griego el síntoma: “Doctor, me duele la cabeza, ¿qué tengo?” y contesta: “cefalalgia”, y ambos terminan persuadidos de que se hizo un diagnóstico. Hay sentimientos sin causa elucidable y quizás hasta sin causa por completo, o cuya causa no es algo en el sujeto que siente. Y no es que vaya a dar el salto para jalar a Dios en esto. Es otro modo. Digamos que no existe nada, ninguna esencia ni sustancia a la cual llamar yo, igual que no existe en el universo una sustancia ni esencia que sea calor o fuerza o movimiento. Son fenómenos que sobrevienen, supervinientes, que solo emergen de sus circunstancias. Solo que el yo de pronto se da cuenta de sí, de que existe. ¿Es sentimiento? Quizás Hiriart apela a algo anterior a lo que de modo común llamamos sentimientos. Por supuesto, lo que eso sea, es muy anterior al lento barandal de ir pensando.

La verdad es que estamos en un territorio sin cartografía. Muchos han intentado hablar de él, pero nunca hemos visto un mapa ni, menos, una señal que diga: “Usted está aquí.” Estar perdido es la condición del creyente. La salida sería dejar de creer. Imposible. ~

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